Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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lo soy!—exclamó el doctor cayendo de hinojos,—porque poseyendo esa fe ciega puedo postrarme a sus pies y decirle: «Padre mío, nadie mejor que usted merece que rodee su cabeza la aureola de los santos, puesto que ha consagrado a curar a los enfermos y a socorrer a los pobres su existencia entera. Todas sus acciones son puras y benditas a los ojos de Dios. Es un santo, y pues lo es, haga un milagro: devuélvale a mi hija la vida y la salud… » Pero ¿qué hace, padre mío?

      El cura se había levantado, con la tristeza retratada en el semblante.

      —¡Ay!—exclamó.—Me apena muy de veras su dolor; le compadezco y siento en el alma no poseer la virtud que me atribuye, pues no me es dable otra cosa que elevar mis preces a Aquel que dispone de los destinos humanos.

      —Así, pues, todo es inútil—dijo el señor de Avrigny, levantándose también.—Dios dejará morir a mi hija del mismo modo que dejó morir a mi hijo.

      Y salió detrás del cura, que horrorizado al oírle blasfemar de aquel modo, abandonó el despacho precipitadamente.

      Como era de esperar, ningún efecto produjo el brebaje de Andrés. Magdalena durmió con sueño febril e inquieto, viéndose en su pesadilla bien a las claras el influjo de la agonía que se avecinaba ya. Al rayar el alba se despertó, lanzó un grito y extendiendo los brazos hacia su padre, exclamó:

      —¡Papá! ¡papá! ¿Verdad que no moriré?

      Abrazóla el doctor respondiéndole con las lágrimas que brotaban de sus ojos. Magdalena pareció tranquilizarse a costa de un gran esfuerzo y preguntó por el cura.

      —Ya ha venido—respondió el señor de Avrigny.

      —Quiero verle en seguida—dijo Magdalena.

      Entonces su padre envió a llamar al sacerdote, que no tardó en presentarse.

      —Señor cura—díjole Magdalena,—supliqué a papá que le llamase porque siendo mi director espiritual de siempre, quiero confesarme con usted. ¿Está dispuesto a escucharme?

      El sacerdote hizo un signo afirmativo. Magdalena volviose hacia su padre y le dijo:

      —Papá, déjeme usted sola un instante con este otro padre que es padre de todos.

      El doctor obedeció y después de besarle la frente salió del aposento.

      Junto a la puerta estaba Amaury. El padre de Magdalena, sin despegar los labios le llevó de la mano al oratorio de su hija; allí se arrodilló ante la cruz y obligando también al joven a arrodillarse le dijo:

      —¡Oremos, hijo mío!

      —¡Dios eterno! ¿Ha muerto ya Magdalena?—gritó Amaury.

      —No. Tranquilízate; aún la tendremos veinticuatro horas en nuestra compañía y yo te prometo que tú estarás presente cuando muera.

      Amaury dejó caer la cabeza sobre el reclinatorio, prorrumpiendo en sollozos.

      Haría un cuarto de hora que allí estaban de ese modo cuando se abrió la puerta del oratorio y entró el sacerdote. Al ruido de sus pasos volvió Amaury la cabeza y le preguntó:

      —¿Qué hay?

      —¡Es un ángel!—contestó el párroco de Ville d'Avray.

      El señor de Avrigny alzó a su vez la cabeza y preguntó:

      —¿A qué hora se le administrará la extremaunción?

      —A las cinco de la tarde. Magdalena quiere que a esta última ceremonia pueda asistir Antoñita.

      —¿Es decir, que mi hija sabe ya que va a morir?

      Se levantó y salió para ordenar que fuesen en seguida a buscar a su sobrina; después de dada esta orden volvió adonde la guardaban Amaury y el sacerdote y dirigiose con ellos al cuarto de Magdalena.

      Hacia las cuatro de la tarde llegó Antoñita. A la sazón no podía darse espectáculo más triste que el que ofrecía la habitación de la enferma. A un lado de la cama veíase al doctor con semblante abatido, desesperado, oprimiendo la mano de su hija, mirándola con la misma fijeza con que el jugador mira la carta en que arriesga su fortuna y buscando como él un postrer recurso en lo más hondo de su inteligencia.

      Al otro lado Amaury, tratando de sonreír no hacía en realidad otra cosa que llorar.

      A los pies de la cama el sacerdote, con semblante noble y grave, contemplaba a la pobre moribunda elevando de vez en cuando sus ojos hacia el Cielo adonde su espíritu habría de volar pronto.

      Súbitamente apareció Antoñita en el marco de la puerta, quedándose en la sombra que envolvía uno de los ángulos del cuarto.

      —No intentes ocultarme tu llanto, Amaury—decía Magdalena con acento cariñoso.—Si no viese las lágrimas en tus ojos me avergonzaría yo de las que asoman a los míos. Si lloramos, no es nuestra la culpa: ¡Es que es muy triste separarse a nuestra edad, cuando la vida nos parecía tan buena y veíamos el mundo tan hermoso! Pero lo más terrible, lo que más me horroriza, es dejar de verte, Amaury, no estrechar ya tu mano, no expresarte mi agradecimiento por tu amor, no dormirme esperando que te me aparezcas en mis sueños. Déjame que te contemple por última vez para poder acordarme de ti en la eterna noche de mi sepulcro.

      —Hija mía—dijo el sacerdote.—En compensación de las cosas que abandona usted en este mundo, gozará la gloria del paraíso.

      —¡Ay! ¡Yo lo tenía en su amor!—suspiró Magdalena.

      Y alzando la voz, añadió:

      —¿Quién te querrá como yo te quiero? ¿Quién te comprenderá como yo he llegado a comprenderte? ¿Quién sabrá someterse como yo a tu suave autoridad, amado mío? ¿Quién cifrará como yo su amor propio y su orgullo en tu amor? ¡Oh! Si yo conociese alguna capaz de eso, te juro, Amaury, que le legaría con gusto tu cariño, porque ahora ya no me atormentan los celos… ¡Pobre amor mío! Tengo tanta compasión de ti como de mí misma, porque el mundo va a parecerte tan desierto como mi sepultura.

      Amaury sollozaba; por las mejillas de Antoñita rodaban gruesas lágrimas; el sacerdote, para no llorar, procuraba recogerse en la oración.

      —¡No hables tanto, Magdalena: te fatigas demasiado!—dijo con acento de ternura el doctor, único de los presentes a quien su amor había dado fuerzas para conservar la serenidad.

      Volviose hacia él la moribunda y le dijo con su voz más cariñosa:

      —¿Qué podría decirte, padre mío, a ti que, desde hace dos meses, dices y haces cosas tan sublimes; a ti, que de un modo tan admirable has sabido prepararme para no quedar vislumbrada ante la bondad celeste; a ti, cuyo amor es tan magnánimo que no has sentido los celos, o, lo que tiene aún más mérito, has logrado aparentar no sentirlos? Ahora ya sólo Dios podría inspirarte celos. Tu abnegación es sublime: me admira… Y me causa envidia—agregó, bajando la voz.

      —Hija mía—dijo el ministro de Dios,—su amiga, su hermana Antoñita ha acudido a su llamamiento. Acaba de llegar; ahí está.

      Capítulo

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