Mujeres viajeras. Luisa Borovsky

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Mujeres viajeras - Luisa Borovsky страница 6

Mujeres viajeras - Luisa Borovsky

Скачать книгу

á pesar de la experiencia adquirida en Yankeeland; esperaba que mi buen amigo Acosta, me condujera al famoso Brooklyn, sino en la carroza dorada de Cendrillon, por lo ménos en uno de esos coches de á dos dollars la hora, que suelen estacionar en Union Square. Oh decepción! Mi amigo, que aunque rico y Colombiano, se había yankeezado completamente, así que salimos del hotel, dijo tranquilamente: “Ahora, no más, pasa el stage; esperemos”.

      Qué hacer? Callar y subir al elevado ómnibus blanco de rayas azules que por Broadway conduce á los pasajeros, hasta Fulton Ferry, para atravesar el rio del Este. Aquello era viajar y no pasear; pero, qué remedio? Fijé mi vista en un paisaje maravilloso, pintado en el interior del ómnibus, que representaba una amazona, galopando ligera y contenta por entre peñascos azules, de un azul de añil crudo, y traté de distraerme con aquella maravilla artística.

      Un momento llegué á imaginar que aquel ómnibus había sido expresamente alquilado por el galante Hipócrates Colombiano, para que con toda anchura efectuásemos los dos solos, la travesía hasta Brooklyn. No veía otros pasajeros y tampoco quién nos reclamara paga ó remuneración alguna.

      Pero mi ilusión duró lo que dura una ilusión, en esa tierra práctica. Leí una inscripción repetida en varios sitios del vehículo, que suplica al viajero, deposite al entrar, diez centavos en la caja que se halla colocada bien á la vista, en el fondo del ómnibus, y que para no verla desde el primer momento, es menester ser ciego ó muy dado á ilusionarse, como yo.

      El proceder es ingeniosísimo y en extremo práctico, para evitar el escollo de la falta de cambio. En ese caso, se toca una campanilla colocada al lado de la caja. El cochero pone dentro de un sobre cerrado hasta concurrencia de dos dollars de cambio; el pasajero abre el sobre, cambia y pone en la caja diez centavos.

      Este sistema peligroso, ahorra á la Compañía un conductor y da buen resultado en aquel país de libertad y self respect: ignoro si podría implantarse con éxito en otras partes.

      Bajar del stage (ómnibus) y embarcarse en el Ferry, es cosa de nada; y como por encanto hallarse en el ameno Brooklyn, que parece, por el silencio y tranquilidad que en él se disfruta, situado á muchas leguas del ruidoso Broadway.

      Cottages sin pretensión y jardines á la antigua, es lo que abunda en ese faubourg de New York, con calles cubiertas de arboleda frondosa. La fisonomía de Brooklyn es especial; siéntese allí la tranquilidad, la paz de la familia inglesa, tal cual la pinta el autor del VICARIO DE WAKEFIELD. Parece que dentro de esos homes, plácidos, modestos, no puede albergarse sino la virtud. Al entrar en uno de ellos, la impresión que del exterior recibí, no hizo sino acentuarse.

      Hasta el traje de las muchachas, las famosas amigas de mi cicerone, tenía un sello de sencillez ó provincialismo distinguido, que me ganó desde luego.

      Nada de fast en el atavío de las Miss Duncan; todo era modesto y armonioso, aunque sin style, ó chic.

      Fast es término intraducible y que mucho se usa en Estados Unidos. Fast es la muchacha que con frecuencia cambia de traje y de beau; fast es la que inventa modas estrafalarias y fast es adjetivo ménos encomiástico que despreciativo. Literalmente fast es ligero; pero, todos sabemos, que las lenguas por lo general son filosóficas y como tal, un tanto misteriosas.

      Lo repito, las Miss Duncan no eran fast y en el cuadro sencillo en el cual se movian, quedaban primorosamente, con sus bandós lacios, sin escrespar, moda favorita de la época, sus vestidos grises sin crinolina ni volados, y sus puños y cuello de hilo lisos también, que se armonizaban perfectamente con su mirar reservado y sus modales fáciles.

      La madre, allí había madre, era una bellísima anciana, paralítica, de tez delicada y facciones finas; y el padre un robusto viejo sonrosado, con talla de granadero y voz de bajo profundo.

      En un parlor pequeño, con muebles de caoba forrados de crin, como se usaban aquí en otro tiempo, que eran muy frescos si no en extremo muelles, hallábase reunida la familia alrededor de una gran mesa, donde había libros, mapas, una esfera armilar y algunos instrumentos náuticos.

      El padre había sido marino, y el hijo varón, un Benjamin de doce años, iba á seguir la misma carrera; ésto explicaba los compases, la esfera, la brújula y los mapas.

      A la tibia luz del gas, apaciguado por una pantalla verde, todo el grupo de familia reunido en ese momento alrededor de la mesa del centro, estaba examinando con un gran lente de aumento, una mariposita dorada que prisionera se debatía entre dos vidrios.

      La voz dulcísima de la madre, que decía: Let is go (SIC) (Déjenla ir); fué lo primero que oí al entrar en aquel recinto, en el cual reinaba una atmósfera de dulzura y de paz inapreciables.

      La acojida que me hicieron fué perfecta, y la anciana madre, la belleza de la familia, me cautivó desde luego. “No puedo moverme”, dijo con voz plateada; y sin más cumplidos, agregó: “Niñas, abran el piano y toquen, que la señora no viene á fastidiarse”.

      Mina y Sara tocaron á cuatro manos varias sonatas de Mendelssohn, de una manera prodigiosa: pocas veces he comprendido mejor esa música tan llena de misteriosos contrastes. El piano era, sin embargo, un instrumento viejo, de fábrica ya desconocida; pero, oh magia de la ejecución! aquellas dos hermanas, hubieran sacado sonidos dulces de una tabla rasa.

      El robusto Comandante tocó luego la flauta con gran dulzura y corrección, acompañado por Mina, su favorita. Y como yo preguntara: “¿Qué melodía es ésta, tan bella y sencilla?” Respondió sonriendo el marino, un: Never mind (No importa) que me lo reveló compositor. La jóven le seguía, le adivinaba, porque siempre sus inspiraciones eran fugaces.

      Acosta me había traicionado, me había engañado, me habia anunciado, habia exagerado mi talento musical, y cuando llegó el momento de cantar en aquel centro tan artístico, tan plácido y sencillo, me sentí muy acortada. Vencí no obstante mi timidez, que hubiera podido ser mal interpretada por aquellas gentes simpáticas y modestas, y con el corazón palpitante, canté la serenata de Schubert. Gustó mi canto, y de trozo en trozo llegué, después de hacerme un tanto de rogar, lo confieso, hasta cantar la Calesera, de Iradier.

      Obtuve con ella tal éxito, que hasta la paralítica, bellísima anciana, repetía: Encore, encore! Y bon gré, mal gré, tuve que repetir mi andaluzada.

      Como los Ingleses, los Yankees gustan muchísimo de la música española. La experiencia me enseñó más tarde á no buscar laureles en Yankeeland, con melodías italianas ó francesas: como especialidad adopté las canciones andaluzas.

      Para pasar al comedor contiguo, donde nos esperaba el substantial te americano, las dos hermanitas hicieron rodar sin esfuerzo el sillón de la paralítica, y el galante Comandante, me ofreció el brazo.

      Muy á mi satisfacción, resultó que el marino en sus mocedades, había visitado el Rio de la Plata y que, oh sorpresa! doña Augustina, esa sister of Rosas, de quien me habló con no poco encomio, era mi madre amada. No puedo expresar el enternecimiento que aquel recuerdo me produjo; She was divine (era divina!) repetía él entusiasta, “y nunca la olvidaré, opening (rompiendo) el baile con el Comodoro Golborough”.

      Más tarde debia yo conocer al Almirante, que me repetía sin cesar su gran aventura en Buenos Aires, the opening (rompiendo) el baile with señora Augustina.

      Era ya algo entrada la noche, cuando dejamos la grata mansión de los Duncan y corrimos en busca del último Ferry, que por suerte estaba tan sólo á punto de irse.

      La despedida fué efusiva, prometí volver sin falta y lo prometí, muy deseosa de cumplir mi promesa. Pero, la suerte había dispuesto

Скачать книгу