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Joaquín subió a su caballo de un salto. Se movía como si formara parte del semental, mientras Lucy estaba tan tensa que le dolían todos los músculos.
—¡No vaya tan rápido! —gritó cuando los caballos empezaron a galopar.
—¿Qué pasa?
—Si me rompo una pierna, no le serviré de nada a Fidelio.
—Pronto se hará de noche y…
—Me estoy asfixiando con este poncho —lo interrumpió ella, agobiada.
—Siento mucho que esta forma de viajar no sea de su gusto, señora.
—Llámeme Lucy. Llamarme «señora» con tan mala educación es ridículo —le espetó ella, furiosa. Joaquín del Castillo la miró como si quisiera matarla—. Sé que no le gusto y no soporto la hipocresía.
—Se llama Cindy, ¿por qué voy a llamarla Lucy? —preguntó él entonces.
Lucy apartó la mirada, molesta por su propio despiste. Afortunadamente, sus padres las habían llamado Lucinda y Lucille.
—La mayoría de la gente me llama Lucy.
—Lucinda —pronunció él lentamente, antes de clavar los talones en el semental.
Lucy intentó no caerse de la yegua mientras seguían galopando por aquel camino polvoriento. El paisaje era irreal. El cielo y la hierba… y el calor, como un ente físico golpeándola sin remordimientos. No había casas, ni gente, ni siquiera el ganado que había esperado. Cuando vio una colina con palmeras, estuvo a punto de lanzar el sombrero al aire. Pero no le quedaba energía. Ni siquiera sabía la hora que era, pero apartarse el poncho y levantar el brazo le parecía un esfuerzo imposible.
—Necesito beber algo —dijo por fin, con la boca seca.
—Hay una cantimplora colgada en su silla —dijo Joaquín, sin mirarla—. Pero no beba demasiado o se pondrá enferma.
—Tendrá que dármela usted. Si miro hacia abajo, me mareo.
Joaquín del Castillo obligó a su caballo a cruzarse con la yegua para que se detuviera y, con una habilidad que la dejó sorprendida, saltó del semental y desató la cantimplora con una mano.
—Una vez vi a un cosaco hacer eso en el circo.
—Yo no aprendí a montar en un circo, señora —replicó él, ofendido.
—Era un cumplido —murmuró Lucy, antes de llevarse la cantimplora a la boca.
—Ya es suficiente.
Lucy le devolvió la cantimplora y se secó los labios con una mano temblorosa. En realidad, le temblaba todo el cuerpo y estaba muy pálida. Con una imprecación en español, Joaquín del Castillo la tomó por la cintura.
—¿Pero qué hace…?
—Irá conmigo —dijo él, colocándola sobre el semental y saltando después sobre la silla con tal rapidez que Lucy no pudo protestar. Cuando intentó apartarse de aquel cuerpo duro y musculoso, él la sujetó apretándola contra su pecho con fuerza—. No se mueva —ordenó, impaciente.
Lucy intentaba respirar con normalidad, pero le resultaba imposible. Se le había quedado la boca seca. Joaquín del Castillo olía a cuero, a caballo y… a hombre. Lucy sintió un calor extraño en el vientre, un calor que la hacía sentir extrañamente relajada y sumisa. Las suaves cumbres de sus pechos se habían endurecido al contacto con el torso masculino y la dejaba atónita comprobar que, sin que ella pudiera evitarlo, su cuerpo respondía a la sexualidad que emanaba Joaquín del Castillo.
—Me aprieta demasiado —murmuró, intentando apartar las manos del hombre.
—No se preocupe —dijo él—. No me gustan las mujeres con el pelo teñido.
—¡Yo no llevo el pelo teñido! —protestó Lucy—. Es usted el hombre más desagradable que he conocido nunca. Estoy deseando perderlo de vista. ¿Cuándo llegaremos al rancho de Fidelio?
—Mañana…
—¿Mañana? —lo interrumpió ella, incrédula.
—Acamparemos dentro de una hora para pasar la noche.
Lucy no tenía intención de pasar la noche al aire libre y menos con aquel hombre.
—Pero yo pensé que llegaríamos enseguida.
—Se está haciendo de noche, señora.
—No tenía ni idea de que el rancho estuviera tan lejos —murmuró ella, angustiada.
Siguieron galopando en silencio durante una hora y lentamente el sol empezó a desaparecer en el horizonte. Lucy estaba exhausta. Cuando Joaquín la tomó en brazos para bajarla del caballo, le temblaban las piernas.
El mes anterior había estado en la cama con gripe y se encontraba fatal. Ni a ella ni a Cindy se les había ocurrido pensar que el rancho de Fidelio estuviera en un lugar tan remoto.
Alejada de la gran ciudad, se sentía muy vulnerable. Cindy había viajado por todo el mundo, pero aquel era el primer viaje de Lucy.
Joaquín llevó los caballos al río y ella se dejó caer al suelo. Le temblaban tanto las piernas que no podía sostenerse.
—Supongo que tendrá hambre —dijo él unos segundos después, ofreciéndole una manta.
Lucy negó con la cabeza y lentamente, como un juguete que se queda sin pilas, se tumbó sobre la hierba.
Joaquín del Castillo extendió la manta y la tumbó sobre ella con delicadeza. Era un hombre contradictorio. Recortado contra el horizonte, parecía una sombra amenazadora.
—Parece el demonio —murmuró ella, medio dormida.
—No voy a quedarme con su alma, señora… pero tengo intención de quitarle todo lo demás.
El cerebro de Lucy no registró aquellas palabras. Estaba demasiado cansada.
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