Mujeres viajeras. Luisa Borovsky
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Cuando el libro –escrito a instancias de sus amigos– se publicó en Buenos Aires, el nombre de Eduarda Mansilla era reconocido en los círculos culturales porteños desde hacía dos décadas. Había publicado dos novelas, el primer libro argentino de cuentos infantiles, y había colaborado con distintos diarios y revistas.
Hija de Agustina Ortiz de Rosas –hermana menor de Juan Manuel de Rosas– y el general Lucio N. Mansilla –héroe de la Independencia–, y hermana del destacado escritor y militar Lucio V. Mansilla, Eduarda tuvo acceso a una educación poco usual para las niñas de la época, que hizo de ella una mujer ilustrada, melómana y políglota. En la infancia, durante el bloqueo anglofrancés, ofició de traductora entre Rosas y el representante de Francia, y más tarde, durante su estadía en París publicó en francés una novela –Pablo ou le vie dans les Pampas– que mereció el elogio de Victor Hugo.
Su temprano interés por otras culturas y por el aprendizaje de otras lenguas la preparó para el rol de mediadora cultural que desempeñaría a raíz de su casamiento con Manuel Rafael García Aguirre. Hijos de familias políticamente enfrentadas, Eduarda y Manuel fueron equiparados con Romeo y Julieta. Depuesto Rosas, el marido de Eduarda fue representante diplomático de la Argentina en Europa.
Allí se encontraba en 1860, cuando le encomendaron una misión en los Estados Unidos, adonde se trasladó acompañado por su familia. Ese mismo año se editó por primera vez un libro escrito por Eduarda, El médico de San Luis. Unos meses después, el diario La Tribuna comenzó a publicar como folletín su novela Lucía Miranda. Las dos obras aparecían firmadas por “Daniel”: hacer de la escritura un acto público requería de una mujer valentía y también ciertos recaudos. Ante todo, reafirmar que no desplazaba a la maternidad y la familia –tradicionales atributos femeninos–, sólo se sumaba a ellos.
Eduarda viajaba cumpliendo con su deber, “seguir a su marido dondequiera que fije residencia”, para administrar el hogar nómada de un representante diplomático. En virtud del matrimonio obtenía los beneficios de ser “extranjera distinguida”, conocía lugares, se relacionaba con personajes ilustres, tenía acceso a otras culturas. Pero a diferencia, por ejemplo, de su propio hermano Lucio Victorio, era acompañante, no se desplazaba libremente por el mundo. Y era mucho lo que se esperaba de ella. Además de criar bien a sus hijos, para favorecer la imagen de su país tenía que dar muestra de su savoir faire.
Mientras acompañaba a su esposo en sus destinos diplomáticos, Eduarda Mansilla se desenvolvió con pericia, combinando recato femenino con una cuota de osadía. Frecuentó los más elevados círculos de la cultura y la política. Conoció a Abraham Lincoln. Fue recibida en la corte de Napoleón III y en la de Francisco José de Austria. En su salón recibió a Victor Hugo. Perfeccionó sus conocimientos musicales con Jules Massenet y Charles Gounod.
“Los talentos de su señora deben servirle mucho en Washington donde deberá establecerse”, recomendaría Sarmiento a García en 1868, al nombrarlo ministro plenipotenciario en los Estados Unidos (motivo del regreso de la familia García Mansilla a ese país). La señora de García colmó una vez más las expectativas, hizo gala de su encanto, de su sagacidad, de sus conocimientos, de sus dones musicales. Pero no olvidó que era escritora.
En 1879 llegó a Buenos Aires para hacer una visita a su madre. Su estancia se prolongaría cinco años. Quería dedicarse a escribir. Agustina Ortiz de Rosas apoyó su audaz decisión, que implicaba dejar en Europa marido e hijos al cabo de veinticinco años de matrimonio. Tal vez la propia experiencia norteamericana había influido en la decisión de Eduarda, insólita para una mujer de su época y sus valores familiares: en los Estados Unidos había conocido “damas muy distinguidas, que, después de divorciadas de su primer marido, por causas que ignoro, habían contraído matrimonio con el Master tal, bajo cuyo nombre yo las conocí, sin desmerecer por eso en la sociedad”, comenta en sus memorias de viajera.
A partir de ese momento la escritura dejaría de ser sólo un plus. El médico de San Luis aparecía ahora firmado con su nombre. Su regreso a la Argentina anunciaba un punto de inflexión en su vida. Los Recuerdos lo evidencian, en primer lugar, porque Manuel García está visiblemente ausente en casi todo el libro.
Como en una de sus tertulias, con agudeza, con saber mundano, Eduarda “dialoga” con los lectores sobre política, historia, arte, cultura, sociedad. Es una causeur que en su amena charla ofrece descripciones de la vida doméstica –la esfera de lo femenino– y de la sociedad y la política, espacios tradicionalmente masculinos. Así cautiva a hombres y mujeres.
Si en Pablo se proponía presentar la Argentina a los extranjeros, estas memorias de viaje intentaban ser una guía para los argentinos de la generación del 80 que, como ella, tuvieran el privilegio de viajar a la nueva metrópoli, los Estados Unidos. Eduarda reflexiona, opina, enuncia un juicio individual sobre los temas que interesan a su clase social desde su lugar de viajera experimentada. Explícita o implícita, su función de intérprete entre culturas –europea, norteamericana, argentina– es permanente.
Aunque amiga de Sarmiento y admirada por él como escritora, la suya era una voz femenina que se diferenciaba y hasta se oponía a la del propio Sarmiento en su visión del mundo yankee. Los Estados Unidos le despiertan, alternativamente, atracción y rechazo. “Nosotros les llamamos, con cierta candidez, hermanos del Norte y ellos, hasta ignoran nuestra existencia política y social”, se lamenta. Destaca que esa nación “ha alcanzado en un siglo, portentoso progreso, nivelándose hoy, por su grandeza y poderío, con las más grandes naciones de Europa”, y aun así, el viajero, que “comprende toda la riqueza y poderío que esta parte del mundo encierra”, halla “mucho que le sorprende pero poco que le seduzca”. Entre espantada y divertida, describe a la “Nueva” York como una falsificación, una versión vulgarizada –¿una forma de barbarie?– del viejo mundo, matriz de lo bello. Los norteamericanos, “pueblo práctico y nada sentimental”, parecen anteponer la utilidad a la belleza.
En este y en todos sus libros se detecta la intención –común a las escritoras argentinas de su generación, más allá de otras diferencias– de unir la perspectiva femenina a una nueva idea de nación. Los Recuerdos –síntesis del viaje de conocimiento de Sarmiento y el viaje estético del dandi que encarnaba su hermano Lucio– delinean un itinerario de aprendizaje que, pese a sus profundas y obvias contradicciones, resulta en una inevitable evolución de su mirada, su pensamiento: el refinamiento de la corte de Napoleón III da paso a la democracia de George Washington como marco de referencia para pensar el futuro de su país.
La escritura de Recuerdos de viaje incluía una finalidad política. Ella, que mantenía el vínculo afectivo con su tío Juan Manuel de Rosas y con su prima Manuelita, exiliados en Inglaterra, consideraba arbitrario e injusto el juicio histórico que se hacía sobre Rosas. La sociedad norteamericana dividida en norte y sur –Unión y Confederación–, que en más de un aspecto espejaba a la propia, le permitía discutir el conflicto civilización-barbarie (unitarios-federales) y avizorar su posible disolución a través del mestizaje, con el indio y –ahora también– con el inmigrante.
Después de haber dedicado el cuarto capítulo a reseñar la historia de los Estados Unidos, en el quinto Eduarda deplora que las virtudes de los patricios fundadores de esa nación fueran reemplazadas por los intereses personales de politicians y su red de clientelismo. Como es habitual, hace gala de su ilustración: cita a Byron para alabar a Washington –“el primero, el mejor, el último”–, al que el poeta consideraba poseedor de