Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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compañía hasta que la orquesta preludiase los primeros compases de la próxima danza.

      El padre de Magdalena, que con los ojos fijos en su hija observaba con inquietud reciente el extraño brillo de sus ojos y los nerviosos estremecimientos que de vez en cuando agitaban su cuerpo, no pudo contenerse por más tiempo y acercándose a ella dijole con triste acento, mientras estrechaba cariñosamente una de sus manos:

      —¿Quieres algo, Magdalena? Dime, hija mía, lo que deseas, porque todo es preferible al oculto pesar que aflige tu corazón.

      —¿Habla usted de veras, papá?—exclamó Magdalena, en cuyos ojos brilló un destello de alegría.—¿Va usted a complacerme?

      —Sí, aunque sea contra mi voluntad.

      —Así, pues, ¿me permitirá bailar un vals, uno solo, con Amaury?

      —Sí; si así lo quieres, sea—dijo el doctor.

      —Ya lo oyes, Amaury: bailaremos el próximo vals.

      —Pero recuerda, Magdalena—repuso Amaury, gozoso y turbado a un tiempo,—que precisamente ése es el vals que debía bailar con Antoñita…

      Magdalena volvió vivamente la cabeza y sin pronunciar palabra interrogó a su prima con una muda mirada. Antonia contestó en el acto:

      —Me siento tan cansada que si Magdalena quisiera sustituirme, yo muy a gusto descansaría un ratito.

      Brilló un rayo de alegría en la febril mirada de Magdalena, y como a la sazón se oyesen las primeras notas del vals, alzose de su asiento y asiendo con su mano nerviosa la de Amaury lo arrastró al centro del salón, en donde abundaban ya las parejas. Cuando Amaury pasó junto al doctor, éste le dijo en voz baja:

      —¡Ten prudencia!

      —Pierda usted cuidado—repuso Leoville;—daremos muy pocas vueltas.

      Y se lanzaron en medio del torbellino, perdiéndose muy pronto entre las otras parejas.

      Bailaban un vals de Weber cuyo compás, que al principio era lento y moderado, se animaba gradualmente hasta el final, en que terminaba de un modo vertiginoso. Ardiente y grave a la vez, como trasunto del genio de su autor, era uno de esos valses que arrebatan y a la vez invitan a meditar.

      Amaury hacía lo posible para sostener a Magdalena; pero a las pocas vueltas notó que flaqueaban sus fuerzas y le dijo con cariñoso interés:

      —¿Quieres sentarte a descansar, Magdalena?

      —¡No! ¡no!—contestó la hija del doctor.—No pases cuidado: me siento con fuerzas suficientes para continuar. Si papá ve que nos detenemos no me dejará bailar más.

      Y aferrándose al brazo de Amaury, a quien comunicó sus ardientes ímpetus, siguió con increíble ligereza el ritmo del vals, cuyo aire era cada vez más vivo.

      No es fácil imaginarse pareja más admirable que la formada por aquellos dos jóvenes, a quienes la Naturaleza había colmado de dones con prodigalidad, que enlazados se deslizaban a lo largo del salón con rauda ligereza como si sus pies tocasen apenas el pavimento. Magdalena, dechado de elegancia y distinción, apoyábase en su novio y éste, radiante de felicidad, olvidándose de los espectadores, del bullicio del baile, del ritmo de la música, y anegando sus miradas en los ojos entornados de Magdalena, confundiendo con ella su aliento y escuchando los latidos de sus corazones, unidos por misteriosa corriente magnética, sintiose contagiado por la embriaguez que dominaba a su novia y le trastornó el vértigo. Olvidó la recomendación del doctor y su promesa; extinguiose su memoria para dejar paso al delirio más extraño y a partir de aquel instante ni vio ni oyó nada más de cuanto le rodeaba; toda su alma la tenía concentrada en Magdalena, cuyo flexible talle oprimía con su brazo. Ya no se deslizaban; parecían volar en alas de aquel compás febril que parecía empujarlos como un huracán, y así y todo, Magdalena repetía a cada, instante:—¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos, más de prisa!—Y Amaury obedecía, estrechando su talle con más fuerza.

      Ya no era la pálida y desencajada Magdalena quien decía esas palabras, sino una joven vigorosa, radiante de belleza, cuyos ojos lanzaban rayos de fuego y en cuya frente brillaba el esplendor de la vida. Ya habían cesado de bailar los más resistentes y ellos seguían valsando, y aun no contentos con esto, aceleraban el compás en medio de su vértigo sin ver ni oír ya nada, ciegos de amor y ebrios de dicha. Las luces, los convidados, el salón, todo les parecía que rodaba en torno suyo. En una o dos ocasiones creyó Amaury oír la voz del doctor que le decía angustiado:

      —¡Bastante, Amaury, bastante! ¡Mira que vas a matarla!

      Pero en el acto oía también la voz de Magdalena, que con nervioso acento repetía:

      —¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos más de prisa!

      Los dos novios parecían no pertenecer ya a la tierra. Sentíanse arrebatados por la felicidad, envueltos en un torbellino de amor y sumidos en un sopor delicioso; sus miradas fundían en una sus dos almas; jadeantes decíanse: ¡te amo! y reavivado su vigor por estas mágicas palabras valsaban y valsaban vertiginosamente, de un modo insensato, y esperaban morir en aquel éxtasis, juzgándose lejos de este mundo, creyéndose ya en el Cielo.

      Mas, súbitamente, Amaury sintió que hacía presión sobre su brazo todo el peso del cuerpo de su amada, entonces se detuvo asustado al verla con el talle doblado hacia atrás, lívido el rostro, cerrados los ojos y entreabiertos los labios. Se había desmayado.

      Amaury no pudo contener un grito. El corazón de Magdalena no latía; hubiérase dicho que la muerte lo había paralizado.

      Sintió el joven que la sangre se helaba en sus venas y quedó un momento inmóvil, como clavado en el suelo, mudo de estupor, inconsciente de cuanto le rodeaba; luego se repuso un tanto y al volver a darse cuenta de lo que había pasado alzó a Magdalena como una pluma y la llevó en sus brazos lejos de aquel salón en el que se saboreaba una felicidad que podía costar tan cara.

      El doctor corrió en pos de ellos y cuando alcanzó a Amaury no le dirigió la menor reconvención.

      Le acompañó al tocador, tomó allí una luz y pasando delante le guió al cuarto de su hija. Amaury dejó a Magdalena sobre su lecho y el señor de Avrigny se consagró por entero a prestarla sus cuidados, tomándole el pulso con una mano mientras con la otra le hacía respirar algunas sales.

      No tardó Magdalena en recobrar sus sentidos, y aunque su padre estaba inclinado ante ella mientras que Amaury permanecía casi invisible arrodillado junto a la cama, a éste fue a quien buscó con su mirada apenas abrió los ojos.

      —¡Amaury! ¡Amaury!—exclamó.—¿Qué ha ocurrido? ¿Estamos muertos o vivos? ¿Nos encontramos en el Cielo con los ángeles o no hemos abandonado aún la tierra?

      El joven no pudo reprimir un sollozo. Entonces Magdalena le miró con sorpresa.

      —Amaury—dijo el doctor—vuelve al salón y encárgate de despedir a los invitados. Entre Antoñita y las doncellas desnudarán y acostarán a Magdalena: yo te tendré al corriente de su estado. Si no quieres alejarte de ella haré que te preparen una cama en tu antigua habitación.

      Amaury, después de besar la mano a Magdalena que sonrió y le siguió con la vista hasta la puerta, salió del aposento. Cuando llegó al salón ya se habían marchado todos los convidados. Entonces ordenó que le arreglasen

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