Susurran tu nombre. Alex North

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Susurran tu nombre - Alex North HarperCollins

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más cosas y él había descubierto lo que acabaría convirtiéndose en el Estuche y me había preguntado si podía quedárselo. Por supuesto que podía, le había respondido yo. Podía quedarse con todo lo que quisiera.

      El Estuche estaba vacío en aquel momento, pero pronto empezó a llenarlo. Parte de su contenido provenía de las posesiones de Rebecca. Había cartas, fotografías y chismes de todo tipo. Dibujos que él había hecho y objetos que consideraba importantes. Como si fuese un objeto relacionado con la brujería, el Estuche rara vez se apartaba de su lado y, a excepción de algunas cosas, yo no tenía ni idea de qué guardaba Jake allí dentro. Y no lo hubiera mirado ni siquiera si hubiera podido hacerlo. Eran sus Cosas Especiales, al fin y al cabo, y tenía derecho a tenerlas.

      —Vamos, colega —dije—. Recojamos tus cosas y salgamos de aquí.

      Dobló la hoja con el dibujo que estaba haciendo y me lo dio para que se lo llevara. Fuera lo que fuese aquella imagen, no era lo bastante importante como para guardarla en el Estuche, que Jake cogió a continuación. Cruzó entonces la sala en dirección a la salida, junto a la cual colgaba de una percha su cantimplora. Pulsé el botón verde para abrir la puerta y miré hacia atrás. Sharon estaba ocupada con la limpieza.

      —¿Quieres decir adiós? —le pregunté a Jake.

      Jake se giró al llegar a la puerta y, por un instante, su expresión se volvió de tristeza. Me imaginaba que se despediría de Sharon, pero se limitó a decirle adiós con la mano a la mesa vacía en la que estaba sentado cuando yo llegué.

      —Adiós —dijo—. Prometo que no se me olvidará.

      Y antes de que me diera tiempo a hacer algún comentario, se escabulló por debajo de mi brazo.

      Cinco

      El día que Rebecca murió, me había encargado yo de ir a recoger a Jake.

      Era uno de aquellos días que supuestamente tenía que dedicar a escribir, y cuando Rebecca me pidió si podía ir yo a buscar a Jake en su lugar, mi primera reacción fue de fastidio. Tenía que entregar mi siguiente libro en pocos meses y apenas había sido capaz de escribir nada bueno en todo el día, de manera que, a aquellas alturas, contaba con poder tener media hora final de trabajo que produjera un milagro. Pero como había visto que Rebecca estaba pálida y temblorosa, había accedido a su petición.

      En el coche, de camino de vuelta a casa, me había esforzado por preguntarle a Jake qué tal le había ido el día, pero sin resultados. Era lo normal. O bien no se acordaba o era que no quería hablar. Y, como solía pasar, había tenido la sensación de que sí que le habría respondido a Rebecca, lo cual, sumado al fracaso en mi empeño de sacar adelante el libro, me había hecho sentirme más ansioso e inseguro que nunca. Al llegar a casa, Jake había salido a la velocidad del rayo del coche. ¿Podía ir a ver a mamá? Sí, le había dicho yo. Estaba seguro de que a ella le gustaría. Le dije que no se encontraba muy bien y que fuera cariñoso con ella, y también que se acordara de quitarse los zapatos al entrar en casa porque ya sabía que a su madre no le gustaba nada que ensuciara.

      Y luego yo me había entretenido un poco en el coche, tomándome mi tiempo, sintiéndome mal por ser un despreciable fracasado. Había entrado sin prisas en casa, había dejado las cosas en la cocina y me había dado cuenta de que mi hijo no se había quitado los zapatos para dejarlos allí como yo le había pedido. Porque, evidentemente, a mí nunca me hacía caso. Reinaba el silencio. Imaginé que Rebecca se habría acostado arriba y que Jake habría subido a verla y que todo el mundo estaba bien.

      Excepto yo.

      Hasta que finalmente entré en el salón y vi a Jake de pie en el extremo opuesto de la habitación, junto a la puerta que daba acceso a la escalera, mirando algo que había en el suelo y que yo no alcanzaba a ver. Estaba completamente quieto, como hipnotizado por lo que estaba viendo. Cuando me acerqué despacio hasta allí, me di cuenta de que no es que estuviera inmóvil, sino que estaba temblando. Y entonces vi a Rebecca, en el suelo, al pie de la escalera.

      Después de aquello, tengo un vacío de memoria. Sé que aparté a Jake de allí. Sé que pedí una ambulancia por teléfono. Sé que hice todo lo correcto. Pero no recuerdo haberlo hecho.

      Y lo peor del caso es que, a pesar de que nunca lo había comentado conmigo, estaba seguro de que Jake lo recordaba todo.

      Diez meses más tarde, entramos en una cocina donde todas las superficies parecían estar ocupadas por platos y tazas y en la que el poco espacio de encimera visible estaba sucio con manchas y migas. En el salón, los juguetes repartidos por el suelo de parqué estaban desperdigados y parecían olvidados. A pesar de mis discursos sobre la necesidad de clasificar los juguetes antes de la mudanza, daba la impresión de que ya habíamos examinado todas nuestras posesiones, cogido lo que necesitábamos y dejado el resto esparcido por todas partes, como si fuera basura. Hacía meses que sobre la casa se cernía constantemente una sombra, cada vez más oscura, como un día que gradualmente va llegando a su fin. Era como si nuestro hogar hubiera empezado a derrumbarse el día que Rebecca murió. Porque ella siempre había sido su alma.

      —¿Me das mi dibujo, papá?

      Jake ya estaba arrodillado en el suelo, reuniendo los rotuladores de colores que habían quedado desperdigados por la mañana.

      —¿Y la palabra mágica?

      —Por favor.

      —Sí, claro que sí. —Se lo dejé a su lado—. ¿Un sándwich de jamón?

      —¿Puedo comer un caramelo en vez de eso?

      —Después.

      —Vale.

      Despejé un poco de sitio en la cocina, unté con mantequilla dos rebanadas de pan, puse tres lonchas de jamón en el sándwich y lo dividí en cuatro partes. Intentando luchar contra la depresión. Un pie detrás de otro. Siempre avanzando.

      No pude evitar pensar en lo que había pasado en el Club 567, en Jake diciéndole adiós a una mesa vacía. Mi hijo siempre había tenido amigos imaginarios, de toda la vida. Siempre había sido un niño solitario; tenía un carácter tan cerrado e introspectivo que parecía ahuyentar a los demás niños. Los días buenos, me imaginaba que era porque tenía una personalidad independiente y se sentía feliz siendo así, y me decía a mí mismo que no pasaba nada. La mayoría de las veces, sin embargo, me preocupaba.

      ¿Por qué no podía ser Jake más parecido a los demás niños?

      ¿Más «normal»?

      Era un pensamiento desagradable, lo sabía, pero era simplemente porque quería protegerlo. Cuando eres tan callado y solitario como Jake, el mundo puede llegar a ser brutal contigo, y no quería que pasase por lo que yo había pasado a esa edad.

      Pero hasta ese momento, los amigos imaginarios se habían manifestado sutilmente, en forma de pequeñas conversaciones que mantenía consigo mismo, y aquel nuevo avance no me gustaba nada. No me cabía la menor duda de que la niña con la que me había dicho que se había pasado el día hablando solo existía en su cabeza. Además, era la primera vez que reconocía un hecho como aquel en voz alta, que hablaba con alguien delante de otra gente, y la situación me asustaba un poco.

      Rebecca nunca se había mostrado preocupada por el tema. «Jake está bien, hay que dejar que sea él mismo». Y como ella sabía más que yo sobre prácticamente todo, siempre había

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