Solo si me amas. Anna Cleary
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Aparentaba unos treinta y tres o treinta cuatro años. Quizás ese hombre era su sobrino o su primo…
–¿Es usted Ariadne Giorgias? –preguntó él tras detenerse a pocos metros de ella.
Tenía una voz grave y hermosa, pero fueron los ojos los que la cautivaron, de color marrón chocolate bordeados por oscuras pestañas, resultaban hechizantes. Esos ojos la miraron de pies a cabeza con frialdad. Era evidente que estaba calibrando si sus pechos, piernas y caderas merecían el precio.
–Sí, soy Ariadne Giorgias –asintió ella sonrojándose de ira y humillación–. ¿Y usted es…?
La rigidez en el tono de la joven confirmó las expectativas de Sebastian. La señorita Ariadne Giorgias, de la dinastía naviera Giorgias, y posible esposa suya, era tan rica como malcriada. A pesar de la irritación que sentía por la trampa en la que se había metido, estudió con curiosidad el rostro de esa mujer que podría terminar siendo su esposa.
Y aunque ese rostro no tenía nada que ver con su ideal de belleza femenina, debía admitir que guardaba cierta simetría. Tenía una piel suave, casi translúcida, y unos impresionantes ojos azules. Los labios carnosos resultaban especialmente tentadores, dulces. Una mezcla de inocencia y sensualidad. La boca de una sirena.
Podría haber sido peor. Cuando un hombre era chantajeado para casarse, lo menos que podía esperar era que la mujer resultara mínimamente presentable.
Tenía los cabellos de un color rubio ceniza, más claros que en la foto que había enviado el magnate. Para alguien que admirara esa clase de belleza, resultaba casi hermosa. Era algo más baja de lo que había esperado, aunque los vaqueros y la chaqueta de diseño revelaban que era delgada. El pecho era bonito y la cintura tan fina que podría abarcarla con una mano. Iba bien vestida, sin exagerar. Las joyas eran escasas, aunque de alta gama.
Fue consciente de que el pulso se le aceleraba y concluyó que era atractiva gracias a esos preciosos ojos. Estaba pálida, seguramente a causa de los nervios.
Debería estar nerviosa. Y más que iba a estar cuando comprendiera la clase de hombre que había tenido la osadía de intentar incorporar a sus posesiones.
–Sebastian Nikosto –se presentó al fin mientras le ofrecía una mano.
Ariadne no hizo el menor movimiento. Jamás tocaría a ese hombre. No si podía evitarlo.
–Su tío dispuso que nos conociésemos y que yo le enseñase Sídney –Sebastian arqueó las cejas, señal de que había captado el sutil rechazo.
–Entiendo –susurró ella–. ¿De modo que era usted quien debía ir a buscarme al aeropuerto?
–Me disculpo por no haber podido acudir. El martes siempre es un día muy ocupado en el trabajo y me temo que me vi atrapado –sonrió–. Supuse que tendría experiencia en esta clase de cosas –la voz, a fuerza de ser suave, resultaba cortante–. Y aquí está. Sana y salva.
¿A qué cosas se refería? Ariadne se preguntó qué habría oído ese hombre sobre ella. ¿Había llegado hasta esa parte del mundo la noticia de su fracasada boda? «Experiencia» no era una palabra inocua. ¿Había dado por hecho que se trataba de una chica fácil con la que se podía comerciar como si de ganado se tratara?
–No se preocupe –fingió quitarle importancia.
Pensó en la mañana que había pasado esperando a que alguien fuera a buscarla al aeropuerto, el miedo y la agonía, y la indecisión tras ser engañada para subir a ese avión. Había rezado para que, en contra de todas las probabilidades, lo hubiera entendido mal y que algún miembro de la familia Nikosto la estuviera esperando con los brazos abiertos para invitarla a su cálido hogar. Había dudado entre dirigirse al hotel o huir a algún lugar seguro. Salvo que no conocía ningún lugar seguro allí.
El único y vago conocimiento que tenía de Australia, aparte de los recuerdos del hogar de sus padres y la escuela infantil, era la casa junto a la playa a la que le habían llevado para conocer a una pariente lejana de su madre. Pero no sería capaz de recordar dónde estaba.
Ni siquiera le servía como disculpa. ¿Tanto le habría costado interrumpir el diseño de uno de sus satélites, o lo que fuera que diseñara? ¿Acaso esperaba que la novia que había encargado se entregara ella misma a domicilio?
–Siento mucho haberle alejado de su trabajo –continuó ella en un tono edulcorado–. Quizás hubiera preferido retrasar este encuentro.
–En absoluto, señorita Giorgias –él enarcó una ceja–. Estoy encantado de conocerla.
El tono suave no consiguió ocultar el muro de hielo envuelto en el elegante traje azul marino y camisa azul celeste, unos colores que le acentuaban el bronceado de la piel y el color negro de los cabellos.
Y de repente, como si el hielo hubiera despertado al macho, los ojos oscuros emitieron un fugaz destello y se detuvieron en la sensual boca unos segundos más de lo necesario.
Ariadne se apartó ligeramente, furiosa con la reacción de su propio cuerpo ante la inquietante atmósfera que rodeaba a ese hombre. Sin duda era un amasijo de testosterona.
–No sé muy bien qué le contó mi tío, señor Nikosto, pero estoy aquí de vacaciones. Nada más.
Sebastian la observó con expresión indescifrable antes de dinamitar cualquier pretensión de inocencia que ella pudiera intentar introducir en la situación.
–Yo pensaba que Pericles Giorgias podría comprarle a su sobrina un marido en cualquiera de las grandes casas de Europa, señorita Giorgias –de nuevo su mirada recorrió el cuerpo de la joven, dejando patente lo deseable que le resultaba–. Me sorprende haber recibido tamaño… honor. Y, por supuesto, también me siento halagado.
Sin embargo, el destello de los ojos marrones no tenía nada que ver con el honor o el halago. Ese hombre estaba enfadado. ¿Tanto le había decepcionado? No es que quisiera que la deseara, pero el insulto le hirió en lo más profundo.
–Lo que a mí me sorprende es que un hombre como usted pueda ser comprado –bromeó ella, aunque con voz temblorosa.
–Será mejor que sepa qué ha comprado, señorita Giorgias –Sebastian la taladró con la mirada–. Explíqueme qué tiene pensado hacer conmigo en cuanto me tenga atrapado.
Ariadne intentó suprimir la imagen de ese cuerpo desnudo en una enorme cama, con ella entre sus brazos. Pero no lo haría, y era imposible que él pretendiera…
¿Qué le había prometido su tío? Rebuscó en su mente algo que minimizara el ultraje cometido contra su independencia.
–Mi tío organizó estas vacaciones simplemente para que pudiésemos conocernos. Nada más. Para ver si había alguna posibilidad de… –sintió las mejillas arder hasta las orejas y se enfureció ante su propia debilidad–. No hay nada más.
–Claro, por supuesto –los finos labios se curvaron en un gesto de incredulidad–. Pero intente comprenderlo, señorita Giorgias. Soy un tipo serio. No soy un famoso piloto de carreras o un príncipe con tiempo de sobra para dedicarlo a entretenerla