Alamas muertas. Nikolai Gogol

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Alamas muertas - Nikolai Gogol Vía Láctea

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Manilov y se detuvo–. ¿Es posible que crea usted que cogeré dinero por unas almas que, en cierto sentido, han acabado su existencia? Si usted tiene semejante, por decirlo de algún modo, deseo fantástico, por mi parte se los cedo a usted desinteresadamente y el acta notarial de compra correrá por cuenta mía.

      Sería un gran reproche a hacerle al historiador de los acontecimientos presentados si no aprovechara para decir que el deleite dominó al invitado después de estas palabras pronunciadas por Manilov. Por muy serio y juicioso que fuera, poco le faltó para dar hasta un pequeño salto de esos que suele dar el macho cabrío, que, como se sabe, sólo se dan en algunos arrebatos de alegría. Tanta fue la fuerza con la que se revolvió en el sillón que reventó la cubierta de lana que forraba el cojín; el propio Manilov lo miró con cierta confusión. Impulsado por la gratitud, refirió de inmediato tantos agradecimientos que aquél se desconcertó y se ruborizó por completo, hizo con la cabeza un gesto de negación y al final ya expresó que aquello, en esencia, no era nada, que él, precisamente, querría demostrar de algún modo la pasión del corazón, el magnetismo del alma, pero que lo de las almas muertas, de algún modo, era una completa tontería.

      Manilov estaba totalmente enternecido. Ambos amigos se apretaron la mano largo rato y largo rato se miraron a los ojos en silencio; en ellos, eran evidentes las lágrimas que les asomaban a los ojos. Manilov no quería de ningún modo soltar la mano de nuestro héroe y siguió apretándola con tanta vehemencia que aquél ya no sabía cómo liberarla. Finalmente, habiéndola retirado poco a poco, dijo que no estaría mal ejecutar el acta notarial de compra cuanto antes, y que estaría bien si él mismo se pasase por la ciudad. Después cogió el sombrero y le dio las gracias con una inclinación.

      —¿Cómo? ¿Ya quiere usted marcharse? –dijo Manilov, despertándose de repente y casi asustándose.

      En ese instante, entró en el despacho la Manilova.

      —Lisanka –dijo Manilov con el semblante un poco triste–, ¡Pavel Ivanovich nos deja!

      —Eso es porque lo hemos aburrido a Pavel Ivanovich –respondió la Manilova.

      —¡Señora! ¡Aquí! –dijo Chichikov– ¡Éste es el lugar! –en eso, puso la mano en el corazón– ¡Sí, aquí está el agrado del rato pasado con ustedes! Y créanme que no habría para mí una dicha mayor que vivir con ustedes, si no en la misma casa, sí, al menos, en la vecindad más próxima.

      —¡Ah, sabe, Pavel Ivanovich –dijo Manilov, al que le había gustado mucho esa idea–, qué bueno sería en efecto vivir tan cerca, bajo un mismo techo, filosofar sobre algo, enfrascarnos, bajo la sombra de un olmo...!

      —¡Oh, ésa sería una vida paradisíaca! –dijo Chichikov suspirando–. ¡Adiós, señora! –siguió él, acercándose a la manita de la Manilova–. ¡Adiós, mi más honorable amigo! ¡No se olvide de mi petición!

      —¡Oh, téngalo por seguro! –respondió Manilov–. No estaré lejos de usted más de dos días.

      Todos pasaron al comedor.

      —¡Adiós, lindos angelitos! –dijo Chichikov al ver a Alcides y a Temístoclius, que se entretenían con un húsar de madera, que ya no tenía ni brazos ni nariz–. Adiós, niños míos. Perdónenme que no les traje un regalo, porque reconozco que ni siquiera sabía que ustedes estuvieran en este mundo, pero ahora cuando vuelva se lo traeré sin falta. A ti, te traeré un sable; ¿quieres un sable?

      —Sí que quiero –respondió Temístoclius.

      —Y a ti un tambor; ¿no es cierto que a ti un tambor? –siguió él, agachándose hacia Alcides.

      —Un pampor –respondió Alcides cuchicheando y bajando la cabeza.

      —Bien, te traeré un tambor. Un tambor tan excelente que no parará de hacer: turrr... ru... tra-ta-ta, ta-ta-ta...

      —¡Adiós, querido! ¡Adiós! –en este punto, lo besó en la cabeza y se volvió hacia Manilov y su esposa con una risita como la que se suele usar con los padres, dándoles a entender la inocencia de los deseos de sus hijos.

      —¡De verdad, quédese, Pavel Ivanovich! –dijo Manilov cuando ya todos habían salido al porche–. ¡Fíjese, qué nubarrones!

      —No son más que unas nubecillas –respondió Chichikov.

      —¿Conoce usted el camino a la casa de Sobakievich?

      —Sobre eso quiero preguntarle.

      —Permítame, hablaré ahora mismo con su cochero –en esto, Manilov, con la misma cortesía, habló del tema con el cochero y hasta le trató una vez de «usted».

      El cochero, tras oír que había que pasar dos curvas y desviarse en la tercera, dijo: «Lo haremos sin problemas, Su Excelencia» –y Chichikov se marchó acompañado largo rato por los saludos y el agitar de pañuelos de los señores, puestos de puntillas.

      Manilov estuvo largo rato en el porche, acompañando con los ojos a la brichka que se alejaba, y aún se quedó, fumando en pipa, cuando ésta ya había desaparecido por completo de la vista. Finalmente, entró en la habitación, se sentó en una silla y se puso a pensar, alegrándose de corazón de haberle ofrecido a su invitado su pequeño placer particular. Después, sus pensamientos saltaron sin darse cuenta a otros temas y, por último, se fueron sabrá Dios adónde. Reflexionó sobre la suerte de la vida en amistad, sobre qué bello sería vivir con el otro a la orilla de un río; luego, atravesando el río, empezaría a construirse un puente, luego una enorme casa con un mirador tan alto que desde él podría verse hasta Moscú, y allí beberían té por la tarde al aire libre y razonarían sobre los temas más agradables; después, que, junto con Chichikov, llegaban en buenos coches a cierta reunión social, en la que encandilaban a todos con su agradable trato y que el emperador, que conocía la amistad de ellos, les visitaba con sus generales; luego, para terminar, sabrá Dios sobre qué... pero aún había algo que no podía entender en modo alguno. El extraño ruego de Chichikov interrumpió de repente todas sus ensoñaciones. Este pensamiento, de algún modo, no acababa de hervir del todo en su cabeza: por más vueltas que le daba, no podía explicárselo de ningún modo, y estuvo sentado todo el tiempo, fumando en pipa todo el rato que siguió hasta la misma cena.

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