Historia de la Revolución Rusa Tomo I. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo I - Leon  Trotsky

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Palacio adivinos y epilépticos traídos de todos los ámbitos de Rusia y hasta de otros países. Había proveedores de la real casa encargados especialmente de suministrar esa mercancía, y que se congregaban en torno al oráculo de turno, rodeando al monarca de una especie de Cámara alta todopoderosa. Había de todo: viejas beatas con título de marquesas, dignatarios que ambicionaban algún empleo y financieros que tomaban en arriendo a gabinetes enteros. Los jerarcas de la Iglesia ortodoxa, celosos de esta competencia intrusa ejercida por hipnotizadores y adivinos sin patente oficial, se apresuraban a abrirse caminos propios en aquel santuario central de la intriga. Witte llamaba a esta pandilla gobernante, contra la que se estrelló por dos veces, «la camarilla palaciega de los leprosos».

      Cuanto más se aislaba la dinastía y más abandonado se sentía el monarca, mayor era la necesidad que sentía del auxilio del cielo. Hay tribus salvajes que para llamar al buen tiempo hacen girar en el aire una tablilla atada al extremo de un hilo. El zar y la zarina usaban estas tablillas para los fines más diversos. El vagón del zar estaba literalmente cubierto de imágenes y cuadritos de santos y de toda clase de objetos de culto, con los que quiso hacerse frente, primero, a la artillería japonesa y, luego, a la alemana.

      El nivel de los medios palatinos no había variado gran cosa, en realidad, de una en otra generación. Bajo Alejandro II, llamado «el Emancipador», los grandes duques creían sinceramente en los duendes y en las brujas. Bajo Alejandro III seguía todo igual, aunque más en calma. La «camarilla de leprosos» existió siempre. Lo único que variaba era su composición y sus procedimientos. Nicolás I no creó aquella atmósfera de medievalismo salvaje, sino que la heredó de sus antepasados. Lo que ocurre es que durante aquellos años el país se fue modificando, los problemas se complicaron, se elevó el nivel de cultura y la camarilla palaciega quedó rezagada.

      Si la monarquía, bajo la presión del exterior, se veía obligada a hacer concesiones a las nuevas fuerzas, interiormente no había conseguido, ni mucho menos, modernizarse; al contrario, se encerraba en sí misma, y el espíritu medieval se fue coagulando bajo la acción de la hostilidad y del miedo, hasta convertirse en una pesadilla repugnante que se cernía sobre el país.

      El 1 de noviembre de 1905, en el momento más crítico de la primera revolución, el zar escribe en su diario: «He conocido a un santo llamado Grigori, de la provincia de Tobolsk». Era Rasputín, campesino siberiano, con un rasguño rebelde a cerrarse en la cabeza, recuerdo de los golpes recibidos en sus tiempos de cuatrero. Presentado en Palacio en el momento propicio, el «santo» no tardó en encontrar auxiliares de alto copete, o, por mejor decir, fueron ellos los que le encontraron a él, y así se fue formando una nueva pandilla gobernante, que se adueño enérgicamente de la voluntad de la zarina y, por medio de ella, de la del zar.

      En las altas esferas de la sociedad petersburguesa hablábase ya sin recato, desde el invierno de 1913-1914, de que todos los altos nombramientos, los contratos de suministros y concesiones pasaban por la camarilla de Rasputín. El stárets iba convirtiéndose poco a poco en una institución pública. La policía le guardaba las espaldas celosamente, y los ministerios rivales tenían las miradas fijas en él. Los agentes del Departamento de policía llevaban un diario de su vida, en que no faltaba un solo detalle; por ejemplo, que al visitar Pokrovski, su pueblo natal, Rasputín, en estado de embriaguez, se había liado a golpes con su padre en medio de la calle, dejándolo ensangrentado. Aquel mismo día, 9 de septiembre de 1915, Rasputín enviaba dos afectuosos telegramas, uno a Tsárskoye Seló a la zarina; otro al Cuartel General, para el zar. Los agentes registraban día tras día, en un lenguaje épico, las andanzas del «Amigo». «Hoy ha vuelto a casa a las cinco de la mañana, completamente ebrio». «La noche del 25 al 26 la pasó en casa de Rasputín la artista V.». «Ha llegado con la princesa D. (esposa de un gentilhombre de cámara del palacio del zar) al hotel Astoria...». Y a poco: «Ha vuelto a casa, procedente de Tsárskoye Seló, cerca de las once de la noche». «Rasputín ha llegado a casa con la princesa Ch, muy embriagado, y en seguida volvieron a salir juntos». Y al día siguiente, por la mañana o por la tarde, el viaje a Tsárskoye Seló. A la pregunta afectuosa del policía de por qué el stárets está hoy tan pensativo, contesta: «No sé qué hacer: si convocar la Duma o no convocarla». Otro asiento: «Llegó a casa a las cinco de la mañana bastante embriagado». Siempre la misma melodía, durante meses y años, una melodía en que no había más que tres notas: «Bastante embriagado», «Muy embriagado» y «Completamente embriagado». El general de la gendarmería, Klobachev, reunía y refrendaba con su firma estas noticias, tan trascendentes para la vida del Estado.

      La influencia de Rasputín se mantuvo en su apogeo durante seis años, los últimos de la monarquía. «Su vida en Petersburgo —cuenta el príncipe Yusupov, copartícipe hasta cierto punto de ella y, más tarde, asesino de Rasputín— se había convertido en una fiesta continua, en la borrachera inacabable de un presidiario a quien de pronto, inesperadamente, se le viene la dicha a las manos». «Tenía en mi poder —escribe el presidente de la Duma, Rodzianko— una gran cantidad de cartas escritas por madres cuyas hijas habían sido deshonradas por aquel desvergonzado libertino». El metropolita de Petrogrado, Pitirim, y el arzobispo Varnava, casi analfabeto, debían sus puestos a Rasputín. El procurador del Santo Sínodo, Sabler, permaneció en el cargo durante largo tiempo por voluntad del stárets, y él fue también el que impulsó la destitución del primer ministro Kokovtsvev, que no había querido recibirle. Rasputín nombró a Sturmer presidente del Consejo de ministros; a Protopopov, ministro de la Gobernación; a Raiev, nuevo procurador del Sínodo, y así a muchos más. El embajador de la República francesa, Paleologue, solicitó una entrevista con Rasputín. Cuando estuvo delante de él le besó, exclamando: Voila un véritable illuminé!14, todo por ganar el corazón de la zarina para la causa de Francia. El judío Simanovich, agente financiero del stárets, fichado por la policía como jugador y usurero, hizo nombrar ministro de Justicia, por mediación de Rasputín, a un sujeto llamado Dobrolovski, que era, sencillamente, un ladrón.

      «No dejes de ver la pequeña lista que te acompaño —escribe la zarina al zar, hablándole de los nuevos nombramientos—. Nuestro “Amigo” me pide que hables de todo esto con Protopopov». Dos días después: «Nuestro “Amigo” dice que Sturmer puede seguir siendo presidente del Consejo de Ministros durante algún tiempo». Y a poco: «Protopopov siente una verdadera veneración por nuestro “Amigo”, y el cielo le bendecirá».

      En uno de aquellos días en que los agentes de la policía registraban cuidadosamente el número de botellas y de mujeres, la zarina escribía, toda afligida, al zar: «Acusan a Rasputín de besar a las mujeres y de otras cosas por el estilo. Lee los Apóstoles y verás cómo besaban a todo el mundo como saludo». Seguramente que el argumento de los Apóstoles no hubiera convencido a los agentes encargados de vigilar al stárets. En otra carta, la zarina va todavía más allá: «Durante la lectura del Evangelio —escribe— he pensado mucho en nuestro “Amigo” al ver cómo los escribas y fariseos perseguían a Cristo, fingiendo ser unos hombres perfectos... ¡Qué verdad es aquello de que nadie es profeta en su tierra!».

      El comparar a Rasputín con Jesucristo era cosa corriente en aquellas altas esferas, y no tenía nada de particular. El miedo a las poderosas fuerzas de la historia, que amenazaban desencadenarse, era demasiado grande para que los zares pudieran contentarse con un Dios impersonal y con la sombra incorpórea del Cristo de los Evangelios. Necesitaban un nuevo advenimiento del «hijo del hombre». La monarquía, empujada al abismo, agonizante, encontró un Cristo a su imagen y semejanza.

      «Si Rasputín no hubiera existido —dijo un hombre del antiguo régimen, el senador Tagantsev— no habría habido más remedio que inventarlo». En estas palabras hay mucha más sustancia de lo que se imaginaba su autor. Si por «golfería» entendemos lo que hay de más antisocial y parasitario en los senos de la sociedad, podremos decir, sin temor a equivocarnos, que la «rasputinada» fue la golfería coronada, en el apogeo de su esplendor.

3. Rasputin

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