Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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evidente que sería un loco.

      —Sería muy mala política, en vez de atraer a la persona que se ama, espantarla con palabras y canciones. ¿Qué dices a esto?

      —Que ésa es mi opinión.

      —Procura, pues, Hipótales, no exponerte a semejante desgracia con toda tu poesía. No creo que tengas por buen poeta a aquel que solo hubiera conseguido con sus versos perjudicarse a sí mismo.

      —No, ¡por Zeus! —exclamó—; ésa sería una gran locura. Por otra parte, Sócrates, yo estoy de acuerdo contigo en todo lo que has dicho, y si tienes algún otro consejo que darme, lo tomaré con gusto, cual conviene a un hombre que se propone hablar y obrar, para salir airoso en sus amores.

      —Eso no es difícil —le respondí—, pero si pudieras conseguir que tu querido Lisis conversara conmigo, quizá podría darte un ejemplo de la clase de conversación que deberías tener con él, en lugar de esas piezas y esos himnos que dicen que le diriges.

      —Nada más fácil; no tienes más que entrar allí con Ctesipo, sentarte y ponerte a conversar; y como se celebra hoy la fiesta de Hermes,[2] y los jóvenes y los adultos se reúnen todos en ese sitio, no dejará Lisis de acercarse a ti. Si no, Lisis está muy ligado con Ctesipo por medio de su primo Menéxeno, que es su compañero favorito, y si de suyo no lo Lace, Menéxeno le llamará.

      —Así será —dije yo, y en el acto entré en la palestra con Ctesipo, entrando todos los demás detrás de nosotros.

      Cuando llegamos, la función había terminado, y encontramos allí los jóvenes que habían asistido al sacrificio,[3] todos con trajes de fiesta y jugando a la taba. Los más estaban entregados a sus juegos en el atrio exterior; unos jugaban a pares y nones en un rincón del cuarto del vestuario con gran número de tabas, que sacaban de unos cestillos; y otros, manteniéndose en pie alrededor de ellos, hacían el papel de espectadores. Entre los primeros estaba Lisis, de pie, en medio de jóvenes de todas edades, con su corona en la cabeza, y dejaba ver en su semblante la belleza asociada a cierto aire de virtud. Nosotros fuimos a colocarnos frente a aquel punto, donde había algunos asientos, y nos pusimos a hablar unos con otros. Lisis, volviendo la cabeza, dirigía muchas veces sus miradas hacia nosotros, y era evidente que deseaba aproximarse, pero por timidez no se atrevía a hacerlo solo; cuando Menéxeno entró, retozando, desde el atrio al local donde nosotros estábamos, y viéndonos a Ctesipo y a mí, se aproximó para sentarse con nosotros. Lisis, conociendo su intención, le siguió, y se colocó a su lado, y los demás concurrieron igualmente. Hipótales, advirtiendo entonces que el grupo en torno nuestro engrosaba, vino a su vez a ocultarse detrás de los otros, puesto de pie y colocado de manera que no pudiese ser visto por Lisis por temor de serle importuno. En esta actitud escuchó nuestra conversación.

      Me dirigí a Menéxeno, y le dije:

      —Hijo de Demofón, ¿cuál de vosotros dos es de más edad?

      —No estamos de acuerdo en este punto —dijo.

      —¿Disputáis también acerca de cuál es el más noble?

      —Sí, ciertamente.

      —¿También disputaréis sobre cuál es el más hermoso?

      Ambos se echaron a reír.

      —No os preguntaré —repliqué yo— cuál de los dos es más rico, porque sois amigos; ¿no es así?

      —Sí —dijeron ambos.

      —Y entre amigos se dice que todos los bienes son comunes, de suerte que no hay ninguna diferencia entre vosotros, si realmente sois amigos, como decís.

      Acto continuo iba a preguntarle cuál era el más justo y el más sabio; pero llegó uno, que obligó a Menéxeno a marcharse, so pretexto de que el maestro de palestra le llamaba, porque creo que estaba encargado de la vigilancia del sacrificio. Luego que se retiró Menéxeno,[4] me dirigí a Lisis.

      —Dime, Lisis, tu padre y tu madre te quieren mucho; ¿no es así?

      —Mucho —me dijo.

      —Por consiguiente, ¿querrán hacerte lo más feliz del mundo?

      —¿Puede ser otra cosa?

      —Y ¿consideras dichoso al que es esclavo y no es libre de hacer lo que quiere?

      —No, ¡por Zeus!, no es dichoso.

      —Entonces tu padre y tu madre, si te aman verdaderamente y quieren tu felicidad, deben hacer los mayores esfuerzos para hacerte dichoso.

      —Es claro.

      —¿Te dejan, pues, hacer todo lo que quieres, sin regañarte nunca, ni impedirte obrar a tu capricho?

      —¡Por Zeus!, sucede todo lo contrario; me impiden hacer muchas cosas, Sócrates.

      —¿Cómo así? ¿Quieren que seas dichoso, y te impiden hacer tu voluntad? Dime; ¿si quisieses montar en uno de los carros de tu padre, y tomar las riendas cuando hay alguna lucha, te lo permitiría tu padre o te lo prohibiría?

      —Ciertamente que no me lo permitiría.

      —Y ¿a quién lo encomienda?

      —Hay un conductor que recibe por esto un salario de mi padre.

      —¿Qué dices?, ¿permite a un mercenario mejor que a ti hacer lo que quiere de los caballos, y le da además un salario?

      —¿Por qué no? —dijo.

      —¿Pero se te permite conducir la yunta de mulas y castigarlas con el látigo cuando te acomode?

      —¿Cómo quieres que se me permita eso?

      —Entonces nadie puede castigarlas.

      —Sí, verdaderamente —dijo—; el mulatero puede hacerlo.

      —¿Es libre o esclavo?

      —Esclavo.

      —Tus padres, a lo que veo, hacen más caso de un esclavo que de ti, que eres su hijo, puesto que le confían, con preferencia a ti, lo que les pertenece, y le permiten hacer lo que quiere en el acto mismo que te lo prohíben a ti. Pero dime aún; ¿te dejan en libertad de conducirte por ti mismo?

      —¿Cómo me lo habían de permitir?

      —¿Pues quién te guía?

      —Mi pedagogo, que ahí está.

      —¿Es esclavo?

      —Sí, y propiedad nuestra.

      —Vaya una cosa singular —dije yo—: ¡ser libre y verse gobernado por un esclavo! ¿Qué hace tu pedagogo para gobernarte?

      —Me lleva a casa del maestro.

      —Y tus maestros ¿mandan sobre ti igualmente?

      —Sí, y mucho.

      —¡Vaya un hombre rodeado de maestros y pedagogos por

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