Trastornos psicopatológicos y comportamentales en el retardo mental. Jaime Tallis
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Las críticas a los test también tienen a veces un contenido ideológico, con lo que se pierde una visión objetiva de la realidad; partiendo del hecho de que las pruebas de inteligencia tienen un sesgo cultural, con lo cual omiten evaluar las expresiones intelectuales específicas de ciertas clases sociales o culturas, se termina por invalidar cualquier forma de medición de lo cognitivo. El planteo de que el factor ambiental es el generador absoluto de los retardos mentales es una actitud extrema que niega la biología y desdeña los avances científicos que demuestran la interrelación de la herencia y el ambiente. Parafraseando a Zazzo (1973), eliminando el barómetro no se impide que haya mal tiempo.
Hagamos una somera enumeración de las escalas y los tests más usados en nuestro medio. En el recién nacido es útil el Test de Brazelton; en lactantes y niños pequeños la escala de Lira-Montenegro, el Test de Denver y las escalas de Bayley. En preescolares, el WPPSI (Wechsler Preschool Primary Scale of Intelligence y el Terman Merrill); en los chicos mayores, el Raven y el WISC (Wechsler Intelligence Scal For Children).
Ya nos hemos referido a las pruebas operatorias de sesgo piagetiano que pueden ser tomadas en forma estructurada o no; muchas veces una hora de juego arroja mucha más información sobre el nivel mental del niño que alguna prueba, especialmente en los niños pequeños.
Una vez evaluada la capacidad intelectual, correspondería indagar si existen deficiencias instrumentales que limitan aun más las posibilidades expresivas y de aprendizaje; es decir, si existen trastornos del lenguaje, dispraxias, trastornos de la coordinación viso-motora, trastornos de la percepción, alteraciones del esquema corporal, problemas atencionales, de memoria, etc.
En función de la existencia o no de estas alteraciones instrumentales, Chiva (1973) sugiere la división de la debilidad mental en una forma exógena y una endógena, la primera ligada a agresiones orgánicas externas con deficiencias instrumentales agregadas, y la endógena debida exclusivamente a factores genéticos. A tal efecto elabora una serie de pruebas para diferenciar ambas entidades clínicas del Retardo Mental.
Más vinculado a un análisis de los factores psicopatológicos, Misés (1975) define una debilidad armónica y una disarmónica. En esta última coexisten, junto a la alteración intelectual, trastornos instrumentales y afectivos de variable intensidad, distinguiendo una forma más vinculada a características psicóticas y otra de cariz neurótico con fobias, obsesiones, inhibiciones, etc. Las formas armónicas tienen un claro predominio de la debilidad mental como característica clínica.
Si evaluamos las deficiencias acompañantes, no debemos olvidar que la mitad de los niños con RM severo y un 25% de los leves tienen trastornos visuales, especialmente estrabismo y trastornos de refracción. El 20% de los afectados con deficiencia severa también padecen parálisis cerebral y un porcentaje similar epilepsia.
Ya nos hemos referido a la evaluación de las conductas adaptativas, reiteremos que debe hacerse en cada área un análisis de las dificultades y plantear los apoyos necesarios.
Con respecto a lo emocional, este libro se ocupa preferentemente de este aspecto, porque, aunque no se registren conductas psicopatológicas significativas, la evaluación de la vida emocional del niño es parte integral del análisis del equipo interdisciplinario.
En relación con los aspectos socioculturales –si bien ya hemos manifestado que nos ocupamos aquí de los verdaderos retardos y no de aquellos niños que parecen tenerlo cuando en realidad sus dificultades derivan de la pertenencia a un grupo social marginal–, la práctica clínica nos muestra que todas las patologías se agravan en los niños cuya situación social es desventajosa, es la certificación del doble riesgo. Como ejemplo podemos citar un trabajo de evaluación realizado con niños que habían tenido citomegalovirus congénito, el mismo demostraba que a largo plazo los coeficientes de los pacientes que pertenecían a un medio social desfavorable puntuaban muy por debajo de los niños pertenecientes a un medio social alto. Similares consideraciones arrojan los seguimientos a largo plazo de bebés prematuros de muy bajo peso, tema que mantiene su vigencia gracias al incremento de la sobrevida sin secuelas significativas en los primeros años de vida; sin embargo, al ingresar al sistema escolar las dificultades de aprendizaje son mucho más marcadas en los pretérminos que han sido criados en un medio social bajo si se los compara con aquellos que han crecido en mejores condiciones económicas y sociales.
También es significativo el marco cultural, ya que el Retardo Mental tiene una representación social determinada que el equipo profesional debe tener en cuenta, especialmente cuando se trata de culturas más cerradas.
Queda para los médicos la indagación de otras dificultades neurológicas de los niños con deficiencia intelectual, la asistencia integral de su salud, la búsqueda etiológica y terapéutica, cuando ésta sea posible. Por otra parte, el rol del pediatra en el control del niño con RM no se diferencia del que se efectúa con un niño normal, sino que prestará atención al crecimiento físico, a las pautas alimentarias, a la vacunación y al control clínico periódico. En este sentido, es importante saber que el 20% de los niños con RM tiene problemas de alimentación y trastornos del crecimiento. También es conveniente conocer los riesgos eventuales de la patología específica del niño, como la tendencia al hipotiroidismo, a las malformaciones cardíacas y a la subluxación atlantoaxial en el síndrome de Down, la hiperactividad, los trastornos lingüísticos y el autismo en la Fragilidad del cromosoma X, o las conductas autoagresivas en otros síndromes, etc. Ante estas circunstancias se pueden utilizar las normas de seguimiento de algunos cuadros, como las estipuladas por el Comité de Genética de la Academia Americana de Pediatría para el Síndrome de Down (2001: 442-449).
Finalmente, hay que señalar el rol esencial del pediatra en la identificación temprana del RM y en el seguimiento del niño y su familia.
5. Diagnóstico temprano
La realidad nos muestra que hay un significativo atraso en el diagnóstico de los retardos mentales. Mientras que las patologías motoras se identifican en una edad promedio de 14 meses y en más del 90% de los casos son los médicos quienes las establecen, el Retardo Mental se diagnostica en una edad promedio que ronda los 39 meses y sólo en un 75% de las veces es el médico el que hace el reconocimiento.
El seguimiento del desarrollo neurológico es parte de la atención primaria y debe ser una tarea habitual del control pediátrico, ya que sin ninguna complejidad permite detectar desviaciones en las adquisiciones psicomotoras por razones biológicas, emocionales o por fallas de la estimulación ambiental.
A pesar de parecer simple, es necesario conocer acabadamente las pautas de normalidad para detectar las anomalías, siendo a veces sutil la línea que separa ambas situaciones y variable el rango normal de la edad en la que suelen aparecer las distintas conductas y habilidades.
Al parecer los pediatras están mejor entrenados para detectar retrasos en el área motriz, pero cuentan con pocas herramientas para evaluar los componentes intelectuales y lingüísticos. Hay aspectos del desarrollo que no son evaluados en las pruebas standard, como el grado de alerta, el interés del niño en el ambiente, la calidad de la mirada, etc. Por otro lado, las conductas difieren en la importancia de su significación, así las destrezas manipulativas son más trascendentes que las motoras gruesas y tan importante como el momento de adquisición es la habilidad y la rapidez de las respuestas.
Si bien los padres suelen ser buenos observadores del desarrollo de sus hijos, el retraso en el diagnóstico de las alteraciones intelectuales y lingüísticas, en comparación con las motoras, en parte responde a las distintas fases de las preocupaciones paternas. Inicialmente, hasta los 6 o 10 meses de edad, la ansiedad está dirigida al aumento de peso;