El brindis de Margarita. Ana Alcolea
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—Ahora toca dormir. Venga, que mañana hay que madrugar.
—Yo no tanto como tú.
Papá se levantaba a las seis cada mañana. A veces me despertaba cuando oía su despertador desde mi habitación. Conocía cada uno de sus sonidos: sus pasos por el pasillo, el motor de su afeitadora eléctrica, el borboteo de la cafetera italiana; de nuevo sus pasos por el pasillo, la puerta del piso que se abría y se cerraba con cuidado. Después de escuchar la rutina de mi padre, me volvía a dormir hasta que venía mamá para despertarme. Había que volver al colegio, a las lecciones de sor Josefina, que nos castigaba, no de rodillas y cara a la pared como era habitual en otros coles, sino a pasar el resto de la clase de pie y con la silla en la cabeza si nos portábamos mal, y que nos daba estampas de la Virgen María si nos sabíamos la lección como a ella le gustaba: de memoria y sin pensar demasiado.
7
De memoria y sin pensar demasiado. Así había sido la educación de las niñas durante décadas. Y así había sido la de mi madre, en aquel colegio y en otro al que fue becada durante un año. A ella no le habían enseñado a poner en tela de juicio nada de lo que había a su alrededor. Había nacido un año antes del alzamiento militar del 36, durante la guerra había sido un bebé y su infancia y adolescencia habían transcurrido durante los años más duros de la posguerra. Aquellos años en los que los perdedores no hablaban apenas de la contienda, y cuando lo hacían era en voz muy baja, por si acaso. Las paredes oían, claro que oían. Y las paredes se convertían fácilmente en paredones en los que se seguía fusilando a presos políticos.
Así es que ella se había criado con el silencio y con el miedo como coordenadas en las que se iba tejiendo su vida. Y en el centro, a modo de vector que señalaba el camino, la religión y la moral católica que no dejaba que se descarriaran sus apacibles ovejas.
Mamá había ido a dos colegios de monjas. Uno cerca de casa y otro en el centro. La becaron un año en el colegio de las Francesas del Sagrado Corazón. Recuerdo haber pasado junto al viejo edificio y verlo desde el tranvía cuando era pequeña. Lo demolieron en mi adolescencia para dejar paso a un bloque de pisos carísimos y a un centro comercial. Nunca lo vi por dentro, pero mamá tenía muchos recuerdos de aquel lugar. Tenía dos entradas, una para las niñas ricas y otra para las pobres, las que disfrutaban de una beca que les permitía estudiar sin pagar una peseta. Mi madre pertenecía al segundo grupo. Estudiaban en aulas separadas, comían en comedores separados y también jugaban en recreos separados. Las monjas no juntaban a sus niñas queridas con las becarias que podían contagiarles los piojos, la tiña e incluso la tuberculosis. Solo un día a la semana se producía contacto entre unas y otras, un rato, en el recreo. Además, como acto de sublime generosidad, cada niña pobre tenía una niña rica adscrita a modo de madrina, con la que podía hablar ese rato de recreo. Las niñas que disfrutaban de madrinas que vivían en la ciudad recibían regalos muy apetitosos: algo de comida, ropa vieja, jabón… Pero mi madre tuvo la mala suerte de que su rica fuera una interna, una chica de Logroño que no tenía nada que darle: acaso alguna estampa de la Virgen María, que mi madre guardaba en una caja de zapatos junto con recordatorios de primeras comuniones de otras niñas o de parientes. El caso es que las estampas de la Virgen se convirtieron en preciados tesoros para las niñas pobres de la posguerra durante al menos un par de generaciones. Casi tanto como lo fueron el azúcar o el chocolate.
Mi madre hablaba con rabia de su estancia en ese colegio en el que tomó conciencia por primera vez de que no pertenecía a la clase dominante. En cambio, con las Paulas había sido feliz, y con ellas volvió después de dejar a las Francesas. Sus tocados eran más discretos y modestos que los de las del Sagrado Corazón, aunque ambos de alas blancas, anchas y que apenas cabían por las puertas. Las Paulas vestían de azul y la trataban muy bien porque era sumisa, cantaba en la iglesia y bordaba divinamente. Eso sí, cuando no se sabía la lección de Historia Sagrada, o de Ciencias Naturales, le daban un bofetón que le dejaba marcados los dedos de sor Presentación, de sor Severiana, de sor Raquel o de sor Alicia, que eran las monjas dedicadas a la educación de las niñas. A mi madre no le gustaba estudiar, así que se distraía con facilidad y, sobre todo, se ponía muy nerviosa cuando tenía que salir y decir la lección en voz alta. Así que de vez en cuando llegaba el temido bofetón de sor Presentación, de sor Severiana, de sor Alicia o el de sor Raquel, que era el peor de todos porque era la que tenía las manos más grandes.
El miedo y la ansiedad acompañaron a mi madre durante toda su vida. Pero también las enseñanzas de moral católica que le habían inculcado las monjas, y en las que pretendía que yo también me educara. Ella no se daba cuenta de que le habían aniquilado el derecho a pensar, a desear, a darse cuenta de que había más realidades que la suya. Para mi madre, lo que se salía de la norma dictada por las monjas era inmoral, merecía los peores suplicios y quedaba encerrado en el cajón del ostracismo más oscuro.
Mi madre también era hija única, pero tenía lo que entonces llamaban una «hermana de leche». Mi abuela había amamantado a la hija de una vecina. La niña creció y se convirtió en una joven preciosa a la que su madre viuda mandó a estudiar ballet. Tenían poco dinero y la belleza de la adolescente las debió de sacar de algún que otro apuro. El caso es que tuvo una hija de soltera, y luego otra. Para mi madre, aquello era de tal inmoralidad que dejó de tratarla. Perder la virginidad antes del matrimonio era peor que lanzar una bomba atómica o que delatar a un vecino para quedarse con sus tierras. Las monjas le habían inculcado que ser virgen era el mayor de los tesoros, y que una mujer que se dejaba hacer antes de casarse era una puta, una perdida, una pecadora, alguien con quien no había que hablar.
Y es que para las monjas, los hombres eran seres puestos en el mundo por el demonio para tentar a las jóvenes inocentes. Había que mantenerse alejadas de ellos. Y si una mujer quería casarse, debía mantener a su prometido lo suficientemente alejado como para que no la tocara más allá de las puntas de los dedos.
Mi madre había escuchado las palabras de las monjas y las había introducido en su imaginario sin filtrar, sin preguntarse siquiera si tenían razón, si siempre había sido así, si todo el mundo pensaba lo mismo que ellas, si todos los hombres eran tan monstruosos como los pintaban aquellas mujeres.
Recuerdo que cuando yo era adolescente, y comenzaba a interesarme por los chicos, mi madre me contaba un hecho que me ponía los pelos de punta: a una lejana pariente suya, el novio le había pedido que se acostara con él justo la víspera de la boda. Ella, muy digna, le había dicho que no, que si había esperado hasta entonces, bien podía esperar un día más. El novio se había mostrado satisfecho porque la novia había pasado la prueba a la que la había sometido: tenía las maletas preparadas para marcharse y dejarla plantada en la iglesia si le decía que sí y sucumbía a sus requerimientos. Eso lo contaba mi madre como conducta ejemplar.
—Los hombres siempre prueban —decía—. Y hay que saber resistirse.
—¿Y ella se casó con él después de eso?
—Pues claro. Y bien orgullosa —reconocía mi madre y continuaba con otra frase lapidaria que le gustaba repetir—. Si tu padre me hubiera dejado en la puerta de la iglesia, me habría quedado tan tranquila, porque no me había tocado en los siete años que estuvimos festejando.
Y, claro, yo me quedaba atónita, e imaginaba la cara de satisfacción de mi madre, vestida con su blanco, inmaculado, puro y decente vestido de novia, pensando que era más importante su virginidad que una vida junto a mi padre, que para mí era el héroe más grande que había dado el universo mundo.
Pero para mí lo más tremendo no era que el tipo hubiera probado a