Historia de la Revolución Rusa Tomo I. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo I - Leon  Trotsky

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revolución. Rasputín, que era un buen sicólogo, solía decir lacónicamente cuando hablaba del zar: «Le falta un tornillo».

      Aquel hombre apagado, impasible, «bien educado», era un hombre cruel. Pero no con esa crueldad activa, proyectada sobre fines históricos, de un Iván el Terrible o de un Pedro el Grande —hombres con los que no tenía la menor afinidad Nicolás II—, sino con la crueldad cobarde del último vástago aterrorizado ante la tragedia fatídica de su propio destino. Ya en los albores de su reinado, Nicolás II tributó un elogio a los «bravos soldados» por haber ametrallado a los obreros. Solía leer «con placer» los informes en que la Dirección de Policía daba cuenta de haberse azotado a latigazos a las estudiantes de «pelo corto»13, o relataba los pogromos judíos en que se machacaba el cráneo a hombres indefensos. Aquel monstruoso coronado sentíase atraído con toda el alma por la hez de la sociedad, por aquellos matones de las «centurias negras», y no sólo les pagaba espléndidamente sus servicios de las arcas del Estado, sino que gustaba de conversar afectuosamente con ellos, oyéndole relatar sus hazañas y perdonándoles piadosamente cuando remataban a algún diputado de la oposición. Witte, que subió al poder en pleno período represivo de la primera revolución, escribe en sus Memorias: «Cuando las noticias de las hazañas insensatamente crueles perpetradas por los cabecillas de esas bandas llegaban a oídos del zar, merecían indefectiblemente su aprobación y encontraban en él defensa». Despachando una reclamación del general-gobernador de los países bálticos pidiendo que se llamase la atención de cierto capitán Richter, que «ha ejecutado por iniciativa propia, sin previa formación de causa, a personas que no habían opuesto resistencia alguna», el zar estampó al margen del informe: «¡bravo muchacho!». Estímulos de éstos nos los encontramos a montones. Aquel hombre «encantador», abúlico, sin aspiraciones, sin imaginación, era más terrible que todos los tiranos de la historia antigua y moderna.

      El zar hallábase enormemente influido por la zarina, influencia que fue creciendo con los años y las dificultades del gobierno. Los dos juntos formaban una especie de todo orgánica. Esta unión es una de tantas pruebas que patentizan hasta qué punto, bajo la presión de las circunstancias, lo personal encuentra complemento en lo colectivo. Pero digamos algo acerca de la zarina.

      Maurice Paléologue, embajador francés en Petrogrado durante la guerra, un sicólogo muy agudo, sin duda, para los académicos franceses y las porteras de su país, hace un retrato pulcro y lamido de la última zarina: «La desazón moral, la tristeza crónica, una melancolía ilimitada, un tránsito constante de la exaltación al abatimiento, sus ideas atormentadoras acerca del mundo invisible y ultraterrenal, en superstición, ¿acaso todos estos rasgos, que de un modo tan acusado se manifiestan en la personalidad de la zarina, no son también los rasgos genuinos del pueblo ruso?». Por muy extraño que parezca, en el fondo de esta dulzona adulación se encierra un granito de verdad. No en vano el satírico ruso Saltikov llamaba a los ministros y gobernadores de la serie de los barones bálticos «alemanes con alma rusa»; no cabe duda que precisamente estos extranjeros, que no tenían la menor afinidad con el pueblo ruso, fueron los que engendraron el tipo más depurado de administrador ruso de «pura raza».

      Pero, ¿por qué el pueblo sentía un odio tan franco contra esta zarina, que, según Paléologue, encarnaba de un modo tan completo su propia alma? La contestación es harto sencilla: para justificar la nueva situación en que se encontraba colocada, aquella alemana se asimilaba con fría pasión todas las tradiciones e inspiraciones de la Edad Media rusa, la más inteligente y la más ruda del mundo, en una época en que el pueblo se debatía desesperadamente por emanciparse de la propia barbarie medieval. Aquella princesa de Hesse estaba literalmente poseída por el demonio de la autocracia: exaltada desde su rincón provinciano a las alturas del despotismo bizantino, no quería descender por nada del mundo de su trono de autócrata. La Iglesia ortodoxa le brindó la mística y la magia de que necesitaba su nueva estrella. Y cuanto más al desnudo aparecía la indignidad del viejo régimen, más firmemente creía la zarina en su misión. Dotada de un carácter fuerte y de capacidad para la exaltación seca y dura, la zarina completaba al abúlico zar, dominándolo.

      El 17 de marzo de 1916, un año antes de que estallara la revolución, cuando el país mártir se revolcaba ya atenazado por la derrota y la ruina, la zarina escribía a su marido, al Cuartel General: «No debes dar pruebas de blandura, nombrar un gobierno responsable, etc., hacer todo lo que ellos quieren. Son tu guerra y tu paz, tu honor y el de nuestra patria y no los de la Duma, los que se ventilan. Ellos no tienen derecho a pronunciar ni una palabra respecto a estas cuestiones». Por lo menos, era un programa rotundo y escueto, y por serlo, acababa siempre por imponerse a las vacilaciones constantes del zar.

      Cuando Nicolás II salió a ponerse al frente del ejército como generalísimo ficticio, la zarina tomó en sus manos, de hecho, las riendas del gobierno interior del país: los ministros despachaban con ella, ni más ni menos que si se tratara de una reina gobernadora. La zarina, con su camarilla, conspiraba contra la Duma, contra los ministros, contra los generales del Estado Mayor, contra todo el mundo, hasta contra el propio zar. El 6 de diciembre de 1916, escribíale al monarca: «Puesto que ya has dicho que querías retener a Protopopov, no dejes que se atreva (se refiere a Trépov, el primer ministro) a pronunciarse contra ti, de un puñetazo sobre la mesa, no hagas concesiones, demuestra que eres el amo, cree a tu dura mujercita y cita a nuestro amigo, ten fe en nosotros». Tres días después vuelve a insistir: «Sabes que la razón está de tu parte, mantén la cabeza alta, ordena a Trépov que trabaje de acuerdo con él..., da un puñetazo sobre la mesa». Estas frases parecen cosa de invención; pero no, no inventamos nada, están tomadas al pie de la letra de cartas auténticas de la zarina. Además, aunque se quisiera, la invención no podría llegar a tanto.

      El 13 de diciembre, la zarina escribe nuevamente al zar, volviendo sobre sus sugestiones: «Todo menos el gobierno responsable con el que sueña insensatamente todo el mundo. Esto está todo más tranquilo y mejor; pero la gente quiere que sientes el puño. ¡Qué sé yo cuánto tiempo hace que oigo por todas partes lo mismo!; a Rusia le gusta sentir el escozor del látigo, lo pide su cuerpo». Aquella princesa de Hesse convertida a la religión ortodoxa, educada en Windsor y coronada con la tiara bizantina, no sólo «encarna» el alma rusa, sino que la desprecia orgánicamente, su cuerpo pide el látigo, escribía la zarina rusa al zar ruso del pueblo de Rusia, dos meses y medio antes de que la monarquía se sepultara para siempre en el abismo.

      La zarina, superior a su marido en carácter, no lo era en inteligencia, sino acaso inferior y más inclinada todavía que él a buscar la sociedad de los simples de espíritu. La íntima y jamás desmentida amistad que les unía a ambos con la Wirubova, una dama de palacio, nos da la medida del calibre espiritual de la pareja autocrática. La propia Wirubova se calificaba a sí misma de tonta, sin que en ello hubiese, por cierto, asomo de modestia. Witte, a quien no se le puede negar el ojo certero, decía de ella que era como «una señorita petersburguesa vulgar y necia, y además fea, con una cara que parecía una burbuja de manteca al derretirse». El zar y la zarina se pasaban horas enteras charlando, consultando los negocios públicos y manteniendo correspondencia con esta mujer, a la que cortejaban servilmente, deshaciéndose en reverencias, los viejos dignatarios, los embajadores y los financieros, y que, aunque tonta, tenía el talento suficiente para no olvidarse de llenar el bolsillo y tener más influencia en la vida política que la Duma imperial y todos los ministros juntos.

      Pero la Wirubova no era más que el «médium» del «Amigo», aquel «Amigo» cuya autoridad campeaba sobre los tres. «Ésta es mi opinión personal —escribe la zarina al zar—, ya veremos lo que piensa nuestro “Amigo”». La opinión del «Amigo» no era ya personal, sino decisiva. «Me ratifico en lo dicho —repite la zarina unas cuantas semanas después—. Óyeme a mí, es decir, a nuestro “Amigo” y confía en nosotros para todo. Sufro por ti como si fueras un niño pequeñito y débil, que necesita que le guíen, pero que presta oído a malos consejeros, mientras el hombre enviado por Dios le dice lo que hay que hacer». «Con las oraciones y la ayuda de nuestro “Amigo”, todo se arreglará». «Si no le tuviéramos a él, ya haría tiempo que

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