La dimensión desconocida de la infancia. Esteban Levin

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La dimensión desconocida de la infancia - Esteban Levin Conjunciones

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el acto de jugar no como una mera etapa evolutiva que avanza o retrocede en una línea del tiempo cronológica, sino como un movimiento azaroso, desconocido, sinusoidal, es decir, espiralado, que no cesa de repetirse transformándose en cada giro. Al girar, a diferencia de un trompo, existe en esa dinámica y propone una realidad irreal alternativa: otra sensibilidad entra en juego. Una composición cuya “sustancia inmaterial” está conformada por sensaciones arbitrariamente entremezcladas.

      La experiencia infantil implica la dimensión gozosa. Los pequeños gozan del movimiento que sienten, ahuecan la sonoridad e inventan palabras, crean imágenes que no se intercambian. Necesitan sentir el placer de existir en el “entredós” de la realización. La experiencia lúdica conlleva el afecto, el impulso, pero el niño todavía no puede apropiarse de la escena; para hacerlo, tiene que perderla y recuperarla como placer que retorna a causa del propio acto deseante de jugar.

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      El hormiguero de la infancia: ¿diagnosticar jugando?

      Perplejos, hacemos el laberinto junto al niño como una hormiga al configurar el territorio, sin revelar nunca el misterio; es la causa indivisible de él. Cuando el diagnóstico deviene método o metodología, se anula, automáticamente, la aparición de la perplejidad y, con ella, la potencia de la plasticidad. Nunca se puede enseñar lo perplejo ni lo plástico, como tampoco aprender a desear; no es del orden del proceso enseñanza-aprendizaje, sino de lo inatrapable e insustancial.

      Los niños descubren, no sin asombro e imaginación, un primer deseo en común: desean jugar. Comparten la esperanza de poder jugar con otros; al realizarlo, crean un espacio, ensanchan el tiempo, pues en él, jugando, coexiste el pasado con lo actual que acontece. La red del deseo de desear jugar configura la primera comunidad; ella languidece cada vez más con los objetivos, contenidos o consignas que tiñen el universo de los chicos. Para ellos, jugar es inquietud, pensamiento y símbolo en escena.

      No hay opción: juegan con la plasticidad de la imagen del cuerpo, exploran espacios, movimientos, objetos, sensaciones: todo ocurre simultáneamente y sin proponérselo de antemano. Intuyen la vibración jugando con ella, tararean lo imaginario y se adentran, disponibles, al juego de la fantasía. Dueños y señores de ese espacio, en el límite indómito entre la realidad y lo fantástico, tejen el mundo infantil. Allí hacen de monstruos, superhéroes, piratas, animales, princesas y reyes, sin esperar nada a cambio.

      El espacio-tiempo del juego se sostiene en el suspenso por lo que va a suceder; solo si el impulso de jugar está anestesiado, detenido, nos da la pauta de que un niño está sufriendo. Sobresaltado, tenso, hiperquinético, inhibido, se defiende de la plasticidad que implica lo heterogéneo. Al diagnosticar, entramos en el juego, compartimos la angustia del niño que, al mismo tiempo, es la posibilidad de relacionarnos con lo obsceno encarnado en el cuerpo.

      Lo obsceno, lo real, presentifica el cuerpo, lo encapsula, desacredita lo desconocido y solo cuestiona la imagen corporal hasta desvanecer la fantasía e imaginación infantil. La obscenidad ligada a lo siniestro es inexplicable, pero, justamente por ello, representa también la posibilidad de constituir y armar sentidos al fabricar nuevos enigmas. Al diagnosticar jugando, procuramos tejer redes para devenir pescadores de deseos, aprendiendo a saber esperar, esperar el instante con la esperanza de que, al conformar la experiencia con el niño, pesquemos el pasado para que pare de escurrirse en el tremendo océano del tiempo. Al parar, damos las chances de actualizarse en el acto de jugar. De esta manera, en nuestras redes transferenciales jugadas coexisten el inalcanzable futuro con el inestimable instante del presente en la actualidad fugaz del pasado.

      Cuando los niños actualizan lo obsceno descarnado de la historia clausuran el sentido, opacándolo hasta empobrecerlo. Pálida, la experiencia decrece y se congela en un cierto encierro gozoso. ¿Cómo recrear el sentido del enigma? En ese límite, jugamos en la frontera entre los matices posibles e imposibles; al jugar con los niños, producimos el sinsentido para desbaratar lo obsceno, nos revelamos a él, apasionados por el secreto del enigma, la perplejidad y el asombro del próximo juego.

      Nuestra posición ética nos lleva a enfatizar la incertidumbre frente a la certeza de un diagnóstico o la fiel garantía de un pronóstico; lo heterogéneo frente a lo uniforme y homogéneo de un objetivo, currículum o conducta. Frente a la rigidez, la elasticidad o la flexibilidad, ofrecemos la plasticidad, efecto de un acontecimiento que, en total, implica sostener la diferencia en el tiempo, la expansión de un espacio vacío, en red, susceptible de anudarse a otra experiencia escénica. La red acontece entre-dos-vacíos, agujeros blancos; de hecho, la vida de un texto pervive en aquello que hay entre las letras, frases y palabras.

      Desde una visión elemental, las dimensiones espaciales son tres: alto, ancho y profundidad. Einstein ubica el tiempo en la teoría de la relatividad como una cuarta dimensión. Actualmente, algunos físicos pretenden unificar la relatividad general y la mecánica cuántica y suscriben a la “teoría de cuerdas o súper cuerdas”. De acuerdo con ella, hay al menos diez dimensiones en el universo y once al incluir el tiempo. Esto es imposible de percibir para ningún ser humano, pero, sin embargo, los cálculos y ecuaciones correspondientes funcionan. Cada partícula subatómica del universo conforma una delgada cuerda que vibra y, sin duda, cada vez hay más dimensiones desconocidas. Científicamente, algunos físicos ya llegan a considerar más de veinte. Comparto la sorpresa al pensar junto a ustedes la teoría de cuerdas como redes imperceptibles que se enlazan, chocan, pliegan y despliegan. Cuando un niño, jugando, relaciona el sonido con una palabra de afecto y ella llama a otro, vibra, enlaza, ondulante, en red, una experiencia que, a su vez, está enredada en otras. ¿Cuántas dimensiones entran en juego al jugar? Los niños fehacientemente dramatizan la potencia de la red de cuerdas desconocidas de la infancia.

      A través del acontecimiento, el tiempo significante se encarna en el cuerpo. La textura temporal abre la historicidad. Es una grieta, una fisura abierta a la natalidad de lo nuevo. La infancia es la ocasión donde sucede lo impredecible del desconocimiento. Los niños aprehenden decididamente lo esencial: que el tiempo fluye y marca la finitud como límite final y posibilidad de inspiración. Se dan cuenta de que el acto de jugar es el lugar del pliegue, de la intuición y la pérdida. Nunca permite la plenitud.

      Nuestra función es abrir la oportunidad para que la ocasión historice el destino y, al hacerlo, en la traviesa red todo puede cambiar y fluir. Al constituir el espacio escénico del juego, los chicos “ganan” tiempo al perderlo en la repetición y la plasticidad simbólica que los vuelve a causar.

      Las peripecias del tiempo no están dadas por el decurso cronológico sino por la relación que se instruye en los entretiempos; en la ficción crea otra temporalidad, donde los niños

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