Ocho lecciones de yoga. Aleister Crowley

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Ocho lecciones de yoga - Aleister Crowley [sic]

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Indostán, pero en realidad debería decir cualquier rincón del mundo, pues diversas investigaciones han revelado que existen métodos parecidos con resultados parejos a lo largo y ancho del mundo. Pueden cambiar los detalles, pero la estructura general es la misma. Porque todos los cuerpos, así como todas las mentes, poseen formas idénticas.

      Yoga significa Unión.

      En la mente de una persona piadosa, el complejo de inferioridad, que es la razón de su piedad, le obliga a interpretar esta emancipación como la unión con ese vertebrado gaseoso de su invención al que llama Dios. Entre los nublados vapores de sus miedos, su imaginación ha proyectado una gigantesca y distorsionada sombra de sí mismo ante la que siente el debido terror. Y cuanto más agacha la cabeza, más parece que el espectro se inclina para aplastarlo. Personas con semejantes ideas sólo pueden dar con sus huesos en asilos para lunáticos e iglesias.

      Si el yoga se presta a oscuras elucubraciones, se lo debemos a esta miasma abrumadora de miedos. Un problema bien simple se ha convertido en algo muy complicado gracias a la estupidez ética y supersticiosa más abyecta. Y, sin embargo, la verdad nunca ha dejado de manifestarse en la misma palabra yoga.

      Yoga significa Unión.

      Empecemos por comprender qué es el yoga realmente. Para ello deberemos ingresar en la naturaleza de la conciencia mirando por el rabillo del ojo algunas ciencias como las matemáticas, la biología y la química.

      En matemáticas, la expresión a + b + c es trivial. Escribamos sin embargo a + b + c = 0 y obtendremos una ecuación a partir de la que podremos desarrollar las verdades más gloriosas.

      En biología, las células se dividen sin cesar, pero nunca se convierten en algo distinto. Pero si unimos células de atributos opuestos, como masculino y femenino, ponemos los cimientos de una estructura cuya cima se sitúa inalcanzable en los cielos de la imaginación.

      Cosas parecidas ocurren en química. El átomo posee en sí mismo unas pocas características invariables y ninguna de ellas resulta particularmente importante. Pero tan pronto como un elemento se combina con el objeto que ansía no sólo obtenemos la extática producción de luz, calor y demás, sino también una estructura más compleja que posee muy pocas o ninguna de las características de sus elementos, pero que es susceptible de nuevas combinaciones hasta alcanzar unas cotas de complejidad de asombrosa sublimidad. Todas estas combinaciones, todas estas uniones, son el yoga.

      Yoga significa Unión.

      ¿Cómo debemos aplicar esta palabra a los fenómenos de la mente? ¿Cuál es la primera característica de cualquier cosa que pensemos? ¿Cómo llegó a convertirse en un pensamiento? El pensamiento ocurre cuando éste se distingue del resto del mundo.

      La primera proposición, el modelo de todas las demás proposiciones, es: s es p. Tiene que haber dos cosas —dos cosas distintas— cuya relación produzca conocimiento.

      Yoga es ante todo la unión del sujeto y el objeto de conocimiento: la unión de quien ve con lo que es visto.

      Ahora bien, nada hay de extraordinario o extraño en ello. El estudio de los principios del yoga resulta de gran utilidad para el hombre corriente, aunque sólo sea porque le llevará a pensar que la naturaleza del mundo no es como se la imaginaba.

      Tomemos, por ejemplo, un trozo de queso. Podemos decir que posee ciertas cualidades tales como forma, estructura, color, solidez, peso, sabor, olor y consistencia, entre otras. Pero la ciencia nos demuestra que son todas ilusorias. ¿Dónde residen estas cualidades? Desde luego no en el queso, ya que distintos observadores darán distintas noticias. Tampoco en nosotros, ya que no las percibimos en ausencia del queso. Todas las «cosas materiales», así como todas las impresiones, son fantasmagorías.

      En realidad, el trozo de queso no es más que una serie de cargas eléctricas. Incluso la cualidad más fundamental de todas, la masa, se ha descubierto que no existe. Lo mismo vale para la materia de nuestro cerebro, a la que debemos en parte estas percepciones. Entonces, ¿cuáles serán estas cualidades de las que estamos tan seguros? No existirían si no fuese por nuestro cerebro, tampoco existirían sin el queso. Son el resultado de la unión, es decir, del yoga, de quien ve con lo que es visto, de sujeto y objeto en la conciencia, tal y como reza el latiguillo filosófico. No poseen existencia material; no son más que nombres otorgados a los resultados extáticos de esta forma particular de yoga.

      Tengo para mí que al estudiante de yoga esta idea, si es capaz de asentarla firmemente en su mente inconsciente, le resultará de gran ayuda. Más del noventa por ciento de los problemas para entender el asunto que nos ocupa se lo debemos a la murga de que el yoga es oriental y misterioso. Los principios del yoga, y sus resultados espirituales, encuentran su demostración en cada suceso consciente e inconsciente. Esto es lo que puede leer­se en El libro de la ley —el amor es la ley, el amor sujeto a la voluntad—, ya que el amor es el instinto de unir y el acto de «unión». Pero no es algo que podamos realizar indiscriminadamente; antes bien, tiene que hacerse «sujeto a la voluntad», esto es, de conformidad con la naturaleza de las unidades particulares implicadas. El hidrógeno no siente amor por el hidrógeno; no está en la naturaleza del hidrógeno, o en su «verdadera voluntad», la búsqueda de la unidad con una molécula de su misma especie. Si añadimos hidrógeno al hidrógeno, veremos que sus cualidades no se ven alteradas, sólo cambiará su cantidad. De hecho, lo que éste busca es enriquecer la experiencia de sus posibilidades uniéndose con átomos de carácter opuesto, como el oxígeno. Cuando se une con este último, se produce agua (con una explosión de luz, calor y sonido). El resultado es totalmente distinto de cualquiera de los elementos previos, y posee otro tipo de «verdadera voluntad», como unirse (desprendiendo igualmente luz y calor) con el potasio, mientras que la «potasa cáustica» resultante tiene a su vez una serie de cualidades completamente nuevas, así como una «voluntad verdadera» propia, esto es, unirse de manera explosiva con ácidos. Y podríamos continuar.

      Quizá a algunos de entre vosotros os parezca que con estas explicaciones he sacado de quicio el yoga, o que lo he reducido a la categoría de las cosas normales. Eso es lo que pretendía. No tiene sentido que el yoga nos inspire temor, nos asombre, confunda o desconcierte. Tampoco lo tiene que nos entusiasme. Si lo que queremos es avanzar en su estudio, debemos mantener la cabeza fría y adoptar una mirada científica. Es especialmente importante no dejarnos seducir por las jergas orientalistas. Puede que tengamos que emplear alguna palabra sánscrita, pero sólo cuando no dispongamos de equivalentes en nuestra lengua y cualquier intento de traducirlas las lastre con las connotaciones propias de las palabras que hayamos utilizado. Sin embargo, las pocas palabras en sánscrito de las que tendremos que echar mano no deberían entrañar la menor dificultad si las definiciones que os propongo se estudian con detenimiento.

      Ahora que hemos comprendido que el yoga es la esencia de cualquier tipo de fenómeno, podemos preguntarnos por el significado específico de la palabra en el marco de la investigación que nos hemos propuesto llevar a cabo, habida cuenta de que todos estamos al corriente del proceso y de sus resultados. De hecho, tan al corriente estamos que ya no existe nada más de lo que podamos tener conocimiento. El yoga es conocimiento.

      ¿Qué es lo que vamos a estudiar?

      ¿Y por qué debemos estudiarlo?

      La respuesta es muy sencilla. Todo el yoga que conocemos y practicamos, este yoga que producía aquellos resultados extáticos que llamamos fenómenos, incluye entre sus emanaciones espirituales una buena dosis de malestar. Cuanto más estudiemos el mundo producido por nuestro yoga, tanto más y mejor recordaremos y sintetizaremos nuestra experiencia, tanto más nos acercaremos a la percepción de lo que el Buda consideraba característico de todas las cosas compuestas: el dolor, el cambio y la ausencia de todo principio permanente. Siempre retomamos la formulación de sus dos primeras «nobles verdades», tal y como

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