Susurran tu nombre. Alex North
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«Neil. Neil. Neil».
Sumó a la llamada su propia voz:
—¡Neil!
Nada.
Las primeras cuarenta y ocho horas posteriores a cualquier desaparición son siempre las más cruciales. El aviso de desaparición del niño se había recibido a las 19.39, apenas hora y media después de que el pequeño hubiera salido de casa de su padre. Tendría que haber llegado a su casa hacia las 18.20, pero como la coordinación entre los padres en cuanto a acordar la hora de llegada de Neil había sido escasa, la ausencia no había quedado patente hasta que la madre había telefoneado por fin a su exmarido para preguntar por el niño. Cuando la policía había llegado a la escena del suceso, a las 19.51, la oscuridad se cernía sobre el lugar y habían transcurrido ya cerca de dos horas de las cuarenta y ocho iniciales. Y ahora habían pasado ya casi tres.
Pete sabía que, en la inmensa mayoría de casos, los niños desaparecidos se localizaban rápidamente sanos y salvos y se devolvían a la familia. Los casos de desaparición infantil se dividían en cinco categorías: casos descartables, desaparición voluntaria, accidente o percance, secuestro dentro del ámbito familiar y secuestro fuera del ámbito familiar. Las leyes de la probabilidad apuntaban a que la desaparición de Neil Spencer acabaría siendo resultado de algún tipo de accidente y que el niño sería localizado pronto. Pero aun así, cuánto más avanzaba Pete por aquel descampado, más le decía su instinto que el resultado sería distinto. Notaba una presión agobiante en el corazón. Aunque, por otro lado, sabía también que cualquier desaparición en la que estuviera implicado un niño le hacía sentirse así. Aquello no quería decir nada. Era simplemente que los terribles recuerdos de lo sucedido veinte años atrás emergían a la superficie y arrastraban con ellos malas sensaciones.
El haz de luz de la linterna enfocó un objeto de color gris.
Pete se detuvo en seco y volvió a enfocar hacia aquel punto. Debajo de unos arbustos había un viejo televisor con la pantalla rota por varios lugares, como si la hubieran utilizado a modo de diana para hacer puntería. Se quedó observando el aparato unos instantes.
—¿Alguna novedad?
Era una voz anónima que preguntaba desde la cercanía.
—No —respondió Pete.
Después de una búsqueda infructuosa, Pete llegó al otro extremo del descampado al mismo tiempo que los demás agentes. Y una vez que hubo dejado atrás la oscuridad, la luminosidad decolorada de las farolas de la calle le resultó extrañamente mareante. En el ambiente había un leve zumbido de vida que estaba ausente en el silencio del descampado.
Instantes después, sin nada mejor que hacer en aquellos momentos, dio media vuelta y echó a andar por donde acababa de venir.
No sabía muy bien hacia dónde iba, pero se encontró sin darse cuenta caminando hacia un lado, en dirección a la vieja cantera que se abría en uno de los extremos del descampado. A oscuras, aquello era terreno peligroso, de modo que se dirigió hacia el grupo de linternas del equipo de búsqueda que se disponía a iniciar sus trabajos en la cantera. Mientras unos agentes recorrían el borde y enfocaban las linternas hacia la ladera mientras seguían llamando a Neil, el grupo al que se había acercado Pete estaba consultando mapas y preparando el descenso por el abrupto sendero que conducía hacia el fondo. Cuando Pete llegó junto a ellos, un par de hombres levantaron la cabeza.
—¿Señor? —dijo uno de ellos reconociéndolo—. No sabía que hoy estuviera de guardia.
—Y no lo estoy. —Pete levantó la cinta de la valla de protección para pasar, se agachó y se sumó a ellos, vigilando dónde ponía el pie—. Pero vivo al servicio de este pueblo.
—Entendido, señor —contestó el agente con ciertas dudas.
No era habitual que un inspector se presentara para llevar a cabo un trabajo duro y monótono como aquel. La inspectora Amanda Beck estaba coordinando la incipiente investigación desde su despacho en el departamento y el equipo de búsqueda que exploraba sobre el terreno estaba integrado principalmente por agentes sin rango. Pete imaginó que tenía muchas más horas a sus espaldas que cualquiera de ellos, pero aquella noche quería ser simplemente uno más. Había desaparecido un niño, lo que significaba que había que encontrar a un niño. El agente que acababa de interpelarlo tal vez era demasiado joven para recordar lo que había sucedido con Frank Carter hacía ya dos décadas y para comprender por qué a nadie debía sorprenderle encontrar a Pete Willis trabajando en circunstancias como aquella.
—Vigile por dónde pisa, señor. El terreno es un poco inestable.
—No se preocupe.
Y también lo bastante joven como para considerarlo también un viejo, al parecer. Seguramente no había visto nunca a Pete en el gimnasio del departamento, que visitaba cada mañana antes de empezar a trabajar. A pesar de la diferencia de edad, Pete apostaría lo que fuera a que podía levantar más peso que aquel joven en cualquier máquina. Vigilaba por dónde pisaba, efectivamente. Vigilarlo todo, incluso a sí mismo, era una reacción instintiva en él.
—De acuerdo, señor, bueno, el caso es que estamos a punto de bajar. Coordinándolo todo.
—No soy el responsable de la operación. —Pete apuntó con la linterna el sendero para inspeccionar el escabroso terreno. El haz de luz alcanzaba una distancia muy corta. El lecho de la cantera no era más que un enorme agujero negro—. Su superior es la inspectora Beck, no yo.
—Sí, señor.
Pete siguió mirando hacia abajo, pensando en Neil Spencer. Las rutas más probables que podía haber seguido el niño ya habían sido identificadas. Se habían recorrido las calles. Se habían puesto en contacto con sus amigos y no habían sacado aún nada en claro. Si la desaparición del niño era resultado de un accidente o de una desgracia, la cantera era el único lugar que quedaba donde tenía algún sentido encontrarlo.
Pero el mundo negro que se extendía bajo sus pies se percibía completamente vacío.
No podía saberlo con seguridad, al menos aplicando la lógica. Pero sabía por instinto que no encontrarían a Neil Spencer allí.
Que muy posiblemente no lo encontrarían nunca.
Tres
—¿Recuerdas lo que te conté? —dijo la niña.
Lo recordaba, pero Jake se esforzaba por ignorarla. Todos los demás niños del Club 567 estaban fuera, jugando al sol. Se oían los gritos y el sonido del balón de fútbol rodando por el asfalto y, de vez en cuando, un golpe sordo contra la pared del edificio. Pero él seguía sentado dentro, trabajando en su dibujo. Habría preferido quedarse solo para acabarlo.
No es que no le gustara jugar con la niña. Claro que le gustaba. De hecho, era la única que quería jugar con él la mayoría de las veces y, en condiciones normales, se alegraba de verla. Pero aquella tarde la niña no tenía