Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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      —¡Usted!—exclamó Amaury al ver al doctor, pues no era otro el que había pronunciado las anteriores palabras, después de haber asistido a la escena antes descrita, oculto tras de la puerta.—No trataba de reprochar su conducta a Magdalena; era sólo una pregunta que a mí mismo me dirigía, temiendo haber sido causa de su enfado.

      —Tranquilízate, Amaury; ni tú ni Antoñita tienen culpa de nada. En caso de ser tú culpable lo serías solamente de ser amado por mi hija con entusiasmo excesivo.

      —¡Cuán bueno es usted que así trata de tranquilizarme, padre mío!

      —Ahora, Amaury, vas a prometerme no hacerla bailar demasiado y estar en todo momento a su lado procurando distraerla con tu conversación.

      —Se lo prometo a usted.

      Oyose entonces la voz de Magdalena, que decía, reprendiendo a la modista:

      —¡Por la Virgen Santísima! ¡Cuidado que está usted hoy torpe! ¡Vaya! ¡Deje usted que me ayude únicamente Antoñita y acabemos de una vez!

      Al cabo de un instante de silencio exclamó:

      —¿Pero qué haces, Antoñita?

      Y a esta exclamación siguió un ruido parecido al que se produce cuando se rasga una tela.

      —No hay que apurarse, no ha sido nada—dijo Antoñita riendo:—un alfiler que ha resbalado sobre el raso. No pases pena: esta noche serás la reina del baile.

      —¡La reina del baile, dices! ¡Qué broma más generosa! Puede ser reina del baile, aquella a quien todo sienta bien y a quien todo la hermosea; pero no la que es tan difícil de adornar y embellecer como yo.

      —¡Qué cosas dices, Magdalena!—repuso Antonia en son de reprensión cariñosa.

      —La verdad. Quien pronto podrá burlarse de mí en el salón y aniquilarme con sus sarcasmos y coqueterías no procede de un modo muy noble persiguiéndome hasta mi cuarto para entonar en mi presencia un canto anticipado de triunfo.

      —¡Cómo! ¿Me despides, Magdalena?—preguntó Antonia, con los ojos preñados de lágrimas.

      La hija del doctor no se dignó responder y su prima salió del aposento prorrumpiendo en sollozos.

      El señor de Avrigny detúvola al pasar. Amaury, estupefacto, estaba como clavado en su asiento.

      —Ven, hija mía; ven conmigo, Antoñita—dijo en voz baja el doctor.

      —¡Ay, padre mío! ¡Soy muy desgraciada!—gimió la pobre joven.

      —No digas eso, hija mía; di más bien que Magdalena es injusta; pero debes perdonarla, porque es la fiebre y no ella, quien habla por su boca; más que vituperio merece compasión. Con la salud recobrará la razón; entonces reconocerá su yerro, y arrepentida pedirá perdón por su injusta cólera.

      Al oír Magdalena el rumor de este diálogo sostenido en voz baja, debió creer que Antonia conversaba con Amaury, y abriendo la puerta bruscamente, dijo con imperioso acento:

      —¡Amaury!

      Como movido por un resorte se levantó el joven. Magdalena vio entonces que estaba solo, y paseando la mirada en torno suyo vio a su padre y a Antonia en el fondo de la estancia. Se sonrojó levemente al darse cuenta de su error, mientras Amaury tomándola de la mano la hacía volver al tocador y le decía con acento que revelaba, una penosa ansiedad.

      —¡Magdalena! ¡Magdalena mía! ¿Qué tienes? ¡No te conozco esta noche!

      Ella se dejó caer en un asiento y rompió a llorar.

      —¡Sí! ¡Sí!—exclamó.—Soy muy mala, ¿verdad que soy muy mala?… Sé que todos piensan eso y nadie se atreve a decírmelo… ¡Sí! ¡soy mala! he ofendido a mi pobre prima; no hago otra cosa que causar pesadumbre a aquellos que más me quieren… Pero es que nadie comprende que todo se vuelve contra mí, que todo me molesta, y la menor cosa me hace sufrir, hasta las más indiferentes y las más gratas. Me causan enojo los muebles en que tropiezo, el aire que respiro, las palabras que me dirigen, todo en fin, ¡todo! No sé a qué achacar este mal humor que me domina; no sé por qué mis nervios debilitados sufren una impresión desagradable al percibir la luz, la sombra, el silencio y el ruido… Yo no sé… A una negra melancolía sucede en mi ánimo una cólera injusta e inmotivada. Yo temo volverme loca… A estar enferma o ser desgraciada no me sorprendería nada de esto; pero, siendo felices como lo somos nosotros… ¿verdad, Amaury?… ¡Oh, Dios mío!… Dime que somos felices…

      —Sí, Magdalena; sí, vida mía, sí, somos felices… ¿Pues no hemos de serlo? Nos queremos; dentro de un mes nos uniremos para siempre… ¿Podrían pedir más dos elegidos a quienes por permisión divina les fuese factible regular a su gusto la existencia?

      —¡Oh! ¡Gracias! ¡gracias! Bien sé que cuento con tu perdón; pero Antoñita, mi pobre prima, a quien he tratado de un modo tan cruel…

      —También ella te perdona, Magdalena; yo te lo aseguro. No te apesadumbres por ello; todos tenemos momentos de mal humor y tristeza. A veces la lluvia, la tempestad, una nube que nos intercepta el sol, nos produce un malestar cuya causa no sabemos explicarnos y que determina nuestras alternativas de temperatura moral, si así puede llamarse el fenómeno… Venga usted, querido tutor—añadió volviéndose hacia el señor de Avrigny,—venga usted a decirle que todos conocemos la bondad de su alma y que ni nos ofende un antojo suyo ni nos alarma uno de sus arranques impetuosos.

      El doctor, antes de responder se acercó a su hija, la examinó atentamente y le tomó el pulso. Pareció reflexionar un instante y luego dijo con grave acento:

      —Hija mía, voy a pedirte un sacrificio y es preciso que me prometas no negármelo en modo alguno.

      —¡Dios mío! ¡me asusta usted, papá!—exclamó Magdalena.

      Amaury palideció porque vislumbró vivos temores en el acento de súplica del doctor, cuyo rostro iba adquiriendo por momentos una expresión muy sombría.

      —Dígame, papá, ¿qué exige usted de mi? ¿qué quiere usted que haga?—preguntó temblando Magdalena.—¿Es que estoy más enferma de lo que pensábamos?

      —¡Hija mía!—respondió el doctor, tratando de esquivar esta pregunta.—No me atrevo a pedirte que dejes de asistir al baile aunque eso sería lo más conveniente, porque dirías que te pido demasiado… Pero sí te ruego que no bailes, sobre todo el vals… No es que estés enferma; pero te veo tan nerviosa y agitada que no puedo permitir que te entregues a un ejercicio que habría de exacerbar tu excitación. ¿Conque, me lo prometes, Magdalena? Di, hija mía.

      —¡Es muy triste y costoso de hacer lo que usted me pide, papá!—repuso Magdalena, haciendo un mohín de desagrado.

      —Yo no bailaré—le dijo Amaury al oído.

      Como Amaury decía muy bien, Magdalena era la bondad personificada, y si tenía aquellos arranques de mal humor era tan sólo obrando a impulsos de la fiebre. Conmoviose hondamente ante las muestras de abnegación de los que la rodeaban, y enternecida y pesarosa, dijo, mientras a sus labios asomaba, para extinguirse en el acto, una fugitiva sonrisa:

      —Está bien: me

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