Susurran tu nombre. Alex North
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«Te echo de menos…».
Pero si continuaba con aquella corriente de pensamientos sabía que acabaría llorando, de modo que la corté en seco y cogí el plato. Y entonces, oí que Jake estaba hablando en voz baja en el salón.
—Sí —dijo.
Y luego a modo de respuesta a algo que no pude oír:
—Sí, ya lo sé.
Sentí un escalofrío.
Me acerqué sin hacer ruido a la puerta, pero no crucé el umbral todavía, sino que me quedé allí escuchando. Desde donde estaba, no podía ver a Jake, pero la luz del sol que se filtraba a través de la ventana proyectaba su sombra junto al sofá: una forma amorfa, no reconocible como humana, pero que se movía ligeramente, como si estuviese balanceándose sobre sus rodillas.
—Sí que lo recuerdo.
Hubo unos segundos de silencio en los que el único sonido que escuché fue el latido de mi corazón. Me di cuenta de que contenía la respiración. Cuando volvió a hablar, lo hizo subiendo el tono de voz, y parecía enfadado.
—¡No quiero decirlo!
Y finalmente, crucé la puerta.
Por un momento, no supe qué iba a encontrarme. Pero Jake estaba agachado en el suelo, exactamente donde lo había dejado, con la diferencia de que ahora estaba mirando hacia un lado y había dejado abandonado el dibujo. Seguí la dirección de su mirada. No había nadie, claro está, pero miraba tan fijamente el espacio vacío, que me resultó fácil imaginarme una presencia allí mismo.
—¿Jake? —dije sin levantar mucho la voz.
No me miró.
—¿Con quién hablabas?
—Con nadie.
—Te he oído hablar.
—Con nadie.
Y entonces, se giró un poco hacía mí, cogió de nuevo el rotulador y empezó a dibujar otra vez. Avancé un paso más hacia él.
—¿Podrías dejar el rotulador y responderme, por favor?
—¿Por qué?
—Porque es importante.
—No estaba hablando con nadie.
—¿Y por qué no dejas el rotulador si acabo de decirte que lo hagas?
Pero siguió dibujando. La mano empezó a moverse con más pasión y el rotulador a trazar círculos desesperados alrededor de las figuritas.
Mi frustración aumentó hasta transformarse en enfado. A menudo, me daba la sensación de que Jake era un problema que yo era incapaz de resolver y me odiaba a mí mismo por ser tan inútil y tan poco efectivo. Por otro lado, me ofendía también que no me diera nunca ni una sola pista. Que no pudiéramos alcanzar algún tipo de acuerdo entre ambas partes. Yo quería ayudarlo; quería saber que estaba bien. Pero no me daba la impresión de que pudiera conseguirlo solo.
Me di cuenta de que, inconscientemente, estaba sujetando el plato con una fuerza excesiva.
—Ya tienes preparado el sándwich.
Lo dejé en el sofá, sin esperar a ver si dejaba o no de dibujar. Y volví directamente a la cocina, me apoyé en la encimera y cerré los ojos. Sin saber por qué, el corazón me latía a toda velocidad.
«Te echo mucho de menos —pensé, dirigiendo mi lamento a Rebecca—. Ojalá estuvieras aquí. Por muchos motivos, pero ahora mismo, porque creo que me veo incapaz de hacer esto».
Rompí a llorar. Daba igual. Sabía que Jake pasaría un rato dibujando o comiendo y que no aparecería por la cocina. ¿Por qué iba a hacerlo, si solo me encontraría a mí? De modo que daba igual. Mi hijo podía pasarse un buen rato hablando en voz baja con gente que ni siquiera existía. También podía hacerlo yo, mientras no levantara mucho la voz.
—Te echo de menos.
Aquella noche, como siempre, subí a Jake en brazos a la cama. Desde la muerte de Rebecca, siempre lo habíamos hecho así. Jake se negaba a mirar hacia el lugar donde había descubierto su cuerpo y se aferraba a mí con fuerza, conteniendo la respiración y con la cara pegada a mi hombro. Todas las mañanas, todas las noches, cada vez que necesitaba ir al baño. Yo lo entendía, pero empezaba a pesarme, y no solo en sentido literal.
Confiaba en que eso cambiara pronto.
En cuanto se hubo dormido, bajé y me senté en el sofá con una copa de vino y mi iPad y cargué la página con los detalles de nuestra nueva casa. Mirar las fotografías me hizo sentirme incómodo, pero de otra manera.
Podría decir, sin miedo a equivocarme, que la casa la había elegido Jake. Yo no había conseguido verle la gracia de entrada. Era una casa pequeña, a cuatro vientos, vieja, de dos plantas, con el aspecto de una cabaña destartalada. Y, además, era un poco rara. Las ventanas presentaban una disposición algo estrambótica y costaba imaginar cómo sería la planta interior y, por otro lado, el ángulo del tejado estaba un poco descuadrado, de tal modo que cuando lo mirabas de frente, el edificio parecía adoptar una postura inquisitiva, tal vez incluso de enojo. Pero transmitía también una sensación más general, un cosquilleo en la nuca. Cuando la había visto por primera vez, aquella casa me había puesto nervioso.
Pero aun así, Jake se había visto instalado en ella desde el instante en que la había encontrado. Aquella casa tenía algo que lo había dejado tremendamente fascinado, hasta el punto de que se había negado a seguir buscando más.
Cuando me acompañó a visitarla por primera vez, el lugar lo dejó hipnotizado. Yo no estaba convencido del todo. El interior tenía un tamaño más que aceptable, pero, por otro lado, era lóbrego. Había armarios y sillas cubiertos de polvo, montones de periódicos viejos, cajas de cartón, un colchón en la habitación de invitados de la planta baja. La propietaria, una anciana que respondía al nombre de señora Shearing, se había disculpado diciendo que todos aquellos trastos eran del inquilino que había estado arrendando la casa y que cuando la vendiera, lo retiraría todo.
Pero Jake se había mostrado inflexible y, en consecuencia, había decidido programar una segunda visita, esta vez solo. Fue entonces cuando empecé a ver la casa con otros ojos. Sí, era rara, pero eso era precisamente lo que le daba un encanto similar al que tienen los chuchos callejeros. Y lo que de entrada me había parecido un aire huraño, me pareció entonces más bien de cautela, como si aquella casa hubiera sufrido en el pasado y hubiera que ganarse su confianza.
Tenía carácter, imaginé.
Incluso así, pensar en la mudanza me aterraba. De hecho, aquella tarde, una parte de mí confiaba en que el director del banco se diera cuenta de las medias verdades que le estaba contando con respecto a mi situación financiera y rechazara concederme la hipoteca. Pero ahora me sentía aliviado. Porque al mirar a mi alrededor y ver en el salón los restos polvorientos e ignorados de la vida que en