Sin salida. Lynne Graham

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Sin salida - Lynne Graham Julia

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de que se haga de noche. En el rancho no le va a hacer falta nada de esto —dijo Joaquín del Castillo—. Elija lo que necesite y lo colocaré en la silla. El dueño del bar se quedará con la maleta hasta que vuelva.

      —¿No lo dirá en serio?

      —Fidelio ha vendido su camioneta, de modo que tenemos que ir a caballo.

      —¿A caballo? —repitió Lucy, atónita.

      —Dentro de un par de horas empezará a oscurecer. Le sugiero que entre en el bar y se ponga algo más apropiado.

      ¿Fidelio había vendido su camioneta? Lucy no entendía nada. Cindy le había dicho que Fidelio Páez era un hombre muy rico.

      —Pero yo no sé montar a caballo…

      El hombre se encogió de hombros y la miró de arriba abajo. El sol iluminó sus facciones entonces y Lucy pudo ver su cara por primera vez.

      Y se quedó sin aliento. Joaquín del Castillo era el hombre más guapo que había visto en su vida. Tanto que no podía dejar de mirarlo.

      Tenía los ojos de color verde claro, los pómulos altos, la nariz recta y una boca tan apasionada y tan perversa como un pecado. Era tan atractivo que Lucy se quedó clavada en el suelo.

      Cuando sus ojos se encontraron, sintió un escalofrío y su corazón empezó a latir con violencia. Los ojos de Joaquín del Castillo eran verde esmeralda, verdes como el fuego. Un pensamiento completamente absurdo, desde luego, pero nada de lo que Lucy experimentaba en aquel momento tenía sentido.

      Furiosa consigo misma, apartó la mirada. Debería estar eligiendo ropa de la maleta, no mirándolo como una adolescente atontada.

      —No sé montar a caballo —repitió.

      —La yegua es muy tranquila —dijo el hombre, con aquel tono de voz ronco y suave como la seda.

      A Lucy le temblaban las manos mientras elegía algo de ropa. Y él seguía mirándola con expresión irónica. Joaquín del Castillo parecía una estrella de cine, pero tenía las maneras de un asno. Seguramente se había criado en aquel lugar desértico, alejado del mundo y rodeado de vacas, se decía a sí misma. Lucy sacó unos vaqueros de diseño y una blusa bordada, lo único remotamente informal que Cindy había guardado en la maleta.

      —No puedo cambiarme en público.

      —No es usted tímida… ¿por qué quiere aparentarlo? Dos meses después de la muerte de Mario, apareció enseñándolo todo en una revista.

      Lucy cerró los ojos, horrorizada. Ella sabía muy poco sobre la vida de su hermana. Y aquel hombre horrible parecía divertirse ofendiéndola. ¿Cómo sabía tantas cosas sobre Cindy? ¿Realmente había aparecido desnuda en una revista? Lucy sabía que era demasiado gazmoña, pero no podía evitar sentir vergüenza por el comportamiento de su hermana gemela.

      Aunque, en realidad, desnudarse delante de una cámara no era algo tan infame. Muchas actrices famosas lo hacían. ¿Cómo se atrevía aquel pueblerino a criticar a su hermana?

      —Le he pedido que no me dirija la palabra a menos que sea absolutamente necesario —le recordó Lucy, intentando aparentar severidad.

      Cuando salió del servicio vestida con los vaqueros y la blusa, Joaquín del Castillo la hizo objeto de un largo y lento escrutinio al que ella no estaba en absoluto acostumbrada. Los vaqueros eran muy ajustados y la blusa demasiado escotada, pero no había encontrado nada mejor.

      El silencio se alargó durante lo que a Lucy le pareció una eternidad. Bajo la mirada intensa del hombre, se sentía consciente de su cuerpo como nunca lo había sido antes. Era como si él la estuviera acariciando con aquellos increíbles ojos verdes. Y eso la ponía muy nerviosa.

      —¿Dónde está mi maleta? —preguntó. Sin molestarse en contestar, Joaquín del Castillo colocó un maloliente poncho sobre sus hombros—. ¿Qué hace?

      Ajeno a su reacción, Joaquín le colocó un sombrero de paja sobre la cabeza.

      —Hay que tener cuidado con el sol.

      —¿Dónde está mi maleta? —insistió ella.

      —He colocado algunas de sus cosas en la silla. Vamos, no tenemos tiempo que perder.

      —¿Ha sacado las cosas de mi maleta? —preguntó Lucy, incrédula. No podía imaginar que aquel hombre había estado tocando sus braguitas y sujetadores…

      —Vamos —insistió él, impaciente—. Ponga el pie izquierdo en el estribo y salte sobre la silla.

      Lucy apretó los dientes al oír risas detrás de ella. Afortunadamente, se había puesto unas cómodas zapatillas de deporte y decidida, colocó un pie en el estribo. Pero la yegua se movió y Lucy cayó al suelo.

      Joaquín del Castillo la levantó de un tirón.

      —¿Quiere que la ayude, señora? —preguntó, irónico.

      Lucy se soltó de un tirón.

      —¡Hubiera podido subir si ese maldito caballo no se hubiera movido! —exclamó, irritada. Aunque no estaba acostumbrada a gritarle a nadie, aquel hombre la ponía de los nervios—. Y lo haré sin su ayuda aunque me mate… así que quédese ahí detrás riéndose con sus amigotes.

      —Como usted diga… pero no me gustaría que se hiciera daño —replicó él, sin mover un músculo.

      —¡Apártese! —gritó Lucy, sorprendiéndose a sí misma. Sentía tal rabia que habría podido montar sobre un elefante. Segundos después, estaba montada sobre el animal.

      —Voy a atar una rienda de paseo a la yegua —murmuró Joaquín del Castillo, sin mirarla.

      Aquel tipo parecía un aristócrata dándole órdenes a su criado, pensó Lucy cada vez más furiosa. Unos segundos después, el animal que había debajo de ella empezó a moverse, inquieto.

      —El caballo se está moviendo…

      —Es una yegua —la interrumpió él—. Chica se pone nerviosa cuando la monta alguien que no conoce. Pero no va a pasarle nada, no se asuste.

      Lucy lo observó mientras ataba la yegua a un semental negro que movía las pezuñas como un toro.

      —Espero que pueda controlar a ese monstruo…

      —No es un monstruo, señora —murmuró él entre dientes.

      Joaquín del Castillo era un tipo de hombre desconocido para Lucy. Un hombre temperamental y machista. Y orgulloso de serlo. No parecía haber en él ninguna debilidad.

      ¿Pero por qué era tan grosero con ella? Después de todo, Lucy había ido a visitar a Fidelio, como él quería. Y, lo supiera o no, debía alegrarse de que ella no fuera Cindy. Su hermana ya estaría de vuelta en el aeropuerto. Cindy, acostumbrada a la admiración masculina, no habría soportado ni un segundo a aquel hombre.

      Irónicamente, su hermana le había dicho que la tratarían como a una princesa. Fidelio Páez era un caballero a la antigua usanza, pero Joaquín del Castillo no parecía saber nada sobre

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