Soledades. Liliana Kaufmann
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Ahora bien, reparemos en la cuestión de la soledad. Kanner considera la existencia en el niño, desde el principio, de una extrema y profunda soledad autista que domina toda su conducta y que es causa de que –siempre que le sea posible– desatienda, ignore y excluya todo lo que le venga de afuera. Podríamos decir que acuerda con que estas conductas se desencadenan debido a una incapacidad innata para desarrollar el contacto afectivo normal con las personas. Sin embargo, también observa en todos los casos de autismo la presencia de padres intelectuales y fríos afectivamente. Esta posición, en las primeras décadas del siglo XX, mediada por las teorías de los psicoanalistas influyentes de ese momento, conlleva la idea de que hay un trastorno provocado por la incapacidad de los padres de lograr una relación afectiva adecuada durante el período de crianza entre el hijo y ellos. Aun así, Kanner considera que las psicoterapias no son eficaces y que el único tratamiento posible es el educativo.
En síntesis, es posible advertir que la soledad del niño autista, según la perspectiva de Kanner, evoca una especie de muro impuesto principalmente por elementos innatos. Un muro que se levanta para impedir que se den las amarras emocionales con los objetos y personas del mundo exterior; que alberga a un sujeto que no puede compartir focos de atención, tampoco los motivos de sus afectos, ni sus deseos. Por esta razón, el motivo de la soledad recala en el corazón de las interacciones que promueven los vínculos humanos, y por el momento nada indica que incluya un terreno vivencial compartido.
Por lo tanto, si profundizamos en la lógica que nos propone Kanner, distinguiremos dos cuestiones fundamentales para comprender la esencia, tanto del caso de la soledad como del autismo mismo. Una es el punto en el que confluyen las descripciones que realiza del niño autista y sus padres: ambos se muestran distantes afectivamente. La relación que articula ambas descripciones nos introduce en la segunda cuestión, de la que podríamos decir que las ideas del autor no reflejan con precisión si el niño es vulnerable a desarrollar el autismo porque sus primeras experiencias afectivas son, en su mayor parte, producto de padres que se muestran distantes afectivamente con él, o si su autismo se trata más bien de una cuestión de herencia genética, y por eso el niño asume conductas semejantes a las de sus padres.
Entonces, la hipótesis de base que el autor propone sitúa una herencia de soledad que levanta una muralla infranqueable (por la inmutabilidad de lo genético). Y resulta todavía más importante subrayar que la soledad abarca un terreno vivencial más amplio, ya que incluye la soledad de los padres (transmitida genéticamente).
Pero avancemos un poco más sobre estas ideas. Cabe observar que, aun cuando padres e hijo se muestren recíprocamente distantes en lo afectivo, Kanner no considera las huellas de tanta indiferencia. En este sentido, podríamos presumir que la esencia de la soledad que Kanner atribuye al niño autista es compartida con la de sus padres cuando se supone que las acciones que ambos llevan a cabo no tienen una consecuencia en la conducta que el otro asume. En este punto, se puede advertir que las huellas teóricas que el autor deja tras sí parecen revelar que padres e hijo, recíprocamente, se sienten invisibles a los ojos del otro. Y que ese podría ser el motivo de su soledad.
El psicoanálisis y la soledad del autista
La palabra autista o autismo proviene del griego autos,
que significa “sí mismo”.
Es la isla que nadie habita, el lugar de la obsesión circular, del que no hay salida. Todo ostenta la muerte.
Es un lugar del alma.
CALASSO (1990: 23)
Muchos autores abordan el tema del autismo desde un enfoque psicoanalítico. Sin embargo, en este recorrido parcial e introductorio solo revisaremos aquellos que dejaron las primeras huellas sobre las cuales podemos explorar nuevas peculiaridades del mito de la “atrincherada soledad del autista” descrito por Kanner.
Comencemos con Donald Meltzer (1975), quien concibe la patología como una enfermedad mental provocada por factores biológicos, “intrínsecos del niño”. De todas maneras, plantea que, producto de un inadecuado vínculo con su madre, el niño desencadena una serie de fenómenos defensivos para protegerse de la angustia que esto le provoca. Cuando se refiere a los fenómenos defensivos apela al concepto de desmantelamiento.
El desmantelamiento significa la paralización de la vida mental, es una inhibición del pensamiento y de su cualidad significativa, que reduce las experiencias sensoriales al nivel de hechos neurofisiológicos o simples eventos desconectados entre sí y quitándoles significado.
Por esta causa, es posible advertir que Meltzer atribuye un funcionamiento de la mente autista semejante al que describe Meyrink a través de la voz del personaje central de su novela. Reparemos en ello releyendo ciertas citas de la obra.
Mi piel, mis músculos, mi cuerpo recordaron de pronto, sin que mi cerebro lo advirtiera. Comenzaron a hacer movimientos que yo no deseaba ni preveía, como si mis miembros hubieran dejado de pertenecerme (Meyrink, 2003: 30).
Las ideas se perseguían en mi mente hasta el punto de que yo mismo apenas comprendía lo que decía mi boca: ideas fantásticas que se desintegraban apenas nacían (ibíd.: 82).
Por otra parte, las ideas de Meltzer coinciden con las de Tustin (1994), quien también hace referencia a fenómenos defensivos para explicar el aislamiento del niño autista. En contraste con el desmantelamiento, la autora propone el concepto de encapsulamiento. Su punto de vista es que los niños recurren a reacciones de evitación3 y congelamiento psíquico, y así se aíslan a sí mismos en una cápsula autística para protegerse contra intercambios inadecuados con la madre. A ello se suma que “los niños autistas son ‘desafortunados niños’ que por esconder en su interior unas heridas permanentes e intensamente dolorosas y sensibles, se acorazan con una armadura casi infranqueable que les permite escudarse del intolerable, hostil e intrusivo mundo de los estímulos” (1993: 117).
¿No es este, acaso, el escenario que plantea Meyrink en su novela? Recordemos cómo, en El Golem, hace hablar a su protagonista:
Es el terror que se engendra en sí mismo, el horror paralizante del no ser inasible que no tiene forma y roe las fronteras de nuestro pensamiento (Meyrink, 2003: 126).
También, cuando Tustin se refiere a los niños “autistas encapsulados” o con “cascarón”, y repara en lo que los padres dicen de ellos señalando que están metidos como en un cascarón y que pareciera que no pueden escucharlos ni verlos, podemos reconocer las impresiones que causa el mitológico personaje Golem en los demás:
Ya sabía cómo era el extraño [...] pero su imagen, la que yo había visto frente a mí, seguía sin poder representármela [...]. Es como un negativo, un molde hueco e invisible, cuyas líneas no puedo distinguir, en el que debo deslizarme si mi propio yo quiere tomar conciencia de su forma y de su expresión (Meyrink, 2003: 31).
Como elementos de aislamiento la autora denomina figuras autistas a las sensaciones corporales que son exclusivamente táctiles (por ejemplo movimientos de la lengua), y objetos autistas a un cochecito duro, un retazo de tela, entre otros. Ambos elementos cumplen con mantener a los pequeños autistas en su encierro.
Desde