La dimensión desconocida de la infancia. Esteban Levin

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La dimensión desconocida de la infancia - Esteban Levin Conjunciones

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sesiones posteriores, la mamá de Agustín le pregunta cómo hace el perro, él responde: “Guau, guau” y, ante el sonido, me coloco en cuatro patas y empiezo a maullar con miedo: “Miau, miau”. Encarno el personaje gato; Agustín me mira, se ríe y empieza a perseguirme. Los dos en cuatro patas nos movemos por el consultorio como perro y gato. Luego de esta escena, él empieza a decir: “Auuu, auuu” y la mamá, que hasta ese momento estaba sentada, se incorpora, exclama: “¡Uyyy el lobo!” y sale corriendo para la cocina, Agustín va detrás y rápidamente la agarra, entonces ella dice “Ahora yo soy el lobo”; aprovecho para darle la mano a él y salimos corriendo, vamos para otra sala, esperamos agazapados, vemos qué pasa…

      Desde nuestro escondite, escuchamos ruidos y sonidos del lobo. Intuitivamente, de repente, comienzo a cantar: “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”. “Me estoy poniendo la camiseta”, responde la mamá (loba)… “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”…”Me estoy poniendo la zapatilla”. “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”… “Me estoy poniendo el sombrero”. “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”… “Aquí estoy ¡y los voy a comer!”, Agustín se ríe a carcajadas y empieza a correr junto a Esteban, ambos perseguidos por el lobo (la mamá). “Te voy a comer la pancita, ummm, ummm”. La experiencia escénica en la alteridad se repite una y otra vez.

      Agustín está jugando, la mamá y Esteban sostienen el “entredós” relacional, la espera, el silencio para ver qué hace el lobo, cómo se viste, qué le pasa y cuándo saldrá de su escondite para ir a atraparlos. Puede jugar al lobo, potencia la plasticidad que la representación propone. La mamá, feliz, le transmite a su hijo el placer de jugar; la palabra tiene textura, espacio y tiempo para dar vida a la imagen acústica, Agustín piensa en otra dimensión, aprehende el lenguaje como sujeto y no como copia-objeto.

      Al aprehender, los chicos se dividen y juegan el placer de hacer aquello que piensan. Salen del cuerpo (fuera de sí), hacen uso de la imagen corporal, pasan de un estado a otro y, en ese devenir, se dejan sentir por la deriva del sinsentido y juegan con aquello que aprehenden. Se transforman en personajes hormigas, vacas, patos, perros o lobos… para jugar con ellos.

      La infancia piensa en red con el cuerpo; se trata de un pensamiento impensado donde hace uso de lo corporal. Cuando no es así, se puede aprender “de memoria”, automática o conductualmente, a partir de un comportamiento adecuado al estímulo requerido; en ese aprendizaje, dudo mucho de que haya un sujeto y, mucho menos, un deseo encarnado en él (Deleuze, 2002, p. 251; Serrés, 2002 y Mannoni, 1973).

      El aprendizaje es un desdoblamiento en el que el niño rompe la inercia; en la revuelta recibe el impacto del desconocimiento y se reconoce como sujeto, nunca como un objeto propio del estimulador de turno. Para que ello no suceda, hay que relacionarse con el niño; al hacerlo, en el “entredós” se juega la experiencia dramática de un sujeto que desea aprehender. En ella lo esencial se juega en el intersticio, en el “entre” compartido, desconocido, para recrear el deseo de saber.

      El pensamiento es una experiencia rebelde y topológica en la que prima el afecto entretejido en la trama, que historiza el sentido de lo pensado. Es un tejido cuyas hebras traslucen el placer de lo enredado en la red deseante e indeterminada de un saber a componer, conjugar y construir junto con el niño. ¿Seremos capaces de transformarnos en tejedores de saberes no sabidos para aprehender lo que todavía no sabemos?

      En algunas sesiones, Agustín se retrae, vuelve la tensión y se sienta sobre la mamá, a upa. Es muy difícil modificar esta situación e imposible desprenderlos: ante el intento, se resiste. La escena tiende a completarse en esa actitud gestual- postural congelada. Por momentos parece inamovible; la sensación de frustración acrecienta el no saber que más puede hacerse. Ensayo diferentes alternativas: el títere, un nuevo juguete, una canción acorde a la ocasión, pero, sin embargo, no reacciona. Una densa desazón inunda el consultorio. ¿Qué hacer?

      La pobreza y parálisis de la experiencia acompañan esos instantes de vacilación y zozobra, en los que el tiempo y el espacio se aplanan en un punto y parecen achatarse hasta condensarse en inmovilidad del sufrimiento. Compartimos la angustia, el sinsabor del dolor y el no saber.

      Hace muchos años que atiendo a Rafa; la problemática neurometabólica que lo aqueja afecta fuertemente su desarrollo y estructuración subjetiva. En todos este tiempo, su evolución pasó de no hablar ni jugar a acceder a la representación y poder hacerlo, mediante el trabajo clínico y la integración educativa que mantuvimos hasta que pudo pasar a una escuela de recuperación.

      Muchas imágenes y recuerdos surgen cuando pienso en él y el proceso que Rafa generó durante todo este tiempo. En su nueva escolaridad puede comenzar a relacionarse con pares y a pertenecer por primera vez a una comunidad de aquellos que, como él, muchas veces son llamados discapacitados y, como tales, permanecen por fuera de cualquier lazo social.

      Después de un largo recorrido, Rafael es un joven de dieciocho años; con todos los avances y también dificultades, ha podido constituir diferentes niveles de pertenencia a la comunidad, representación simbólica y de pensamiento, que anteriormente no se vislumbraban.

      Algunas veces, cuando viene al consultorio, llega antes de su horario, deja todas sus cosas (mochila, útiles, vianda, etc.), mira con atención lo que pasa y, últimamente, quiere participar, ayudándome. Durante unos minutos se encuentra con Agustín.

      Cuando Rafa lo ve, pregunta si puede jugar con él. Agustín tira un autito por el tobogán, mira como rueda, lo vuelve a lanzar, una y otra vez repite el mismo gesto sin mucha convicción ni dramaticidad. Rafael toma el auto, lo devuelve y le explica cómo lanzarlo para que vaya más rápido. En ese cruce, los dos se miran y simultáneamente, esperan mi confirmación; sorprendido, exclamo: “¡Claro, si tiran los autos de esa forma, van más rápido y no se caen!”. Rafa, contento, le indica cómo hacerlo, pero como Agustín no le habla, me pregunta: “¿Por qué no habla?”. Le respondo: “Hablale, él te entiende; como cuando vos eras chiquito, de a poco, va a poder hablar”. Mientras tanto, Agustín, sonriente, espera la ayuda de Rafa, cuando él se la da, se ríen y con un movimiento los autos salen a toda velocidad.

      La escena dura uno minutos, ya que termina la hora de la sesión de Agustín; nos despedimos de él y la mamá, que contemplaba la escena, comenta: “Qué lindo juegan… ¿puede venir siempre Rafael un ratito a jugar con él?”. Le respondo: “Claro, pueden coincidir unos minutos y jugar juntos”.

      Durante varias semanas, el azar y el tiempo hacen que los breves encuentros entre Agustín y Rafael vuelvan a producirse. En cada uno de ellos comienza a tejerse entre ambos una red, postural, rítmica, con algunas palabras y sonidos que surgen, en función de la experiencia que ellos generan. Al verse, se saludan con alegría, chocan las manos con el puño cerrado en señal de saludo. De esta manera, continúan el juego que hacen o crean, en un tejido relacional y simbólico que enriquece el escenario compartido.

      Para Rafa y Agustín, la red anuda los encuentros entre ellos y multiplica sentidos insospechados. Rafael le propone esconderse para hacer una broma y asustarme. Le da la mano y se ocultan tras una puerta; entonces, empiezo a buscarlos y llamo a los dos. El silencio resuena en eco en procura de una demanda.

      Busco en la cocina, en el balcón y en otra sala; juego a no encontrarlos y, mientras tanto, ellos, cobijados en la ficción de la escena, juegan el artificio simbólicamente real de estar y no estar presentes. Entre los dos realizan la alianza que tal vez, si uno faltara, no podrían hacer. Se acompañan para poder jugar. La mamá de Agustín (que está presente a la espera, en otra sala) los ayuda a

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