Solo si me amas. Anna Cleary

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Solo si me amas - Anna Cleary Jazmín Noche De Bodas

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frío y antipático que no pudo reprimir el estallido emocional.

      De inmediato comprobó el impacto provocado por sus palabras. La oscura mirada le provocó un estremecimiento por todo el cuerpo.

      Por primera vez Sebastian se fijó en las oscuras sombras bajo los ojos azules, en el rápido y fuerte pulso que le latía en el delicado cuello. Con una repentina sacudida en el pecho se vio a sí mismo, un bruto, manteniendo a raya a una delicada criatura.

      Una criatura con sensibilidad, nervios y ansiedades. Con unos deliciosos pechos. Una criatura que pronto podría ser suya.

      Si firmaba el contrato.

      Los labios le temblaron y, en contra de su voluntad, en contra de todas las probabilidades, la sangre comenzó a hervirle. ¡Demonios, qué boca tan deseable, y cómo le gustaría besarla!

      Ariadne sintió cambiar la tensión que emanaba del atlético cuerpo. El hombre se acercó a ella y pudo percibir el agradable aroma de una colonia masculina. Sus receptores sexuales se pusieron repentinamente en alerta. Debajo de la camisa azul latía un corazón rodeado de carne, sangre y potentes músculos.

      –Sebastian, por favor –sugirió él–. Escucha, eh, Ariadne. ¿Puedo llamarte Ariadne?

      Ella se encogió de hombros.

      –Sea cual sea el aparente motivo de tu estancia aquí, he accedido a desempeñar mi papel. A no ser que prefieras anularlo todo –su expresión se tornó repentinamente seria.

      Se trataba de un ultimátum, y el corazón de Ariadne falló un latido. ¿Qué pasaría si telefoneaba a su tío para informarle de lo poco colaboradora que se estaba mostrando? Después del truco del avión, no contaba con su tío para solucionar el embrollo. Y de repente se le ocurrió que la equivocación en la reserva del hotel podía no serlo tanto. Con el dinero limitado, e incapaz de pagar las treinta noches en ese hotel, quizás se viera obligada a suplicar la generosidad de ese hombre.

      Y comprendió desolada que quizás era lo que habían planeado desde un principio. Las palabras de su tío regresaron a su mente con aterradora claridad.

      –Los Nikosto son buena gente –había asegurado Peri Giorgias cuando ella aún no tenía ni idea de lo que tramaba–. Te cuidarán bien. Me figuro que en nada de tiempo te sacarán de ese hotel para instalarte en la villa de la familia.

      La villa de la familia Nikosto. Sin embargo, no era la familia Nikosto la que tenía ante ella. Era un miembro furioso y frío de la familia Nikosto.

      Hasta que pudiera hablar de nuevo con sus tíos, lo más inteligente sería seguirle el juego.

      –No, no –miró fijamente a Sebastian–. Agradezco tu… amabilidad –la voz se le quebró.

      Sebastian entornó los ojos y las mejillas se le sonrojaron ligeramente.

      –Muy bien –contestó con brusquedad–. ¿Cenamos esta noche? Te recogeré a las siete –los ojos se posaron de nuevo en los carnosos labios–. Alguna vez habrá que empezar.

      Ariadne caminó de un lado a otro del salón de la suite. La estratagema de su tío la había colocado en una situación imposible. ¿Qué le habían ofrecido a ese hombre por casarse con ella? Se sentía avergonzada. Avergonzada de su tío y de sí misma y el lío en el que se había metido al creerse enamorada de ese embaucador, Demetri Spiros.

      No se atrevió a imaginarse qué sucedería si Sebastian Nikosto averiguaba lo de la boda.

      –No habrá un solo hombre en toda Grecia que quiera tocarte ahora –había dicho su tío.

      Pero hasta su tío comprendería que, si alguna vez conseguía casarse con alguien, aunque ese alguien estuviera comprado, tendría que ser informado del escándalo.

      «Por si no lo sabe, algunas personas trabajamos», las palabras de Sebastian regresaron a su mente, como si diera por hecho que carecía de profesión. ¿Esa impresión causaba?

      La próxima vez que lo viera le explicaría la clase de mujer que era y que, ni por un segundo, podía pensar que alguna vez estaría disponible para él.

      Superada la furia inicial, se sentó en la cama y se obligó a razonar. En Atenas era de día. Su tío estaría camino del trabajo y su tía dedicada a su aseo personal, o dándole instrucciones a la asistenta. Tía Leni era una mujer afectuosa y fácil de tratar, y por eso su colaboración en el engaño le había impactado tanto.

      Se cubrió el rostro con las manos, incapaz de aceptar lo sucedido. ¿Lo habían hecho para castigarla? Había creído ciegamente en su bondad. Tras el accidente, cuando ella contaba siete años, la habían llevado con ellos a Naxos. Aunque mayores que sus padres, sus tíos habían hecho todo lo posible por reemplazarlos. A su anticuada manera, la habían amado, protegido hasta hacerle sentirse realmente agobiada al cumplir los dieciocho años.

      ¿Cómo no había visto la verdadera razón de esas vacaciones? ¿Cuándo la había animado el tío Peri a salir de Grecia sin ellos? Cada paso que había dado desde los siete años lo había dado bajo su estricta supervisión, como si fuera la persona más valiosa del planeta.

      Incluso durante la época del internado en Inglaterra, la tía Leni, o el tío Pericles, iban a buscarla cada fin de semana o en vacaciones. Después de que hubiera regresado a Atenas para estudiar en la universidad, había sabido que uno de los jardineros del internado era un guardaespaldas.

      Resultaba irónico. Había sido su más preciada joya, pero desde que los había defraudado y provocado el escándalo había perdido su brillo. En su mente tradicional, seguían pensando que el honor de una familia residía, en gran parte, en los matrimonios de los hijos, y en los nietos de los que pudieran presumir.

      Sus tíos nunca habían dejado de lamentar la falta de hijos propios y habían puesto todas sus esperanzas en su hija adoptiva.

      –Te gustarán los Nikosto –le había insistido el tío Peri–. Son buena gente. Te cuidarán bien. Mi padre y el viejo Sebastian se reunían en la taberna cada noche, y así durante cincuenta años. Eran los mejores amigos.

      –Te hará mucho bien, toula –la tía Leni la había abrazado con fuerza–. Ya era hora de que visitaras tu país.

      –Yo creía que mi país era Grecia.

      –Y lo es, pero es importante que veas la tierra en que naciste. Admítelo, has perdido el trabajo, has perdido tu apartamento, la gente murmura sobre ti. Necesitas un respiro.

      En realidad eran ellos los que necesitaban el respiro. Un respiro de su presencia, de la vergüenza que había arrojado sobre ellos.

      –Sebastian irá a buscarte al aeropuerto –habían sido las últimas palabras de su tía.

      –Y no vuelvas sin un anillo en el dedo y un marido en la maleta –la sonora risa de su tío la había acompañado más allá de la puerta de embarque.

      Debería haberse dado cuenta. Hasta ese momento, el nombre de Sebastian apenas había sido mencionado. Pero no fue hasta que la azafata empezó a hablar de salidas de emergencia que la realidad se hizo patente.

      –¡Tío, tío! –exclamó con voz temblorosa cuando su padre adoptivo contestó la llamada–. ¿Se trata de alguna clase de arreglo matrimonial?

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