El milagro del yoga. Ramiro Calle

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El milagro del yoga - Ramiro Calle Sabiduría Perenne

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sumamente desconcertante, pues no sigue la lógica ordinaria y resulta imprevisible. Su armonía interna deviene al asentarse en una ecuanimidad total, pues su propio gozo interior (ananda) le permite desapegarse por completo del disfrute y dependencia sensoriales. Se sitúa más allá del conflicto e incluso supera el miedo a la muerte, habiendo adquirido total aceptación de la inevitabilidad. Su serenidad resulta contagiosa y vive la vida sin confrontaciones o conflictos inútiles, fluidamente, con naturalidad, firme, pero sin engendrar oposición, aceptando los hechos incontrovertibles y cabalgando sobre ellos sin resistencias innecesarias. Ve las cosas como son, sin autoengaños y es dueño de un conocimiento directo e inmediato, que no se deja empañar por proyecciones o viejas asociaciones. Se ha liberado de fórmulas, dogmatismos, etiquetas y convencionalismos. Vive conectado con el instante, desde su ser central hacia la periferia, habitando en los planos más tranquilos y límpidos de su interioridad, como un espejo que refleja el Universo. Ha ampliado su comprensión hasta los límites y se mantiene imperturbablemente lúcido, atento y ecuánime en este mundo de apariencias y claroscuros, viendo las cosas como son y sin dejarse envolver por la imaginación incontrolada, memorias distorsionantes o viejos patrones. Está sin estar (que es la manera más íntima de hacerlo), evitando arrastrar el momento pasado al momento presente, sabiendo asir y soltar, siempre renovado, en apertura amorosa.

      El jivanmukta o arahat, el liberado-viviente o despierto, ha experimentado la transformación completa que exige la autorrealización y se ha convertido en consciencia-testigo que, con su capacidad de inhibir los procesos mentales, no se modifica; se ha convertido en el soberano de sí mismo, libre de oscurecimientos mentales, sin dejarse atrapar por acumulaciones psíquicas, liberado de la sujeción de sus envolturas psicosomáticas (aunque son su vehículo mientras habita en este mundo), sanamente autodominado, pero espontáneo, libre de temores inútiles. Con el samadhi, ha hallado la recompensa a todos sus desvelos, a sus esfuerzos por establecerse en su naturaleza real.

      Una persona como el jivanmukta ha dado el salto del homoanimal al verdadero ser humano, completando su evolución consciente y despertando a una nueva manera de ser y reaccionar. Ha roto la tiranía de su naturaleza mecánica y ha dejado de ser cautivo de las apariencias y de las tendencias insanas de la mente. Ahora es realmente libre.

      Desde muy antaño, el yogui se proponía esta meta e incluso si no llegaba a ella, la conservaba como su referencia, estímulo e inspiración. Para poder aproximarse a este estado, se ha servido de enseñanzas, métodos y técnicas: el legado impagable de los maestros que han ido enriqueciendo el gran río del yoga con sus experiencias y lúcidas aportaciones, nacidas siempre de la verificación personal y donde nada se ha dejado al azar. Así, el caudal de este fabuloso río no solo no ha decrecido, sino que, por el contrario, se ha ensanchado, a pesar del gran número de embaucadores, impostores y mercenarios del espíritu que han surgido en los últimos tiempos.

      Para lograr la transformación interior, la elevación de la mente, la evolución de la consciencia, el yoga pone a disposición del aspirante instrucciones solventes para que pueda conocerse, aprender a interiorizarse, desarrollar la percepción introspectiva y descubrirse, liberándose de las apariencias y conectándose con su realidad más íntima. Todo ello representa el denominado trabajo interior o trabajo sobre el Sí-mismo, a fin de activar los potenciales ocultos, estimular las funciones de la mente, resolver los conflictos internos y contar con más energía para aproximarse a los estadios más elevados de consciencia. Todo ello es lo que, insisto, configura el trabajo interior, que iremos examinando en sucesivas páginas.

      En todo ser humano –y así se ha considerado desde tiempos remotos, no solo en el yoga, sino en muchas técnicas de autorrealización orientales y occidentales– existe una persona aparente o externa y una persona real o interna. La gran mayoría de los seres humanos habitan en la persona externa, resultando mecánicos, inconscientes, dependientes de sus impulsos y sujetos a su yo-físico, su yo-mental y su yo-emocional. Así, el ser humano se deja pensar por sus pensamientos, sentir por sus sentimientos y ser vivido por la vida, como una infinitud de tendencias o fuerzas contrapuestas que crean caos y conflicto. Esto hace que en la mente aniden tendencias insanas y muy aflictivas como la ofuscación, la avaricia, el odio y tantas otras, generando mucho sufrimiento. La persona no es en absoluto dueña de sí misma y está sometida a toda suerte de ambivalencias, tensiones, profunda insatisfacción y falta de autodominio.

      El hombre-aparente se apoya en la máscara burda de la personalidad, la imagen y la autoimagen. En suma, en todo aquello que es adquirido y que se ha ido acumulando en él a lo largo de los años. Se convierte en un resultado o producto psicológico y cultural, sin libertad real, sometido a la servidumbre de sus costumbres, conocidas en el yoga como samskaras, que le roban la libertad en pensamiento, palabra y obra. Por eso, el yogui aspira a la libertad interior, a recuperar al hombre-real y despojarse del hombre-aparente, a convertirse en soberano de sí mismo. Es la larga marcha hacia la autorrealización, sin duda el aporte más valioso que uno puede ofrecer a sí mismo y a los demás. Distintos obstáculos habrán de superarse, empezando por la ignorancia básica de la mente (causa de tanto engaño y sufrimiento) y otros, señalados por Patanjali como: el apego, la aversión, el egotismo y el anhelo de existencia personal. También habrá que superar la dispersión mental, las emociones negativas, el desequilibrio psicosomático, los sentimientos destructivos, la indolencia y la falta de confianza en las propias posibilidades.

      Para sortear las dificultades, el yogui requiere del esfuerzo bien dirigido, la disciplina, la autovigilancia (de mente, palabra y cuerpo), la indagación interna (vichara), el desapego y la purificación del discernimiento. Mediante el trabajo interior, el intelecto va dando paso de manera gradual a la intuición. Asimismo, se va desarrollando la consciencia para disipar la ignorancia y finalmente conseguir cruzar de la orilla de la servidumbre a la de la libertad.

      El hombre-real o centro ontológico que reside en la persona se hace más evidente en la medida en que el practicante se libera de la sujeción al cuerpo, la mente y las emociones, y se establece como un observador inafectado, por encima de los procesos de identificación que lo limitan. Esto le permite actuar con mayor libertad y consciencia, sabiendo compaginar la lucidez y la compasión. Ahora no solo quiere conocerse, sino también conocer al conocedor. Mediante el trabajo interior, el hombre-real despierta paulatinamente de un sueño profundo y prolongado. Entonces, aun siendo todo igual, todo comienza a ser distinto. El hombre-real penetra en la esencia de las cosas y no vive de acuerdo con los espejos distorsionantes de la mente. Ha surgido una nueva persona, que no solo conoce, sino que realmente comprende. El hombre-aparente es víctima de la dualidad, que engreda multiplicidad y visión caótica. El hombre-real se establece en la unidad y su visión es de unificación y plenitud, pues solo en esa visión de unidad hay una percepción de totalidad.

      4. En busca de la liberación

      El proceso no es corto ni fácil, pero es que nadie dijo nunca que haya atajos para llegar al cielo. De nada sirve regatear esfuerzos en este viaje de la consciencia hacia el despertar, y menos aún las chucherías espirituales, los placebos, las falsas expectativas, la impaciencia o la superstición.

      Autodominio y autoconocimiento

      El yoga es un camino del medio que evita tanto la autocomplacencia como la automortificación, tanto la autoindulgencia excesiva como el autorrigor. Se valora el esfuerzo consciente, la voluntad intrépida, el poder interior y la tenacidad, pero todo en su justa medida, con actitud equilibrada. Sin motivación y esfuerzo, sin firme resolución y asidua práctica, no hay mejoramiento humano ni evolución. La desidia, la pereza, la inercia y la indolencia son obstáculos. En este sentido, los yoguis se identifican con las palabras del Buda, que dice:

      No conozco nada tan poderoso como el esfuerzo para vencer la pereza y la indolencia.

      El practicante evita el extremo de la ascesis y el del encadenamiento a los placeres fenoménicos. En uno y otro

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