Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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»—¡Oh! esa belleza, esas miradas y esa sonrisa iluminadas por un amor profundo, todo eso, ¿no es el alma?… ¿Y acaso puede morir el alma?
»Y no obstante, Magdalena morirá.
»¡Y dejará esta vida y se eclipsará sin haberme pertenecido! ¡Y el día del Juicio, el arcángel que ha de llamar a Magdalena para convertirla en un serafín como él no le dará mi nombre!…
»¡Desventurada Magdalena! Ya va viendo acercarse a su ocaso el sol de su existencia y empiezan a asaltarla tristes presentimientos. Hoy, antes de entrar en su cuarto, me detuve un momento en el umbral, según suelo hacerlo, para reunir mis energías, y oí que le decía a su padre con voz infantil, llena de ternura:
»—¡Estoy muy mala!… ¿Pero usted, papá, me salvará? Porque si yo muriera—añadió en voz baja,—moriría él también.
»—Sí, Magdalena mía, sí: si tú mueres, también yo moriré.
»Entonces entré y me senté a su cabecera. Iba a contestarle su padre, pero ella con un ademán le suplicó que callase; cree la infeliz que a mí se me oculta su estado y no quiere darme a conocer sus presentimientos y sus temores. Al poco rato me ha rogado que saliese del saloncito y que volviese a tocar aquel vals de Weber a que tanta afición muestra.
»Yo no me decidía a hacerlo; pero el doctor me indicó con una seña que accediese a su súplica y entonces obedecí.
»Pero, ¡ay! esta vez no se levantó mi pobre Magdalena para venir hacia mí sostenida por el mágico poder de esa sugestiva melodía. Casi no logró incorporarse en el lecho, y al extinguirse la última nota lanzó un suspiro y con los ojos cerrados se desplomó sobre la almohada.
»Asaltáronle luego pensamientos más graves y rogó a su padre que llamase al cura párroco de Ville d'Avray que le administró la primera comunión, y al cual, según dijo, vería con mucho gusto. Entonces el doctor se trasladó a su despacho para escribir al cura y yo quedó acompañando a mi amada.
»¡Oh! ¡Qué tristeza causa todo esto, Dios mío! Hay momentos en que se desea la muerte más que la vida.
»Pero, ¿cómo se explica, querida Antoñita, que no hable de usted jamás, y que tampoco su padre le recuerde que existe usted en el mundo?
»A no ser por la prohibición que usted me hizo de pronunciar su nombre en presencia de ella, ya sabría a estas horas cuál es el motivo de un silencio tan extraño.»
El doctor avrigny al cura párroco de ville d'Avray
«Señor cura:
»Mi hija va a morir, y antes de comparecer en la presencia de Dios, desearía ver al sacerdote que inculcó en su alma inocente la sagrada doctrina de Cristo. Le suplico, padre mío, que venga lo antes posible. Le conozco a usted lo bastante para saber que no tengo que añadir ni una palabra más, porque cuando el afligido acude a usted en demanda de auxilio jamás necesita hacerlo más que una sola vez.
»Aún espero de su bondad, otro favor. No le sorprenda mi petición, padre mío: olvídese de que se la hace un hombre a quien inmerecidamente tiene todo el mundo por una lumbrera médica de los tiempos actuales.
»El favor que quiero pedir a usted, consiste en esto:
»Creo recordar que en Ville d'Avray hay un pobre pastor, llamado Andrés, que posee recetas maravillosas y que, a creer lo que dicen los aldeanos, ha devuelto la salud a muchos enfermos que la Facultad había desahuciado. Tengo una idea vaga de todo esto, y estoy seguro de que yo no lo he soñado. Oí referir esas curas maravillosas en una época en que yo era feliz y por lo tanto incrédulo.
»Tráigame, pues, a ese hombre, se lo suplico.
»Leopoldo de Avrigny.»
Capítulo 30
El padre de Magdalena encargó de llevar esta carta a un criado montado en buen caballo, y aquella misma tarde cerca del anochecer llegaron el cura y el pastor, quienes al recibir el mensaje se apresuraron acudir al llamamiento.
Era el tal Andrés un aldeano tosco, sin instrucción y reconocíase en su aspecto esta circunstancia de modo tal que si el doctor había llegado a abrigar alguna esperanza en los recursos de aquel hombre, a las primeras palabras hubo de convencerse de que tal ilusión no era más que una quimera. Sin embargo, le acompañó al cuarto de su hija, so pretexto de que venía a avisarle que el cura no tardaría en llegar. Magdalena que en su niñez había visto con frecuencia a aquel pastor en la quinta, se alegró mucho al verle.
Cuando salió de la estancia después de ver a la enferma le pidió el doctor su opinión sobre el estado de Magdalena. Respondiole el patán con la osadía y la necedad de su ignorancia que a su juicio estaba en verdad muy grave; pero con el auxilio de las hierbas que traía ex profeso había triunfado no pocas veces en casos más extremos aún que aquél. Y al hablar así puso de manifiesto los hierbajos en cuestión cuya virtud, según él, debía reduplicarse por razón de las épocas del año en que había buscado en el campo aquellas plantas.
El padre de Magdalena las examinó con rápida mirada, y quedó convencido que el efecto que de ellas esperaba no sería otro que el de una tisana ordinaria; pero, como al fin y al cabo no podían perjudicar a la enferma, dejó que el pastor las preparase y él fue a reunirse con el cura.
—El remedio de Andrés—dijo al párroco—es pueril y ridículo, pero le dejo hacer porque eso no envuelve ningún peligro, ni influirá para nada en la hora de la muerte de mi hija, que ocurrirá en la noche del jueves al viernes, o a lo sumo en la mañana del viernes. Tengo bastante experiencia profesional—añadió con amargura—para estar bien seguro de que no me equivoco en mis tristes augurios. Ya ve usted, señor cura, que ninguna esperanza me resta ya en este mundo.
—Espere usted en Dios; confíe en El—repuso el cura.
—A eso quería yo venir a parar—dijo el doctor con cierta vacilación.—Yo siempre he creído en Dios, siempre he confiado en El, sobre todo desde que su bondad infinita me concedió una hija; y a pesar de ello he de confesarle a usted que con sobrada frecuencia ha venido la duda a turbar mi contristado espíritu. Todo aquél que analiza tiene que ser escéptico por necesidad; a fuerza de ver materia, y nada más que materia, se llega a dudar de que pueda existir un alma y quien duda del alma está a dos pasos de dudar del Creador… Cuando se niega la sombra se niega también el sol. En algunas ocasiones mi miserable vanidad humana ha osado someter a su impío examen, a su análisis, hasta el mismo Dios. ¡Oh! No se escandalice usted, padre mío, porque bien arrepentido estoy al presente de mis necias rebeldías que ahora juzgo culpables y odiosas. Hoy creo…
—Crea usted, amigo mío, y se salvará—dijo el cura.
—En esa promesa del Evangelio confío, padre mío. Sí, creo en Dios omnipotente y en su bondad y misericordia infinitas; creo que el Evangelio no sólo encierra símbolos sino también hechos ciertos; creo que las parábolas de Lázaro y de la hija de Jairo no aluden a la resurrección de las sociedades sino que refieren sucesos de orden individual,