El significado del dolor. Nick Potter
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HISTORIA CLÍNICA: MAGGIE
A lo largo de este libro, ilustraré los puntos que estoy explicando con las historias de pacientes reales. Te platicaré un poco sobre sus antecedentes y por qué acudieron a mi clínica, y trataré de mostrarte cómo casi todos mejoraron al entender y superar su dolor. Naturalmente, he cambiado nombres y detalles personales para preservar la confidencialidad de los pacientes, pero los ejemplos que presento son reales.
Comencemos con Maggie, una paciente que tenía 65 años la primera vez que visitó mi clínica. Maggie era una mujer inteligente que ocupaba un puesto administrativo de alto nivel en un gran hospital antes de retirarse. Vivía sola desde que enviudó.
Vino a verme seis meses después de haberse fracturado la rodilla izquierda al resbalarse en la nieve invernal. La fractura atravesó la articulación, donde el hueso de la parte inferior de la pierna soporta toda la carga de la rodilla. La fractura no estaba desplazada, por lo que en el hospital permitieron que sanara sin recurrir a una cirugía. Sin embargo, debido a una falta de comunicación entre los médicos que la trataban, Maggie permaneció mucho tiempo con la pierna inmovilizada. Ahora experimentaba mucho dolor y requería usar una muleta. Sentía que el dolor se extendía hacia arriba desde su costado izquierdo en dirección a la espalda y el cuello. Antes de su alta, tampoco recibió suficiente fisioterapia.
Para cuando fue a verme, tenía miedo de salir e imaginaba un futuro sombrío lleno de dolor y soledad. Sentía cómo el “perro negro de la depresión” comenzaba a apoderarse de ella. Hasta antes de su accidente, ella amaba viajar —acababa de visitar Nueva Zelanda— y había enfrentado todo lo que el mundo le presentaba sin miedo. Pero ahora eso le había sido arrebatado y, para colmo de males, cada vez veía menos a sus compañeros de viaje mientras ellos continuaban disfrutando la vida.
A partir de la fractura inicial, disminuyó su actividad física y perdió masa y tono muscular, así como su capacidad para mantener el equilibrio, algo de particular importancia para las personas mayores de 65 años. En su estado altamente debilitado, la evolución más probable sería una nueva caída que le provocaría una fractura de cadera o peor. De guardar cama, sería más propensa a contraer una infección pulmonar o renal que podría ser fatal. Mucho me temía que el dolor de Maggie acabaría por matarla, a menos que lográramos mejorar su situación a nivel físico y psicológico.
La respuesta se hallaba en trabajar con todos los elementos del dolor de Maggie —biológicos, sociales y psicológicos. Mi primera tarea fue convencerla de que estábamos a sus órdenes y que debía contactarnos en caso de tener alguna crisis. Constantemente le preocupaba caerse cuando salía a la tienda. Extrañaba a su esposo terriblemente. Hablamos sobre cómo él con seguridad querría que ella saliera adelante. También acordamos que cumpliría la meta —bastante realista, por cierto— de salir de vacaciones dentro de un año, puesto que era su pasión. El simple hecho de comprometerse con esto mejoró ligeramente su estado de ánimo. Le expliqué que, a pesar de lo que sentía —la expansión y el agravamiento del dolor—, la lesión inicial, sin considerar cuán dolorosa era y lo mal que había sido tratada, había sanado en los seis meses previos. Eso es lo que hacen los huesos y tejidos sin ninguna ayuda. Esta promesa tranquilizadora, junto con la movilización suave de su pierna, le dio la confianza de poner más peso sobre la misma casi al instante.
Pero a lo que se enfrentaba era al procesamiento arriba-abajo de la neurofirma formada en su cerebro alrededor de la lesión y el dolor continuo resultante. Los “nodos” de la experiencia del dolor eran múltiples. Primero, de tipo psicológico, manifestados en forma de enojo por haber recibido un tratamiento deficiente y ser abandonada a su suerte; miedo a lo que traería el futuro y a ser incapaz de moverse sin experimentar dolor; pérdida de sus amistades, a quienes su condición parecía no importarles, y de su esposo, quien habría cuidado de ella, asumido el control y sabido qué hacer. Estaba resentida con su rodilla inflamada y la veía como una deformación de su cuerpo. Se rehusaba a moverla, porque a sus ojos estaba rota y torcida. Segundo, de tipo social: estaba distanciada de su hermano, era demasiado orgullosa como para pedirle ayuda y sus amigos habían dejado de llamarla. Vivía en un conjunto de departamentos de gran altura donde el elevador no siempre funcionaba. Su casero había sido poco solidario. Y tercero, de tipo biológico: aún tenía algo de inflamación en la rodilla debido a la inactividad y mala circulación. Los tejidos estaban tensos y doloridos y los músculos desgastados. Si pensaba en ellos, cualquiera de esos factores reavivaba su dolor.
Hubo un cambio en Maggie y su dolor de rodilla a partir de la primera consulta. La examinación y movilización manual permitieron la realización de nuevos movimientos libres de dolor. También le curaron su dolor de espalda, el cual se había desarrollado para compensar su doloroso andar. Requeriría de unas cuantas sesiones más para incrementar su movilidad. Pero ahora Maggie sabía cuáles eran sus objetivos y la estrategia que debía emplear para conseguirlos. Estaba armada con una variedad de ejercicios, graduados y regulados, y el alivio adecuado para su dolor que le permitiría seguir adelante y dejar de temerle al movimiento. Debía inscribirse en un gimnasio porque eventualmente requeriría hacer pesas para fortalecer sus músculos. Lo que es aún más importante: tenía una visión más clara de lo que sucedía, tras haberle explicado cuál era el origen de su dolor y que esto no implicaba ningún “daño”.
Me complace reportar que Maggie contactó a sus amigos, quienes se entristecieron al saber que ella había sufrido tanto tiempo en silencio, y juntos reservaron un viaje a Chile.
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