Mujeres viajeras. Luisa Borovsky

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Mujeres viajeras - Luisa Borovsky страница 7

Mujeres viajeras - Luisa Borovsky

Скачать книгу

que sí”, contestó.

      “Y se casarán con ellos?”

      “Puede que sí!” Fué la sibilina respuesta, que me dió el lacónico Colombiano. Y yo, mientras cruzábamos el rio, iba reflexionando en ese problema y aún tratando de imaginar, cómo serían, sino los dos, alguno de los beaux de mis nuevas amigas.

      A haber tenido el don de segunda vista, hubiera descubierto entónces, lo que ví realizado algunos años después: Mina solterona, y Sara convertida en Mrs. Acosta. Ah! Era disimulado el doctor!

      Creo del caso decir, que, á pesar de la quietud y falta de movimiento que reinaban en Brooklyn, no sucedía allí en esa época, lo que en Washington: es decir que las vacas y aun los cerdos, se pasearan á toda hora libremente por las calles, como ciudadanos de la Union; de tal suerte, que una noche, ya en el año 70, mi excelente amigo y colega del Brasil, hubo de romperse una pierna, por tropezar, delante de la puerta de la Legación Argentina, con una vaca negra, que dormia allí tranquila, bajo el amparo de nuestra bandera. No se trataba entónces del finchado Caballero Lisboa, sino del distinguido poeta y estadista Magalhaens, poco despues Barón de Itajuba.

      El Consejo de Higiene de Washington, á cuya cabeza se hallaba entónces mi muy querido amigo y médico, el homeópata doctor Verdí, dió con ese motivo una disposición severa, que alejó para siempre de las calles de la Capital, las descarriadas vacas y vagabundos cerdos, con gran contentamiento del Diplomatical Corp, que gustaba de ganar sus casas después de las once de la noche.

      El hombre propone... A pesar de mis deseos, no pude visitar en la próxima semana, ni el Asilo de Sordo-mudos, ni el cementerio, que, como dice cierto viajero, “es tan espacioso, que los muertos descansan allí con anchura, ó á sus anchas.”

      Me contenté con hacer una larga visita á la Librería de Appleton; ese emporio magno, dónde hay indudablemente muchos, muchos, más volúmenes que en la famosa biblioteca de Alejandría, destruida, por los Turcos según unos, según otros por los Cristianos; como si no fuera más natural creer, que esa obra de vandalismo fué puramente debida á la iniciativa brutal de la soldadesca indómita.

      Todos conocen esas artísticas ediciones norte americanas, que se llevan la palma en Europa como en América y dan á los libros un aspecto tan atractivo, que los hace no sólo leer sino conservar.

      Los Norte americanos, como los Ingleses, tienen ódio á las ediciones á la rústica y no las ponen nunca en manos de los niños, esos grandes destructores, que sólo suelen respetar lo bello.

      Qué preciosidades edita Appleton constantemente en materia de libros infantiles! Los Sajones son los primeros en ese género. Qué lujo de grabados, qué viñetas alegóricas, qué encuadernaciones doradas con ese relieve único, especialísimo á la librería americana! Y el texto? Esas juveniles de Abbot, Alcott, Marryat, Maylle Reed; interminable pléyade de escritores para la infancia y juventud, que escriben en prosa elegante y sonoros versos.

      La mina que se encuentra al entrar á casa de Appleton, es de tal riqueza, que deslumbra, fascina y abruma. Parece imposible que el espíritu humano pueda producir tanto.

      Yo confieso que en los Museos, como en las grandes Librerías, me siento tan empequeñecida, tan abrumada por la cantidad, que no acierto casi á discernir la calidad. Me ha sido siempre difícil leer en las Bibliotecas; aquel agrupamiento de libros, parece pesar sobre mi entendimiento y reducirlo á nada. Lo mismo me pasa con los cuadros; me parece que se dañan unos á otros; me producen confusión, sobre todo cuando por vez primera entro á un Museo. Una preciosa edicion de Motley, THE RISE OF THE DUTCH REPUBLIC, regateé ese dia, como dicen los franceses, en casa de Appleton; pero el librero fué tan inflexible cuanto mi estrecho budget, y no pude comprar aquella obra, mi favorita, vestida con el vistoso ropaje que tan bien le sentaba.

      Quiso la fortuna compensarme de otra manera y aquella misma noche tuve la dicha de estrechar la mano del autor. Motley nos fué presentado por el banquero Phelps: para algo bueno sirven los banqueros; y escuché de los labios del gran historiador estas palabras:

      “Señora V. me favorece; más fácil es escribir una buena historia que una buena novela; y V. ha escrito el Médico de San Luis.”

      Hay horas dulces para los pobres autores! Motley iba entónces á Washington á conferenciar con el Secretario de Estado, que poco después le nombraba Ministro de los Estados Unidos, en esa Dutch Republic, cuyo nacimiento han pintado con paleta májica, especialmente en el primer tomo, donde aparece la gran figura del Emperador Cárlos V, sobre el cual, el patriota Americano arroja toda la odiosidad, que otros han acumulado sobre la cabeza del II Felipe y de su General el Duque de Alba, el destructor de Las Flandes. Motley moría doce años después, en esa tierra de libertades, cuna de Guillermo de Orange, ese Taciturno que ha trazado el Bostoniano con un vigor de colorido y un brío dignos de Tácito.

      Con los cabellos grises, muy abundantes y crespos, la fisonomía del historiador americano, por su dulzura y algunos de sus rasgos, recordaba la del doctor Montes de Oca, que acaba de dejar tan gran vacío entre nosotros. Motley tenía modales muy elegantes, gran hábito del gran mundo, gustaba mucho de la sociedad europea, que había frecuentado en sus dilatados viajes y no mostraba nada del politician: verdad es que no lo era.

      Alguna vez, más tarde, ví cruzar una sombra por la frente del olímpico Senador Sumner, cuando le manifesté mi admiracion por Motley.

      “He is a dreamer.” Fué la respuesta de aquel personaje que no podía tolerar en América más reputación que la suya. Sumner era, sinembargo, á más de hombre de acción, gran pensador y su erudición vastísima, le señalaba como una excepción entre los politicians de los tiempos modernos.

      No ha llegado el momento de hablar detenidamente del gran abogado, del triunfante defensor de la raza desheredada, del hombre más popular en la Union, de aquél que más contribuyó con su influencia á la caída del Sud y que, sinembargo, no fué nunca Presidente.

      Pero, no quiero, ya que de él me ocupo, echar en olvido una pregunta algo cándida, que me dirijió en mi salón de Washington algunos años después.

      “Supongo, querida señora, que allá en el Plata Vd. y Mr. Sarmiento son excepciones?” Mi respuesta no viene aquí al caso; hay cosas que deben decirse fuera de la patria, y callarse en ella.

      1 En los textos escritos originalmente en español se ha respetado la escritura de la época. En los textos traducidos, en cambio, se ha aplicado la gramática vigente [N. de la T.].

      Claroscuros de la vida en Santa Fe

      En la ciudad de Santa Fe, frente a la Plaza de Mayo, a mediados del siglo XIX una casa con mirador replicaba al Arca de Noé. Rodeada por ejemplares de especies ya conocidas y por curiosos especímenes de la fauna autóctona, en ese solar –donde hoy se alza el Palacio de Tribunales– vivía la familia Beck-Bernard.

      Las provincias integrantes de la Confederación Argentina habían aprobado en 1853 una Constitución que –inspirada en las ideas de Alberdi– fomentaba la inmigración europea para realizar la transformación productiva del país. A los esfuerzos del gobierno en ese sentido, la provincia de Santa Fe decidió sumar los de agentes particulares. Atraído por la posibilidad de participar del proyecto colonizador, en 1856 Charles Beck creó en Suiza la empresa Beck y Herzog, y un año después se estableció en Santa Fe, donde concretaría la fundación de la colonia agrícola San Carlos. En su experiencia lo acompañarían su esposa, Amelie Bernard, y sus hijas.

      En

Скачать книгу