Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Aquel cuaderno era el diario del doctor. En él escribía el señor de Avrigny todo cuanto le pasaba cotidianamente, lo mismo que hacía Amaury en el suyo.
El doctor permaneció un momento en pie, leyendo las últimas líneas que había escrito el día anterior. Luego, como quien acaba de tomar una resolución penosa, sentose, tomó la pluma y escribió lo que sigue:
«Viernes, 12 de mayo, a las cinco de la tarde.
»Gracias al Cielo, está mejor Magdalena. Ahora reposa.
»He hecho cerrar todos los postigos de su aposento, y a la débil luz de la lamparilla he visto cómo su tez recobraba poco a poco el color de la vida y su respiración, ya tranquila, levantaba su pecho a intervalos iguales. Entonces he besado su frente, húmeda y enardecida, y he salido de puntillas, procurando no hacer ruido.
»A su lado quedan Antonia y la señora Braun. Estoy, pues, aquí a solas con mi conciencia para juzgarme y condenarme yo mismo.
»Reconozco que he sido injusto y cruel; he herido sin compasión dos corazones puros, generosos y que me aman. He causado un desmayo de pena a mi hija, criatura tan delicada que basta un soplo para hacerla caer al suelo.
»He vuelto a despedir de mi casa a mi pupilo, al hijo de mi mejor amigo, a Amaury, excelente muchacho que de seguro se empeña todavía en disculpar mi crueldad. Y todo, ¿por qué razón?
»¿Qué es lo que motiva esta injusticia y esta perversidad? ¿Qué causa reconoce tan inútil barbarie con unos seres a quienes yo quiero tanto?
»Todo es porque estoy celoso.
»Habrá quien no me comprenda; pero no sucederá así con los padres. Tengo celos de mi hija, de su amor a otro, de lo porvenir, del destino de su vida.
»Hay que confesarlo, por triste que sea. Aun los que se juzgan más buenos (y todos creemos contarnos entre ellos) tienen en su alma execrables misterios y vergonzosas reservas. Los conozco como Pascal.
»En el ejercicio de mi profesión he sondeado muchos corazones y he penetrado muchas conciencias en el lecho del dolor; pero explicarse con la conciencia propia es tarea algo más ardua.
»Al reflexionar como ahora lo hago en mi estudio, lejos de mi hija y dueño de toda, mi serenidad, me prometo vencerme y curarme de este mal. Pero luego sorprendo una mirada amorosa que Magdalena dirige a Amaury, comprendo que ocupo sólo un lugar secundario en el corazón de mi hija, que posee el mío por entero, y el egoísta sentimiento paternal triunfa, me ciego, y en mi irritación llego a perder la cabeza.
»Y, bien mirado, el caso es muy natural. El tiene veintitrés años y ella poco más de veinte: son jóvenes y hermosos, y el amor inflama sus corazones.
»Antes, cuando Magdalena era niña, pensé mil veces con gusto en esta unión, y hoy tengo que preguntarme si mis actos son razonables y dignos de un hombre que en el mundo de la ciencia ocupa un lugar tan envidiable.
»Sí, me reputan de lumbrera científica, porque he penetrado un poco más que otros de mis compañeros en los misterios del organismo humano; porque cuando tomo el pulso del enfermo suelo adivinar el mal que padece; porque he tenido en ocasiones la suerte de curar ciertas dolencias que otros más ignorantes que yo tenían por incurables.
»Pero encomiéndeseme la curación de la más leve enfermedad moral y se estrellará mi orgullo en el escollo de la impotencia.
»¡Ah! ¡Es que hay otros males que no alcanza a curar la ciencia humana! Así perdí a la única mujer que ha sido dueña de mi cariño, a la madre de Magdalena.
»¡Oh, Avrigny! Tu esposa, joven, bella, a la cual amabas con locura y por la cual eras correspondido, abandona este mundo y vuela al Cielo, dejándote como único consuelo, como esperanza suprema un ángel, imagen suya que semeja su alma rejuvenecida y un resurgimiento de su hermosura y entonces te aferras a ese gozo postrero como un náufrago a los restos del navío, y besas esas manecitas que te ligan a la vida y te hacen más amable la existencia.
»Juzgabas tú que tu dicha se había ya disipado; pero viene otra a sustituirla; aún puedes recobrarla gozando de la felicidad que vas a dar. Al ocurrirte tan consoladora idea te consagras con alma y vida a las de tu tierna hija. Cuando la ves respirar te parece que respiras tú mismo.
»Tu triste vida se anima con su presencia y se cubre de flores a su paso este mundo que sin ella habría sido para ti un desolado desierto.
»Desde que la recibiste de los brazos de su madre moribunda no la has perdido de vista ni un momento; tu mirada la ha seguido siempre; de día mientras jugaba, de noche mientras dormía, a cada instante has interrogado su aliento y su pulso, alarmándote cada vez que cubría su rostro una súbita palidez o un repentino rubor. Su fiebre ha inflamado tus arterias, su tos te ha desgarrado el pecho; has gritado cien veces a la muerte, a ese espectro que siempre anda en torno nuestro, invisible para todos, menos para nosotros los míseros privilegiados de la ciencia; has gritado cien veces a ese espectro, que tocando tu flor puede troncharla y con su soplo puede matar tu resurrección y tu dicha:
»¡Arrástrame contigo, pero déjala vivir!
»Y ha huido la muerte, no por acceder a tus ruegos, sino por no haber sonado aún la hora, y a medida que iba alejándose te has sentido renacer, lo mismo que al acercarse te sentiste morir.
»Mas no es suficiente que tu hija haya recobrado la vida; hay que criarla y educarla para la sociedad.
»Posee una hermosura, ideal; pero hay que realzar con la gracia su belleza.
»Tiene un corazón hermoso; pero hay que enseñarle cómo se ha de hacer para practicar el bien.
»Su imaginación es viva; pero hay que enseñarle de qué modo se debe usar el ingenio.
»Constantemente te dedicas a construir ese pensamiento, a formar ese corazón, a esculpir esa alma. ¡Cómo te asombras luego de tu propia creación y qué natural te parece que sea el pasmo de la sociedad entera!
»Quizá los demás la juzgan vacilante; pero para ti anda con paso seguro.
»No balbucea, que ya habla.
»No deletrea, que lee.
»Te empequeñeces para ser de su estatura y te admiras de encontrar en los cuentos de Perrault más interés que en la Iliada.
»Un hombre ilustre, sabio, poeta o estadista, te hablará quizá en tu jardín de los abstrusos problemas de la ciencia, de las concepciones poéticas más sublimes, de los cálculos políticos más ingeniosos. Le parece que estás pendiente de sus palabras porque inclinas la cabeza con ademán pensativo…
»¡Pobre estadista! ¡pobre poeta! ¡pobre sabio!
»Estás a cien leguas de lo que te está diciendo, sin atender a otra cosa que a la hija adorada que juega junto a ese maldito estanque en el cual podría caer corriendo y sin pensar más que en el fresco de la noche que pueda helarla, porque recuerdas que su madre, a los veintidós años, sucumbió víctima de una de esas enfermedades que siegan en flor la vida.
»No obstante, tu Magdalena ha crecido, su espíritu se ilustra, su imaginación se ensancha y te entiende cuando le hablas