Alamas muertas. Nikolai Gogol

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Alamas muertas - Nikolai Gogol Vía Láctea

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pues su cara era gorda y rolliza; la piel de color amarillo y los ojos pequeños mostraban que conocía bastante bien los edredones y los colchones de pluma. Al instante, se podía ver que ejecutaba su actividad tal como lo hacían todos los administradores de un señor: primero había estado en casa sencillamente como un aprendiz que sabe leer y escribir, luego se había casado con alguna Agaska, ama de llaves, favorita de la señora y se había hecho él mismo amo de llaves, y luego administrador. Pero una vez que llegó a administrador, actuó, se entiende, como todos los administradores: tenía tratos y compadreos con los más ricos de la aldea, aumentaba las cargas de los más pobres, se despertaba a las nueve de la mañana, aguardaba al samovar y bebía té.

      —¡Escucha, querido! ¿Cuántos campesinos se nos han muerto desde la última inspección?

      —¿Que cuántos? Desde entonces, han muerto muchos –dijo el administrador y, con ello, hipó, cubriéndose la boca un tanto con la mano, como si fuera un escudo.

      —Sí, lo reconozco, yo también lo pensaba –acompañó Manilov– justamente. ¡Son muchísimos los que han muerto! –aquí se volvió hacia Chichikov y aún añadió–: Exactamente, muchísimos.

      —¿Y qué cifra, por ejemplo? –preguntó Chichikov.

      —¿Sí, qué cifra? –acompañó Manilov.

      —Pues, ¿cómo decir una cifra? No se sabe cuántos han muerto, nadie lo ha calculado.

      —Sí, precisamente –dijo Manilov volviéndose hacia Chichikov–, yo también suponía que la mortandad había sido grande; completamente desconocido, cuántos han muerto.

      —Por favor, recuéntelos bien de nuevo –dijo Chichikov– y haga un registro detallado de todos por nombres.

      —Sí, de todos por nombres –dijo Manilov.

      El administrador dijo: «¡A sus órdenes!» –y se fue.

      —¿Y por qué razón le hace falta a usted eso? –le preguntó Manilov cuando el administrador se había ido.

      Al parecer, esta pregunta le puso al invitado en un aprieto, en su cara asomó cierta expresión forzada, de la que hasta llegó a ruborizarse... la tensión de expresar algo que no obedecía del todo a las palabras. En efecto, finalmente, Manilov escuchó unas cosas tan extrañas y tan poco comunes como jamás hubieran escuchado oídos humanos.

      —Usted ha preguntado ¿por qué razones? Las razones son éstas: yo querría comprar campesinos... –dijo Chichikov, dejó la frase a la mitad y no la acabó.

      —Pero permítame preguntarle –dijo Manilov–, ¿cómo quiere usted comprar los campesinos: con la tierra o simplemente llevárselos con usted, es decir, sin tierra?

      —No, yo no me refiero en absoluto a los campesinos –dijo Chichikov–, yo lo que deseo es tener los muertos...

      —¿Cómo? Perdone... es que estoy un poco sordo, creo haber oído una palabra muy extraña...

      —Tengo pensado comprar los muertos que figuren como vivos en la inspección –dijo Chichikov.

      En este punto, a Manilov se le cayó al suelo el chibuquí con la pipa y se quedó con la boca abierta los instantes que siguieron. Los dos amigos que habían estado razonando sobre los placeres de la vida en amistad se que­daron inmóviles con la mirada fija el uno en el otro, como en aquellos cuadros que en la antigüedad se colgaban uno frente a otro a ambos lados de un espejo. Finalmente, Manilov levantó la pipa con el chibuquí y miró desde abajo a la cara del otro, intentando descubrir no está claro si una risa burlona en sus labios o si acaso estaba bromeando; pero nada estaba claro, al contrario, la cara parecía incluso más seria de lo habitual; después pensó si el invitado no habría perdido el juicio de algún modo, de forma inopinada, y lo miró fijamente y con temor; pero los ojos del invitado estaban del todo despejados, no había en ellos el fuego salvaje y desasosegado que corre en los ojos del hombre demente; todo estaba como es debido y en orden. No imaginaba Manilov cómo ser con él ni qué hacer con él, ni podía imaginar ninguna otra cosa, cuando le salió de la boca, en un fino chorro de aire, el humo que le había quedado dentro.

      —Desearía, pues, saber si puede usted entregarme, cederme (o como usted lo crea más conveniente) a aquellos que no están vivos para la actividad sino, en cierto modo, vivos de forma legal.

      Pero Manilov se ofuscó y se desconcertó de tal modo que tan sólo le miraba.

      —Me da la sensación de que usted está un poco turbado... –observó Chichikov.

      —¿Yo...? No, qué va –dijo Manilov–, pero no puedo entender... perdone... definitivamente no he podido recibir una formación tan brillante como la que, por así decirlo, se ve en todos sus movimientos... me falta el elevado arte de expresarme... Quizás aquí... en ésta, en la explicación dada por usted ahora... haya otra oculta... ¿Tal vez deseara usted expresarse así para embellecer el estilo?

      —No –señaló Chichikov–, no, yo entiendo la cosa tal cual es; es decir, se trata de aquellas almas que efectivamente han muerto.

      —Manilov se desconcertó del todo. Sentía que necesitaba hacer algo, plantear una pregunta, pero el diablo sabría qué pregunta. Concluyó por fin dejando salir de nuevo el humo, sólo que ya no por la boca sino por los agujeros de la nariz.

      —Pues, si no hay obstáculos, entonces con ayuda de Dios se podrá proceder a la redacción del acta notarial de compra –dijo Chichikov.

      —¿Cómo? ¿A la compra de almas muertas?

      —¡Ah, no! –dijo Chichikov–. Nosotros pondremos que están vivas, tal como aparece en efecto en el informe de la inspección. Tengo por costumbre no transgredir ninguna de las leyes civiles, aunque a causa de ello haya tenido mucho que aguantar en mi cargo, pues, perdóneme: el deber es para mí algo sagrado, y la ley... yo enmudezco ante la ley.

      Las últimas palabras le gustaron a Manilov, pero de ningún modo penetró no obstante en el sentido del propio asunto y, en lugar de una respuesta, se puso a aspirar su chibuquí con tanta fuerza que empezó a hacer un ruido ronco, como un fagot. Parecía como si quisiera extraer de él un juicio sobre aquella circunstancia inaudita; pero el chibuquí se limitó a hacer el ruido ronco, nada más.

      —¿Tiene usted quizás alguna duda?

      —¡Por favor, de ningún modo! No digo que tenga ninguna, es decir, ninguna puntualización crítica sobre usted. Pero permítame decirle si no será esto una empresa o para expresarlo... o por así decirlo aún mejor, un negocio... ¿no será acaso un negocio incompatible con los decretos civiles y con las perspectivas futuras de Rusia?

      Aquí Manilov, moviendo la cabeza, miró muy expresivamente a la cara de Chichikov, mostrando en todos los rasgos de su rostro y en sus apretados labios una expresión tan profunda como quizá no se hubiera visto en un rostro humano, a no ser en algún ministro de gran inteligencia y en el momento de tratar un asunto de suma complicación.

      Pero Chichikov dijo tan sólo que semejante empresa, o negocio, no dejaba de corresponder de ningún modo a los decretos civiles ni a las perspectivas de Rusia; y, no obstante, al momento, añadió que el fisco hasta sacaría provecho, pues recibiría la tasa legal.

      —¿Así lo cree usted...?

      —Yo creo que será bueno.

      —¡Hombre!

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