Un secreto desvelado. Moyra Tarling

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Un secreto desvelado - Moyra Tarling Julia

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se puso en pie.

      —Gracias por el café.

      Spencer se apartó del mostrador.

      —Sígueme, por favor.

      Maura mantuvo la sonrisa y salió de la cocina con Spencer. En silencio, él la condujo escaleras arriba.

      —Esta casa es preciosa —comentó Maura—. ¿Has vivido aquí siempre?

      —Sí —respondió él—. El rancho Blue Diamond lleva varias generaciones en nuestra familia.

      —¿Y los ranchos de los vecinos también son de cría de caballos? —preguntó ella.

      —No —contestó Spencer, pero no dio más explicaciones, para desilusión de Maura.

      Resistió la tentación de hacerle algunas preguntas sobre Walnut Grove.

      Cuando terminaron de subir las escaleras, Spencer giró a la izquierda. A mitad de camino del pasillo, se detuvo.

      —Tu habitación tiene baño privado —le informó él mientras abría la puerta.

      —Gracias.

      Maura fue a cruzar el umbral, pero Spencer la detuvo.

      —¿Conoces a Michael Carson? —preguntó él súbitamente.

      Maura oyó cierta nota de tensión en la voz de él. Con cuidado de mantener una expresión neutral, le miró a los ojos.

      —No, no tengo ese placer —respondió ella honestamente, ignorando la tensión que le producían los dedos de él en su chaqueta vaquera.

      Spencer le mantuvo la mirada durante unos momentos que a ella le parecieron una eternidad. Buscaba algo en su rostro, pero… ¿qué? Maura no lo sabía.

      —Está bien, te veré en la cena —dijo él antes de darse media vuelta y alejarse.

      Maura entró en la alfombrada habitación y cerró la puerta. Se apoyó en ella y, tras varias inhalaciones profundas, esperó a que el corazón volviera a latirle a un ritmo normal.

      Volvió a pensar en su padre y en el hecho de que quizá no tuviera que esperar mucho para verlo. Si Michael Carson era amigo íntimo de la familia Diamond, lo más seguro era que se pasara a hacerles una visita.

      El pulso de Maura volvió a acelerarse al pensar en el posible encuentro con su padre, el hombre cuya existencia había ignorado hasta hacía un mes.

      No le sorprendía que hubiera estado casado, pero el hecho de que ahora estuviese viudo simplificaba algo las cosas. Había ido a California obedeciendo un impulso, pero no tenía intención de crearle problemas.

      Inquieta, se acercó a la puerta de doble hoja que daba a un balcón. Abrió la puerta y salió fuera.

      El sol ya se había puesto, pero aún quedaba un tinte rosa en el cielo acompañando a las primeras estrellas. Había refrescado y la brisa le revolvió el cabello. Maura suspiró, agradeciendo la caricia del aire que le ayudó a calmar los nervios.

      No por primera vez, deseó haber encontrado una fotografía de Michael Carson entre los objetos personales de su madre; sin embargo, el diario y la carta era todo lo que había.

      Tendría que ser paciente. Era una suerte que su padre volviera en ese momento del crucero.

      Al morir de cáncer un año atrás, su madre la había dejado sin familia: ni hermanos, ni tíos, ni primos ni abuelos. Aunque su madre se casó con Brian O’Sullivan cuando Maura tenía tres años, el matrimonio no tuvo hijos.

      Maura se había preguntado con frecuencia por qué su madre se casó con Brian; quien, bajo la insistencia de su madre, había acabado por adoptar a Maura. Pero su sueño de formar parte de una verdadera familia, de tener un padre que la quisiera incondicionalmente, pronto se vio truncado.

      Para Brian O’Sullivan, ella era la hija de otro hombre, y la ignoró la mayor parte del tiempo. Su tendencia a la bebida le transformó en un hombre irascible y difícil de tratar, y Maura aprendió pronto que lo mejor era mantenerse apartada de su camino.

      El matrimonio duró tres años. Su madre, cansada del alcoholismo y los insultos de su marido, solicitó el divorcio. Deshacerse de él fue un alivio para Maura; sin embargo, la negativa presencia de Brian solo consiguió aumentar su deseo de tener un verdadero padre.

      Le preguntó a su madre sobre él, pero ésta le dejó claro que el tema era tabú. Aunque sabía que su madre la quería, Maura siempre tuvo la impresión de ser una carga para ella. Por ese motivo, toda la vida había sentido envidia de sus amigas, con padres cariñosos y siempre dispuestos a ayudarlas en lo que necesitaran.

      Enterarse de la existencia de su padre y de que vivía en California la había conmovido, y se dio cuenta de que no descansaría hasta no verle cara a cara y preguntarle por qué les había dado la espalda a ella y a su madre.

      Necesitaba saberlo. Se merecía saberlo.

      Maura volvió a entrar en el cuarto y se fijó en la bonita decoración. El suelo estaba cubierto con una moqueta color crema; el mobiliario, de madera de caoba, consistía en una cómoda, dos mesillas de noche haciendo juego y una preciosa cama doble con cabecero de madera tallada.

      La colcha le recordó a Maura un campo de flores silvestres; y las paredes, pintadas color albaricoque claro, añadían frescura al ambiente.

      Se acercó a la maleta, la puso encima de la cama y comenzó a deshacerla.

      Spencer estaba en la barra de bar del cuarto de estar sirviéndose una copa de whisky. Sus padres estaban en la cocina, terminando de preparar la cena.

      Diez años atrás, su padre había dejado en sus manos las riendas del rancho. Desde entonces, su padre encontraba un gran placer en merodear por la cocina.

      Durante la infancia y adolescencia de él y su hermana, su madre tenía cocinera; y una vez que se marcharon de casa para ir a estudiar a la universidad, su madre no tuvo valor para despedir a la señora B. La señora B enseñó a su nuevo alumno, Elliot Diamond, todo lo que sabía; entre tanto, la madre de Spencer había animado a su marido en su nueva carrera.

      Spencer sonrió. Después de más de cuarenta años de matrimonio, sus padres seguían muy enamorados y disfrutaban de su mutua compañía. Y cuando Spencer se casó con Lucy, creyó que su matrimonio sería igualmente duradero.

      Se había equivocado. Su matrimonio fue un desastre en el que sus sueños frustrados le dejaron en un mar de dolor y amargura.

      Un leve sonido llamó su atención; al volverse, vio a Maura, a la entrada del cuarto de estar, con una blusa color crema y una falda multicolor que le llegaba a los tobillos. Su cabello rojizo estaba recogido en un moño en la nuca.

      —Entra —invitó él; consciente, una vez más, de lo mucho que esa mujer le atraía—. ¿Te apetece una copa?

      Le gustaba más con el cabello suelto, como lo llevaba cuando la conoció. Tuvo que resistir la tentación de quitarle las horquillas.

      —Sí, gracias, agua mineral

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