Ocho lecciones de yoga. Aleister Crowley
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Ocho lecciones de yoga - Aleister Crowley страница 5
En consecuencia, si hay entre vosotros alguien que merezca la pena, seguro que le encantará oír que hay que tirar a la basura todas las reglas recibidas y descubrir las propias. Sir Richard Burton dijo: «Vive y muere noblemente quien dicta y guarda sus propias leyes». Esto es precisamente lo que cualquier hombre de ciencias tiene que hacer en todos sus experimentos. Ésta es la naturaleza misma de un experimento. Hay otro tipo de hombres, los que sólo tienen malos hábitos. Cuando exploras un país desconocido, no sabes con qué situación vas a encontrarte, y no te queda más remedio que hacerte cargo de la situación apelando al método del ensayo y error. Estamos empezando a penetrar la estratosfera, y tenemos que modificar nuestras máquinas de mil maneras distintas que nunca hubiésemos imaginado. Quisiera tronar una vez más que el bien y el mal no atañen a las cuestiones que aquí nos planteamos. Pero en la estratosfera está «bien» que un hombre esté ataviado con un traje que lo proteja del cambio de presión y del frío y que disponga asimismo de una provisión de oxígeno, mientras que estaría «mal» que este hombre llevase puesta la misma indumentaria para disputar una carrera de cinco mil metros en los juegos de verano del desierto del Tanezrouft.
Éste es el agujero en el que todos los grandes maestros religiosos han caído hasta la fecha, y estoy seguro de que todos me miráis ansiosos con la esperanza de verme hacer lo mismo. ¡Pero no! Hay un principio que nos ayuda a superar cualquier conflicto con respecto a la conducta, porque es tan inflexible como elástico: «Haz lo que quieras será la totalidad de la Ley».
Por tanto, no es del todo inútil que vengáis a mí y me deis la lata. ¡Dominio perfecto del violín en seis sencillas lecciones por correspondencia! ¿Debería tener el valor de desengañaros? Pero el yama es distinto. Haz lo que quieras será la totalidad de la Ley. Eso es el yama.
Vuestra meta es hacer yoga. Vuestra verdadera voluntad es alcanzar la consumación del matrimonio con el Universo, y vuestro código ético debe adaptarse sin cesar a las condiciones de vuestro experimento, y no a otras. Incluso cuando hayáis descubierto vuestro código, tendréis que modificarlo a medida que vayáis avanzando, para que sea «más cercano a la forma que vuestro corazón haya soñado», tal y como escribió Omar Jayyam. Del mismo modo, en una expedición al Himalaya te encuentras con que tu dominio de la vida cotidiana en los valles del Sikkim y del alto Indo de poco sirve si no lo modificas al llegar al glaciar.6 Pero se puede reconocer (en términos generales expresados con suma cautela) el «tipo» de cosa que seguramente no te hará bien. Todo lo que debilite el cuerpo, agote, perturbe o inflame la mente debe ser desdeñado. Conforme avances, es muy probable que descubras que algunos factores no pueden eliminarse en absoluto en tus circunstancias personales, de modo que tendrás que arreglártelas para minimizar los problemas que éstos puedan acarrearte. Y descubrirás que no puedes salvar el obstáculo del yama, y apartarlo de tu mente de una vez por todas. Unas condiciones favorables para el principiante pueden convertirse en una molestia intolerable para el adepto, mientras que, por otra parte, ciertas cosas que pueden pesar muy poco al principio quizá se conviertan en obstáculos de entidad más adelante.
Asimismo, hay que tener en cuenta que pueden surgir problemas imprevistos en el curso del aprendizaje. Un hombre corriente entregado a su trabajo diario puede desdeñar todo el asunto del inconsciente como si se tratase de un chiste. Y sin embargo, ello se convierte en un problema demasiado real cuando descubres que la tranquilidad de tu mente se ve perturbada por una clase de pensamientos cuya existencia jamás habrías sospechado y cuyas fuentes son inimaginables.
Así que, una vez más, no hay materiales perfectos, siempre se cometerán errores y se mostrarán debilidades, y aquel hombre que logre vencerlos será el que continúe progresando con un motor defectuoso. Es la tensión del trabajo la que ocasiona los defectos, de suerte que para lidiar con las condiciones cambiantes de la vida nos veremos obligados a hacer gala de una gran sutileza de juicio. Veremos que la fórmula «Haz lo que quieras será la totalidad de la Ley» nada tiene que ver con un «Haz lo que te dé la gana».
Es mucho más difícil observar la ley de Thelema que seguir servilmente un decálogo de reglas muertas. Quizá la única posibilidad de emancipación, entendida como la posibilidad de liberarse de una carga, resida en la diferencia entre Vida y Muerte.
Obedecer a un conjunto de reglas significa trasladar toda la responsabilidad sobre tu conducta a un bodhisattva jubilado, quien se molestaría amargamente de poder verte y echaría pestes de ti por ser tan insensato como para creer que puedes esquivar las dificultades de tu investigación echando mano de un conjunto de reglas que poco o nada tiene que ver con tu situación actual.
Formidables son los obstáculos que nos hemos creado en un proceso tan sencillo como el de romper nuestras cadenas. La analogía de la conquista de los cielos es perfectamente válida. Lo que le preocupa al pedestre peatón, a nosotros no nos preocupa en lo más mínimo. Pero para controlar un nuevo elemento, tu yama tiene que ser como los principios biológicos de la adaptación a un nuevo medio, el ajuste de las facultades a las nuevas condiciones, y el éxito consiguiente en esas condiciones, principios que Herbert Spencer enunció con respecto a la evolución planetaria y que ahora, generalizados en virtud de la ley de Thelema, sirven para todas las modalidades de existencia.
Pero permitidme ahora que dé rienda suelta a mi indignación. Mi obra —que no es otra que promulgar la ley de Thelema— no puede ser más desalentadora. Resulta extremadamente difícil encontrar a alguien que tenga alguna idea sobre la libertad. Porque la ley de Thelema es la ley de la libertad, y al oírlo la gente levanta sus púas como el inquieto puercoespín, berrea como una mandrágora arrancada de raíz y huye horrorizada del lugar maldito. Porque ejercer tu libertad significa que tienes que pensar por ti mismo, y la inercia natural de la humanidad se inclina por religiones y éticas fijadas de antemano. Por muy ridícula o vergonzosa que sea una teoría o una práctica, la gente prefiere acatarla antes que examinarla. En ocasiones se trata de prácticas como el charak-puja7 o el sati,8 en otras de la consubstanciación o del supralapsarianismo: a la gente no le importa la cultura en la que crece, siempre y cuando se les críe bien. No quieren que les incordien con este asunto. Siempre se impone el viejo uniforme escolar que, en realidad, si miramos de cerca su patrón, es un uniforme de presidiario.
Seguro que recordaréis al doctor Alexandre Manette de la Historia de dos ciudades, de Charles Dickens. Había estado preso muchos años en la Bastilla, y para no perder la razón pidió permiso para confeccionar zapatos. No le gustó que le sacasen de la cárcel. Para acercarse a él, los demás personajes tenían que extremar la cautela. Si alguien se dejaba la puerta abierta, al doctor le daba un ataque de miedo, y se ponía a trabajar frenéticamente, temiendo no poder terminar los zapatos a tiempo (unos zapatos que nadie quería). Charles Dickens vivía en un tiempo y un país en que un estado mental semejante parecía anormal o, incluso, deplorable, pero hoy en día ése es el estado de ánimo de un noventa y cinco por ciento de la población inglesa. Temas que en tiempos de la reina Victoria se discutían libremente son hoy tabú, porque todo el mundo sabe, en su inconsciente, que tratarlos, aunque sea con el máximo tacto, supone exponerse al riesgo de precipitar la catástrofe de nuestra propia podredumbre.
No tendremos demasiados yoguis en Inglaterra, porque serán en verdad muy pocos los que se atrevan a abordar siquiera la primera de las ocho extremidades del Yoga: el yama.
No creo que nada vaya a salvar el país: a no ser que la guerra y la revolución obliguen a quienes quieran sobrevivir a pensar y obrar por sí mismos y de acuerdo con sus necesidades desesperadas, y no sirviéndose de la podrida vara de medir de las convenciones. ¡Pero si incluso las habilidades de los obreros casi se han descompuesto en el lapso de una generación! Hace cuarenta años eran muy pocos los trabajos que un hombre no pudiera hacer con una navaja o una mujer con