Retórica de la victoria. Giohanny Olave
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Mi objetivo, sin embargo, no es discutir la legitimación de un discurso armado como modo de oposición política, sino explorar cómo la condición armada, histórica y social de una guerrilla, activa durante medio siglo, se tradujo retóricamente en sus modos de decir públicamente el desacuerdo. Tampoco me interesa determinar el tipo de oposición ejercido por la insurgencia, es decir, añadirle un adjetivo que la califique y la inscriba en una clasificación politológica5. Por el contrario, sigo aquí el trabajo de Brack y Winblum (2011), quienes proponen una mirada que critica la bibliografía anterior sobre oposición política, según ellos, predominantemente normativa (legal / no legal, responsable/irresponsable, leal / no leal, etc.), con una perspectiva de trabajo estrecha (institucional) y sin relevancia de los actores involucrados. Así, se proponen una definición que no excluye actividades, actores ni lugares de oposición, ni está basada en funciones o propósitos: «La oposición política es un desacuerdo con el Gobierno o con sus políticas, la política de élite, o el régimen político en su conjunto, expresado en la esfera pública por un actor organizado, a través de diferentes modos de acción» (Brack y Winblum, 2011, pág. 74).
En el mismo trabajo citado, los autores abogan por que los estudios enfaticen en la importancia de las percepciones, las autopercepciones, las modalidades de acción y las estrategias que los actores ponen en juego cuando se manifiestan como oponentes políticos:
Mientras que la bibliografía sobre antipolítica y actores populistas presta atención al lenguaje y la retórica, por lo general este aspecto ha sido pasado por alto en los estudios sobre oposición política. Sin embargo, un análisis más sistemático y exhaustivo del lenguaje y la retórica podría conducir a una mejor comprensión de las oposiciones, incluyendo sus estrategias y modalidades de acción (Brack y Winblum, 2011, pág. 75).
Para la introducción de esa dimensión en el análisis de la oposición política, la retórica deberá superar el marco estrecho de la estratagema y el legado de desprestigio que pesa sobre ella, en cuanto disciplina. El recelo hacia la retórica ha provocado su asociación con lo vacío o lo engañoso de la palabra; como lo advierte Pernot (2013):
Al lado de literario, prosaico, sofístico –términos con los que se la relaciona–, la palabra retórica es en ocasiones portadora de un rechazo y de una sospecha que responden a miedos muy profundos ante el poder del lenguaje, ante su facultad de autonomía en relación con las cosas y con las ideas, y ante los riesgos de su mal uso (pág. 19).
Un desprestigio tal que, tanto en su uso como sustantivo y como adjetivo, la retórica termina siendo sancionada, subestimada o apartada de las cuestiones políticas. Se la sanciona cuando califica peyorativamente un decir que contradice un hacer, y, por tanto, se la muestra como prueba del engaño malintencionado. Se la subestima cuando su presencia indica que el discurso es banal y está vacío de política (“eso es pura retórica”). Se la aparta cuando las cuestiones que le conciernen generan desinterés entre los analistas y terminan desplazadas por temas que se consideran más importantes en los estudios políticos. Sanción, subestimación y desinterés son, entonces, los efectos del desprestigio de la retórica, que se evidencian en la falta de un tratamiento retórico de la oposición política en la bibliografía disponible.
Los estudios sobre el tema en Colombia siguen esta misma tendencia, y, aunque llegan a utilizar el término ‘retórica’, suelen ser usos bastante libres, cuando no reproductores de su desprestigio. No ignoro aquí, sin embargo, que la oposición política ha sido un tema recurrente en el análisis sociológico, histórico y antropológico. Un recorrido general por esa bibliografía muestra que la preocupación no se ha centrado en el lenguaje, sino en las causas de la formación de una cultura de la violencia6 y de una crisis de representación que ha cerrado los espacios democráticos para el disenso no violento.
Ya a mediados de la década del sesenta el promotor de la sociología en Colombia, Orlando Fals Borda, dedicaba el primer capítulo de su clásico Subversión y cambio social a la orientación negativa de la palabra ‘subversión’ en la percepción de los colombianos. Fals Borda (1968, pág. 3) se quejaba de que la palabra fuese usada para «referirse a actos que van en contra de la sociedad y, por lo tanto, designa[se] algo inmoral», a lo cual se oponía desde una lectura marxista de la subversión, testimonio del clima de su época7. El camino analítico-discursivo de la oposición política que señalaba Fals Borda en ese trabajo, sin embargo, no alcanzó una continuidad significativa, ni siquiera en su propia obra.
En 1986 Pinzón analizaba cómo se estabilizó una equivalencia entre oposición y sectarismo violento, a partir de las generaciones posfrentenacionalistas (década del setenta) en Colombia, dada la sensación de exclusión derivada del reparto del poder presidencial entre liberales y conservadores. El efecto de esa sensación de cierre de los espacios para la oposición legal fue lo que Latorre (1986) denominó una sociedad bloqueada: «La oposición, más exactamente fragmentos de la oposición que no ven salidas políticas efectivas, se desbocan por cauces violentos, recurren a manifestaciones anárquicas» (pág. 50), alimentadas, además, por la pérdida de credibilidad de los partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador, esencialmente excluyentes y violentos desde las guerras civiles del siglo XIX (Uribe y López, 2006).
Como lo demuestra extensamente Vega (2002), a través de un análisis histórico de principios del siglo XX, las políticas violentamente represivas contra los movimientos y las minorías sociales y partidistas están en la base de la cultura gubernamental desde los albores de la modernización capitalista. Las luchas agrarias, indígenas y sindicales tuvieron que hacer frente desde muy temprano a un anticomunismo oficial conservador que, de la mano de la Iglesia Católica, satanizó y expulsó a la oposición política en la construcción de la idea de democracia en el país. Sobre este hecho, Vega (2002d) explica lo siguiente:
La confluencia de las concepciones insurreccionales de los socialistas8 con las de los liberales no era solamente coyuntural, sino que debido al carácter antidemocrático y clerical del régimen conservador, los viejos liberales radicales pensaban que la única forma de derrocar a la hegemonía era por la vía armada (pág. 142).
La posibilidad de crecimiento y el desarrollo de las organizaciones sociales se vieron muy afectados por este tratamiento de la oposición política. Estas organizaciones sociales tuvieron que surgir, principalmente, en la ilegalidad y la persecución. Particularmente, las disidencias de los partidos tradicionales encontraron un espacio de participación y acción muy cerrado dentro del sistema de poder; no obstante «surgieron numerosos pero pequeños proyectos y grupos de oposición entre los años sesenta, setenta y ochenta, bastante relacionados con el ascenso de determinados movimientos sociales y con corrientes de izquierda radical. Esta última vertiente dio base para la oposición armada guerrillera» (Villarriaga, 2006, pág. 51).
La aparición de grupos insurgentes en Colombia tiene, entre sus causas, la inexistencia de una verdadera oposición democrática que canalizara la disconformidad de los sectores que no se sentían representados por los partidos hegemónicos. El tratamiento de la controversia terminó reducido al esquema ataque-represión, cuya preferencia por la violencia reforzó la incapacidad inclusiva del sistema político y de la sociedad colombiana (Guarín, 2005, pág. 20). En este sentido, los grupos guerrilleros son un síntoma de esa falta de institucionalización de la oposición política en Colombia. Las categorías de «Estado de sitio», «problema de orden público», «problema de seguridad nacional», entre otras, dominaron el escenario político desde la década del sesenta, cuando de modo casi permanente se concebía que Colombia estaba amenazada por un «enemigo interno». El bloqueo a la izquierda política fortaleció indirectamente a los movimientos guerrilleros (Pardo, 2000, pág. 455), que vieron