Sin salida. Lynne Graham

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Sin salida - Lynne Graham Julia

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Si Roger supiera cuánto dinero le debo a Fidelio seguramente cancelaría la boda… ¡y yo no podría soportarlo!

      Lucy miró a su gemela, sorprendida.

      —¿Le debes dinero a Fidelio Páez?

      —Pues… la verdad es que durante estos años me ha estado enviando dinero —admitió Cindy, incómoda.

      Lucy se quedó atónita.

      —¿Por qué te ha enviado dinero?

      —¿Y por qué no iba a hacerlo? Está forrado y cuando Mario murió, yo no tenía nada —explicó su hermana. Lucy estaba sorprendida por la revelación—. No todo ha sido fácil para mí, Lucy.

      —Ya —murmuró ella.

      —Roger no sabe nada de Fidelio y yo no quiero que sepa nada del dinero que me ha enviado porque… pensaría que soy una egoísta por no haber ido a visitarlo —le confió Cindy, con los ojos llenos de lágrimas—. Hay muchas cosas que Roger no sabe sobre mí. Pero he cambiado. Desde el año pasado no he vuelto a aceptar un céntimo de Fidelio y…

      —No llores —intentó consolarla Lucy.

      —Sé que te estoy pidiendo mucho, sobre todo cuando… te he mentido sobre ciertas cosas —siguió Cindy—. Pero necesito tu ayuda, Lucy. Tienes que ir a Guatemala por mí.

      —Cindy, yo…

      Su hermana la abrazó con lágrimas en los ojos y Lucy se emocionó. Cindy no solía ser tan cariñosa.

      Tras el divorcio de sus padres habían estado quince años separadas y, por primera vez desde que eran niñas, Cindy le estaba pidiendo ayuda. La idea de que su elegante y sofisticada hermana la necesitase hacía que Lucy se sintiera orgullosa. Más discreta y reservada que su hermana gemela, Lucy se quedó desolada cuando Cindy desapareció de su vida. Aquel sentimiento de soledad nunca se había borrado del todo y que Cindy la necesitara era una forma de recuperar el pasado. Intentando olvidar que lo que iban a hacer no estaba bien, Lucy decidió ayudar a su hermana en todo lo que fuera posible.

      —Está bien. Lo haré.

      Cindy dio un paso atrás y miró a Lucy con el ojo crítico de una maquilladora, una mujer que se tomaba gran interés en su apariencia.

      Irónicamente, pocas gemelas idénticas podrían ser tan diferentes. Lucy nunca se ponía maquillaje y se sujetaba la rizada melena rubia con una coleta. Llevaba vaqueros gastados, una camiseta de algodón y zapatos planos.

      —El año pasado le envié una fotografía mía a Fidelio y… bueno, ya me conoces, me puse de cine. ¡Voy a tener que trabajar mucho para convertirte en mí! —confesó Cindy con una sonrisa de culpabilidad.

      Lucy miró a su hermana con expresión escéptica. Cindy vestía como una modelo y solía mostrar más de lo que escondía. Su larga melena rubia caía por su espalda, peinada por el mejor peluquero de Londres y se maquillaba como una actriz. Todo en ella era perfecto, pensó Lucy metiendo estómago.

      Un hombre vestido con un poncho entró en el bar y se acercó a los vaqueros que miraban a Lucy con la boca abierta. Con un vestido rosa de diseño y zapatos de tacón, la joven rubia era como una aparición en aquel remoto pueblo de Guatemala.

      Cindy había insistido en que tenía que vestirse para impresionar a Fidelio, pero ella se sentía horriblemente incómoda. Además, los tacones la estaban destrozando.

      Lucy había encontrado una nota en el hotel diciendo que irían a buscarla a un pueblo llamado Santa Angelita y sin deshacer la maleta, pidió un taxi. Una vez que salieron de la autopista, la carretera se había convertido en un camino de tierra. Aquella increíble jornada llena de polvo la había llevado hasta un grupo de edificios abandonados en medio de un valle situado bajo la sombra de lo que parecía un volcán y, según su guía, lo era. Exhausta y desesperada por un baño, Lucy miraba a aquellos hombres sin saber qué hacer.

      ¿Y si Fidelio se daba cuenta de que no era Cindy? ¿Y si hacía o decía algo que la desenmascaraba? Pero no había tenido alternativa, pensó Lucy. La idea de que Fidelio Páez muriera sin tener a su lado un solo familiar, por lejano que fuera, la llenaba de compasión.

      Lucy levantó la mirada en ese momento. Un hombre muy alto que parecía salido de una película del oeste la miraba desde la puerta del bar. Intimidada, Lucy tragó saliva e intentó encoger su metro cincuenta un poco más.

      Los hombres se quitaron el sombrero y un murmullo de respeto rompió el silencio. El hombre se acercó a ella con un ruido de espuelas.

      —¿Lucinda Páez?

      Lucy se quedó mirando el cinturón de cuero con una hebilla de plata. Después, sintiéndose diminuta al lado de aquel gigante, se puso en pie. Pero los tacones de diez centímetros no ayudaban mucho. Aquel hombre debía medir más de un metro noventa y ella no le llegaba ni a los hombros. Preguntándose si iba a necesitar su diccionario de español para entenderse con él, Lucy levantó la cara.

      —¿Ha venido a buscarme? —preguntó—. No he oído el coche.

      —Será porque he venido a caballo.

      El fluido inglés del extraño la tomó por sorpresa. Lucy se echó a reír. Tenía que ser una broma. Nadie iba a buscar a otra persona a caballo en el siglo XX. Sobre todo, si esa persona llevaba maletas.

      —¿Puede mostrarme alguna identificación?

      —Soy Joaquín Francisco del Castillo y no estoy acostumbrado a que duden de mi identidad —contestó él, ofendido.

      Lucy intentó no acobardarse.

      —Y yo no estoy acostumbrada a irme con hombres que no conozco…

      —Ya, claro. Por eso conoció a Mario en un bar y se fue a la cama con él esa misma noche. No creo que sea usted particularmente selectiva con los hombres —replicó él entonces.

      Lucy se quedó paralizada. No podía creer que le hubiera dicho algo tan ofensivo a la cara.

      —¿Cómo se atreve? —exclamó, poniéndose colorada—. ¡Eso no es verdad!

      —Mario y yo crecimos juntos, así que está perdiendo el tiempo. Guárdese el numerito para Fidelio. ¿Va a venir conmigo o piensa quedarse aquí?

      —¡Yo no voy a ningún sitio con usted! Que manden a otra persona a buscarme…

      —No hay nadie más, señora —la interrumpió él, dándose la vuelta. Lucy se quedó mirando aquella espalda increíble, como hipnotizada.

      Los hombres empezaron a murmurar y Lucy se preguntó si alguno de ellos hablaba inglés y habría entendido la grosería de Joaquín del Castillo. Con la cara roja de vergüenza, Lucy tomó su maleta y salió del bar.

      Joaquín del Castillo la estaba esperando en la puerta.

      —Es usted el hombre más grosero y desagradable que he conocido en toda mi vida —le espetó—. Por favor, no vuelva a dirigirme la palabra a menos que sea absolutamente necesario.

      —No puede llevar eso.

      Antes

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