Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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«Querido Amaury: Ven a verme mañana. Te aguardaré a las once.
»Tu padre,
»Leopoldo de Avrigny.»
—¿Y por qué no le cita usted para esta misma noche?—preguntó Antoñita, que por encima del hombro de su tío leía lo que éste iba escribiendo.
—Porque serían muchas emociones juntas, para mi pobre hija. Ahora irás a decirle que le he escrito ya y que crees que vendrá mañana por la mañana.
Y haciendo entrar al ayuda de cámara de Leoville le entregó la respuesta.
Capítulo 7
Cuando al día siguiente despertó Magdalena, a quien la intensa emoción sufrida había rendido hasta el extremo de dejarla sumida en un sopor profundo, era ya bien entrada la mañana.
Llamó a su doncella y le mandó que abriese las ventanas.
Por el muro exterior trepaba un frondoso jazmín a la sazón en plena florescencia y cuyas ramas penetrando algunas veces en la estancia embalsamaban el ambiente con el fragante aroma de sus flores.
Magdalena, como todo temperamento nervioso, adoraba las flores y sus perfumes, que por cierto le eran muy perjudiciales, y pidió que le diesen su jazmín acostumbrado.
Antonia paseábase ya por el jardín sin otro abrigo que un sencillo peinador de batista. Su salud robusta permitiale hacer muchas cosas que a Magdalena le estaban vedadas en absoluto.
La hija de Avrigny, bien arropada en su lecho, tenía que pedir que le acercasen las flores; en cambio Antonia corría a buscarlas con la ligereza de un pájaro, sin miedo a la brisa matutina y al relente de la noche. Esto era lo único que podía envidiarle Magdalena, ya que era más hermosa y más rica que su prima.
Pero en aquella ocasión Antoñita, contra su costumbre, en lugar de correr en busca de sus flores paseábase lentamente en actitud meditabunda y casi triste.
Magdalena, incorporada en su lecho, la siguió con la mirada, en la que se revelaba cierta inquietud, y luego cuando Antoñita, que había desaparecido acercándose a la casa, volvió a aparecer lejos del edificio, se dejó caer de nuevo en la cama lanzando un hondo suspiro.
—¿Qué tienes, hija mía?—preguntó el doctor, que entraba a verla, y habiendo levantado con sigilo el cortinaje presenció aquel pequeño combate de la envidia contra los buenos sentimientos que abrigaba el corazón de Magdalena.
—Tengo, papá, que me parece Antoñita muy feliz—contestó la joven.—Ella es libre en absoluto en tanto que yo estoy condenada a eterna esclavitud. Que el sol del mediodía es demasiado ardiente… Que el aire matinal es demasiado frío… ¡Siempre la misma canción! ¿Para qué quiero unos pies tan gustosos de correr, sino se les deja salirse con la suya? Me tratan como a una pobre flor de invernadero, condenada a vivir en un medio artificial. ¿Será que estoy enferma, papá?
—No, hija mía, no, ¡qué niñería! No padeces ninguna enfermedad, pero tu constitución es muy delicada. Tú misma acabas de decirlo: Eres una flor de invernadero, una de esas flores que así se guardan porque se las tiene en gran estima. Ya habrás visto que son las más cuidadas. ¿Qué es lo que puede faltarles? ¿Carecen por ventura de algo que puedan poseer sus compañeras? ¿No disfrutan como ellas de la vista del cielo? ¿No las acaricia el sol del mismo modo? Me dirás que eso es al través de los cristales, pero cuenta también que éstos las resguardan del viento y de la lluvia, que tronchan las demás flores.
—No diré lo contrario, papá; pero más me gustaría ser violeta o margarita al aire libre como Antonia, que verme convertida en la planta preciosa y delicada que tanto pondera usted. Mírela; vea cómo ondean al aire sus sueltos cabellos; así se orea su frente mientras la mía… ¡Oh! Observe usted cómo abrasa.
Al decir esto Magdalena tomó la mano de su padre, acercándola a su frente.
—Pues por eso mismo temo tanto los efectos de ese aire glacial. Cuando hagas que los sueños de un corazón ilusionado dejen de abrasar tu frente te permitiré correr como tu prima. Si tienes empeño en salir de tu invernáculo y vivir al aire libre, te llevaré a Hyéres, a Niza o a Nápoles, y en un edén de esos tres que te he nombrado yo te dejaré hacer lo que quieras.
—Pero… ¿vendrá él con nosotros?—preguntó Magdalena mirando a su padre con cierta timidez.
—Sí; vendrá, ya que te es necesaria su presencia.
—¿Y no le reñirá usted? No será un papá tan malo como lo fue ayer ¿verdad?
—No abrigues ningún temor. Ya sabes que me he arrepentido, puesto que anoche mismo le escribí para que venga.
—Y ha hecho usted muy bien, papá, pues si le prohibiesen quererme amaría a mi prima y entonces yo sucumbiría de pena.
—¿Quién habla de morir, hija, mía?—dijo el doctor acariciando sus manos.—No pienses en esas cosas que me causan tristeza, pues aunque sé que no las dices de veras, me parece, cuando te oigo hablar así, que estoy viendo a un niño jugando con un arma envenenada.
—¡Pero si yo no digo que deseo morir ni mucho menos, papá, yo te lo juro! Me siento ahora demasiado feliz para pensar en tal cosa. Además, ¿no es usted el primer médico de París? Pues no dejaría así como así que se muriese su hija.
Avrigny lanzó un suspiro.
—¡Ay!—murmuró.—Si mi ciencia y mi saber tuviesen la eficacia que imaginas, aún viviría tu madre, hija mía… Pero ¿quieres decirme en qué piensas, Magdalena, para perder así el tiempo? Mira que son ya las diez y Amaury debe venir a las once, pues a esta hora le he citado.
—Ya lo sé, papá; llamaré a Antoñita que me ayudará a vestirme y dentro de un momento me tendrá usted, a su disposición. ¡A ver si ahora me llamará, como siempre, perezosa!
—Porque lo eres, te llamo así, Magdalena.
—Considere usted, papá, que no me encuentro bien sino en la cama. Mientras estoy levantada siento dolor o cansancio.
—¿Acaso te has sentido enferma estos días alguna vez, sin participármelo?
—No, papá; siempre me he encontrado bien. Luego, ya sabe usted que lo que me atormenta no puede calificarse propiamente de dolor, pues es un malestar sordo y febril, y aun no es continuo, porque me deja en paz algunos ratos. Ahora mismo estoy bien, no siento nada… Te tengo a mi lado y pronto veré a Amaury… Soy feliz y me encuentro muy a gusto.
—Mira: ahí tienes a Amaury.
—¿En dónde está?
—En el jardín, hablando con Antoñita. Por lo visto ha equivocado la hora—dijo sonriéndose el doctor;—yo le decía en mi carta que viniera a las once y él habrá leído con los ojos del deseo que la cita era a las diez.
—¡Que está con Antoñita en el jardín!—exclamó