Historia de la Revolución Rusa Tomo I. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo I - Leon  Trotsky

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pobreza de sus impulsos volitivos. Esa máscara de indiferencia que en ciertos medios llaman «educación» se fundía en Nicolás II con su rostro natural.

      El diario del zar vale por todos los testimonios; día tras día, año tras año, van registrándose en estas páginas notas más anonadadoras de su vacuidad espiritual. «He paseado un largo trecho y matado dos cuervos. He tomado té al oscurecer». Paseo a pie, paseo en lancha. Más cuervos y más té. Todo lindando con la pura fisiología. Y cuando habla de ceremonias religiosas, lo hace en el mismo tono que cuando registra un festín.

      Por los días que preceden a la apertura de la Duma nacional, cuando todo el país se siente estremecido por convulsiones, Nicolás II escribe: «14 de abril. Me he paseado con camisa-blusa ligera y he reanudado los paseos en lancha. He tomado el té en la terraza. Stana ha comido y paseado con nosotros. He leído». Ni una palabra acerca de lo que leyó: lo mismo podía ser una novela inglesa que un informe del Departamento de policía. «15 de abril. Le he aceptado la dimisión a Witte. Han comido con nosotros Mary y Dimitri. Los hemos12 acompañado al palacio».

      El día en que se decretó la disolución de la Duma cuando lo mismo los altos dignatarios oficiales que los liberales estaban pasando por un paroxismo de pánico, el zar escribía en su diario: «7 de julio, viernes. He estado muy ocupado toda la mañana. Llegamos con media hora de retraso al almuerzo con los oficiales... Había tormenta y el aire era sofocante. Paseamos juntos. He recibido a Goremikin, ¡y firmado el ukase disolviendo la Duma! Hemos comido con Olga y Petia. Por la tarde, lectura». Toda su emoción ante la disolución inminente de la Duma queda expresada, y gracias, con un signo de admiración. Los diputados de la Duma disuelta hicieron un llamamiento al pueblo para que no pagase los impuestos y se negara a hacer el servicio militar. Estallaron una serie de sublevaciones militares: en Sveaborg, en Kronstadt, en varios buques de guerra, en diferentes regimientos; reanudóse en proporciones jamás conocidas el terrorismo revolucionario contra las altas autoridades. El zar escribe en su diario: «9 de julio, domingo. ¡Ya está hecho! Hoy ha quedado disuelta la Duma. Durante el almuerzo, después de la misa, veíanse muchas caras largas. El tiempo era magnífico. Durante el paseo nos encontramos al viejo Micha, que llegó ayer de Gachina. Antes de comer, y durante toda la tarde, me dediqué a leer tranquilamente. Un paseo en canoa». Nos dice que se paseó y precisamente en canoa; en cambio, no siente la necesidad de concretar lo que leyó. Y así, una vez y otra, y otra.

      Seguimos copiando de las hojas de aquellos días preñados de incertidumbre: «14 de julio. Después de vestirme, me fui en bicicleta al balneario y me bañé con deleite en el mar». «15 de julio. Me he bañado dos veces. Hacía mucho calor. He comido sólo con mi mujer. La tormenta ha pasado». «19 de julio. Me he bañado por la mañana. He recibido visitas en la granja. El tío Vladimir y Chagin almorzó con nosotros». Las sublevaciones, los atentados terroristas sólo le sugieren una ligerísima consideración: «¡bonitas cosas!», que asombra por su baja impasibilidad, y rayana en el cinismo si fuese inconsciente.

      «A las nueve y media de la mañana nos trasladamos al regimiento del Caspio... He paseado durante largo rato. El tiempo era espléndido. Me he bañado en el mar. Después del té, recibí a Lvov y Guchkov». Y no dice ni una palabra de que aquella entrevista tan desusada de los dos liberales se relacionaba con los planes de Stolipin para atraer a su gabinete a los políticos de la oposición. El príncipe Lvov, futuro presidente del gobierno provisional, dijo refiriéndose a esta visita: «Cuando esperaba ver al monarca abatido por el infortunio, ¡cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con que salía a mi encuentro un hombrecillo alegre y desahogado con una blusa de color frambuesa!». El horizonte mental del zar no llegaba más allá que el de un modesto funcionario de policía, con la diferencia de que éste, pese a todo, conocía mejor la realidad y no vivía atosigado por la superstición. El único periódico que durante muchos años leyó Nicolás II y del que nutría sus ideas era un semanario editado con fondos oficiales por el príncipe Mecherski, hombre ruin y venal a quien despreciaban hasta en la misma pandilla de burócratas reaccionarios a que pertenecía. Por delante del zar cruzaron dos guerras y dos revoluciones, sin que estos acontecimientos dejasen la menor huella en su horizonte mental: entre su conciencia y los acontecimientos se alzaba constantemente el velo impenetrable de la indiferencia. De Nicolás II se decía, no sin razón, que era un fatalista. Conviene, sin embargo, advertir que este fatalismo era todo lo contrario a la fe activa en su «estrella»; Nicolás II se tenía por un hombre de mala suerte. Su fatalismo no era más que una manera de defenderse pasivamente del proceso histórico y se daba la mano con un despotismo mezquino en sus motivos sicológicos, pero monstruoso en sus consecuencias.

      «Lo quiero yo, y así tiene que ser. Esta divisa —escribe el conde Witte— se manifestaba en todos los actos de aquel gobernante débil de voluntad, a quien su debilidad llevó a todo lo que caracteriza su reinado: un derramamiento constante y, en la mayor parte de los casos, absolutamente innecesario de sangre, más o menos inocente».

      Alguna vez se ha comparado a Nicolás II con el zar Pablo, aquel antepasado suyo medio loco, estrangulado por la camarilla, de acuerdo con su propio hijo, Alejandro «el bendito». Y no deja de haber, en efecto, entre estos dos Romanov cierta afinidad: la de su desconfianza hacia todo el mundo, nacida de la falta de confianza en sí propios; la suspicacia de la nulidad omnipotente; el sentimiento del que se cree despreciado por todos, casi podría uno decir que su conciencia de parias coronados. Pero el zar Pablo era incomparablemente más pintoresco. En su locura había un elemento de imaginación, aunque fuera irresponsable. En su descendiente todo es gris, sin un solo destello.

      Nicolás II no sólo era inconstante, sino que también era perjuro. Sus aduladores le llamaban charmeur, un hombre encantador, por la dulzura con que trataba a los palaciegos. Pero es el caso que el zar se mostraba especialmente amable con aquellos dignatarios a quienes había decidido despachar: cuando el ministro, encantado y fuera de sí por la amabilidad con que el zar le había recibido volvía a casa, se encontraba muchas veces con una carta notificándole la destitución. Era una especie de jugada con que el monarca quería vengarse, sin duda, de su insignificancia.

      Nicolás II no podía ver a ningún hombre de talento. No se sentía a gusto más que entre las nulidades y los deficientes mentales, junto a los santurrones y personas endebles a quienes él pudiese mirar de arriba abajo. Tenía su orgullo, pero no era un orgullo activo y refinado, sino indolente, sin un átomo de iniciativa propia, y cuyo móvil era un sentimiento de envidia puesto siempre en guardia. Elegía a sus ministros ateniéndose al principio de dejarse resbalar cada vez más bajo. A los hombres de talento y de carácter sólo acudía en los casos extremos, cuando no tenía más remedio, como se hace con el cirujano, que sólo se le llama cuando se trata de salvar la vida. Así sucedía primero con Witte y luego con Stolipin. El zar los trataba a ambos con hostilidad mal disimulada. Y, apenas vencía el foco agudo de la situación, se apresuraba a desembarazarse de unos consejeros que estaban demasiado por encima de él. Y tan sistemática y radical era esta selección al revés, que el presidente de la última Duma, Rodzianko, se atrevió a decir al zar, el y de enero de 1917, cuando la revolución llamaba ya a las puertas: «Señor, a vuestro alrededor no ha quedado un solo hombre honrado ni digno de confianza: los mejores han sido alejados o se han ido, quedándose tan sólo los que gozan de dudosa reputación».

      Todos los esfuerzos de la burguesía liberal para entenderse con Palacio eran fallidos. El incansable y camorrista Rodzianko intentaba sacudir la modorra del zar con sus informes. Pero ¡todo inútil! El zar pasaba por alto los argumentos, incluso las insolencias, preparando en silencio la disolución de la Duma. El gran duque Dimitri, antiguo favorito del zar y futuro copartícipe en el asesinato de Rasputín, se lamentaba, con su cómplice el príncipe Yusupov, de que el zar demostraba cada día más indiferencia ante cuanto le rodeaba. Dimitri se inclinaba a creer que le habían dado al monarca algún brebaje para adormecerle. Por su parte, el historiador liberal Miliukov escribe: «Corrían rumores de que este estado de apatía mental y moral del zar provenía del abuso del alcohol». Invenciones todo o exageraciones. El zar no tenía necesidad de recurrir a narcóticos, pues

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