Historia de la Revolución Rusa Tomo I. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo I - Leon  Trotsky

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estos señores, diputados y policías, generales, médicos y ex-gendarmes, afirmaban unánimemente que la revolución había matado el patriotismo en el ejército y que los bolcheviques les habían quitado de entre las manos una victoria segura.

      En este caos de patriotismo belicoso, los que llevaban la batuta eran, sin duda, los demócratas constitucionales (los kadetes). El liberalismo, que ya a finales de 1905 había roto el contacto muy problemático que le unía a la revolución, levantó desde los primeros momentos de la contrarrevolución la bandera del imperialismo. Y la cosa era lógica: puesto que no había manera de limpiar al país de la basura feudal para garantizar a la burguesía una situación preeminente, no le quedaba más recurso que pactar una alianza con la monarquía y la nobleza, con el fin de asegurar al capital un puesto más relevante en la palestra mundial. Y si bien es cierto que la catástrofe mundial se fue preparando desde distintos puntos, lo cual hizo que hasta cierto punto sorprendiese incluso a sus organizadores más responsables, no es menos indudable que los liberales rusos, en su calidad de inspiradores de la política exterior de la monarquía, ocupan un lugar bastante destacado en la preparación de la guerra. Los caudillos de la burguesía rusa hacían justicia a la verdad al saludar como cosa suya la guerra de 1914. En la sesión solemne celebrada por la Duma nacional el 16 de julio de 1914, el representante de la fracción de los kadetes declara: «No poseemos condiciones ni formulamos exigencias; nos limitamos a arrojar en la balanza la firme decisión de rechazar al enemigo». La «unión sagrada» fue sellada también en Rusia como doctrina oficial. Durante las manifestaciones patrióticas de Moscú, el marqués de Benkerndorf, maestro mayor de ceremonias, declaró a los diplomáticos: «¡Ahí tienen ustedes la revolución que nos pronosticaban en Berlín!». «Esta idea —comenta el embajador francés Paleologue— está manifiestamente en todas las cabezas». Aquella gente consideraba como su deber abrigar y sembrar ilusiones en una situación que parece que debía ser incompatible con ellas.

      No habían de hacerse esperar las frías enseñanzas de la realidad. Poco después de estallar la guerra, uno de los kadetes más expansivos, el abogado y terrateniente Rodichev exclamaba en una sesión del comité central de su partido: «¿Pero es posible que creáis que con imbéciles como éstos puede nadie vencer?». Los acontecimientos demostraron que no, que con imbéciles como aquéllos no había manera de vencer. Cuando ya tenía perdida una buena parte de su fe en el triunfo, el liberalismo intentó aprovecharse de la inercia de la guerra para introducir un poco de limpieza en la camarilla palaciega y obligar a la monarquía a pactar. El arma principal de que se sirvió para estos fines fue la acusación de germanofilia y de preparación de una paz por separado lanzada contra el partido de los palatinos.

      En la primavera de 1915, cuando las tropas desarmadas se batían en retirada en todo el frente, las esferas gubernamentales decidieron, no sin la presión de los aliados, atraer hacia los trabajos de guerra la iniciativa de la industria privada. A una reunión convocada especialmente para este fin acudieron, además de los burócratas, los industriales más influyentes. Las «Uniones de Zemstvos» y municipios que habían surgido al estallar la conflagración, y los comités industriales de guerra creados en la primavera de 1915 se convirtieron en otros tantos puntos de apoyo de la burguesía en su lucha por la victoria y el poder. Apoyada en dichas organizaciones, la Duma nacional podía obrar con mayor seguridad como mediadora entre la clase burguesa y la monarquía.

      Sin embargo, las vastas perspectivas políticas no distraían la atención de los intereses cotidianos. De la comisión asesora especial, formada con aquellos fines, fluían, como de un manantial, cientos de millones de rublos, que, ramificados por diversos canales, regaban copiosamente la industria, saciando a su paso los apetitos de muchos. En la Duma nacional y en la prensa se dieron a conocer algunos de los beneficios de guerra obtenidos durante los años 1915 y 1916: la empresa textil de Riabuschinski, un fabricante liberal de Moscú, figuraba con un 75% de beneficios netos; la manufactura de Tver ¡con un 111%!; la fábrica de laminación de cobres de Kolichuguin, fundada con un capital de 10 millones, aparecía reportando más de doce de utilidades. Como se ve aquí, la virtud patriótica quedaba recompensada espléndidamente, y, además, bastante aprisa.

      La especulación en todas sus formas y las jugadas de Bolsa llegaron al paroxismo. De la espuma sangrienta surgían inmensas fortunas. Que en la capital no hubiese pan ni combustible no impedía a Faberget, el joyero de la corte, vanagloriarse de que nunca había hecho tan magníficos negocios. La Wirubova, camarera de palacio, cuenta que jamás se habían encargado trajes tan caros ni se habían comprado tantos brillantes como durante el invierno de 1915-1916. Los locales nocturnos de diversiones estaban abarrotados de héroes emboscados, de desertores legales y demás caballeros respetables, demasiados viejos para guerrear en el frente pero lo suficientemente jóvenes todavía para gozar de la vida en la retaguardia. Los grandes duques no eran los que menos participaban en aquellas orgías, mientras hacía estragos la peste. Y no había que preocuparse de lo que se derrochaba, pues no cesaba de caer de lo alto una lluvia benéfica de oro. La «buena sociedad» no tenía más que alargar la mano y abrir los bolsillos; las damas aristocráticas alzaban las faldas; los banqueros e intendentes, industriales, bailarinas del zar y de los grandes duques, jerarcas ortodoxos, damas de la corte, diputados radicales, generales del frente y de la retaguardia, abogados radicales, tartufos augustos de ambos sexos, el tropel de sobrinos, y, sobre todo, de sobrinas, todos chapoteaban en aquel cieno amasado con sangre. Todos se daban prisa a robar y a comer a dos carrillos, temerosos de que la benéfica lluvia se acabara, y todos rechazaban con indignación la idea ignominiosa de una paz prematura.

      La comunidad en las ganancias, las derrotas en el frente y los peligros del interior fueron acercando más y más a los partidos de las clases poseedoras. En la Duma, desunida todavía en vísperas de la guerra, se formó en 1915 una mayoría patriótica de oposición, que adoptó el nombre de «bloque progresivo». Proclamó, naturalmente, como su finalidad oficial, la «satisfacción de las necesidades creadas por la guerra». En la izquierda quedaron fuera del bloque los socialdemócratas y los trudoviki4; en la derecha, los grupos francamente oscurantistas, los tres grupos de octubristas5, el centro y una parte de los nacionalistas, entraron en el bloque o se adhirieron a él, al igual que los grupos nacionalistas, entraron en el bloque o se adhirieron a él, al igual que los grupos nacionales: los polacos, los lituanos, los musulmanes, los judíos, etc. Para no asustar al zar lanzando la fórmula de un ministerio responsable, el bloque exigió «un gobierno de coalición, formado por personas que gozasen de la confianza del país». El ministro del Interior, príncipe Cherbatov, definía ya en aquel entonces el bloque progresivo como una «unión pasajera provocada por el peligro de la revolución social». Para comprender esto no era necesaria, naturalmente, una gran penetración. Miliukov, que capitaneaba a los kadetes, y desde ese puesto al bloque, decía en una reunión de su partido: «Estamos sobre un volcán... La tensión ha llegado a su límite extremo. Basta con que cualquier imprudente arroje una cerilla al suelo para que estalle el voraz incendio. Urge más que nunca un poder fuerte, sea el que fuese, bueno o malo».

      Tan grande era la esperanza de que el zar, intimidado por las derrotas, se avendría a hacer concesiones, que, en agosto, la prensa liberal publicó la lista de un proyectado «Gabinete de confianza» con el presidente de la Duma, Rodzianko, de primer ministro (otra versión indicaba para este cargo al presidente de la «Unión de Zemstvos», príncipe Lvov); Guchkov de ministro del Interior; Miliukov, en Negocios Extranjeros, etc. Año y medio después, la mayoría de estas personas, que se habían nombrado a sí mismas para aliarse con el zar contra la revolución, obtenían carteras en el gobierno «revolucionario» provisional. No era el primer caso en que la Historia se permitía bromas de éstas. Menos mal que, por esta vez, la chanza resultó de corta duración.

      La mayoría de los ministros del gabinete presidido por Goremikin estaban tan aterrorizados como los kadetes ante la marcha de los acontecimientos, razón por la cual se inclinaban a pactar con el bloque progresivo. «Un gobierno que no cuente con la confianza del titular del poder supremo, ni del ejército, ni de los municipios, ni de los zemstvos, ni de la nobleza, ni de los comerciantes, ni de los obreros, no sólo no puede actuar, sino que

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