El brindis de Margarita. Ana Alcolea
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Читать онлайн книгу El brindis de Margarita - Ana Alcolea страница 9
—He venido a llevarme algunas cosas. Voy a poner en venta la casa.
—Podías haber esperado a que me hubiera muerto yo también —me dice—. A saber quién entrará ahora por esa puerta.
La verdad es que durante estas últimas semanas, cuando he tomado la decisión de vender el piso, he pensado en ella porque sabía que me lo iba a reprochar, pero he pensado más en mí. Esta casa y sus silencios son como una losa pesada que me aprisiona y no me deja respirar.
—Seguro que viene gente de bien —le contesto—. Casi todo el mundo es gente de bien.
—Nada será igual.
—Hace tiempo que ya nada es igual.
—¿Quieres tomar un café?
—No. Tengo mucho que hacer ahí dentro.
—¿Y tu marido? ¿Ha venido contigo?
—No, no ha podido. Está de viaje.
—Siempre está de viaje. Siempre te deja sola en los momentos más duros.
—No digas eso. Las cosas no son tan simples.
—Es la verdad.
¿La verdad?, me pregunto. Es una verdad. Pero no es la verdad. La verdad no existe.
—¿Y el chico? —insiste.
—Estudiando mucho.
—También te ha dejado sola.
—Tiene que estudiar. Está lejos. Además, esta es una tarea que tengo que hacer yo sola.
—Se te van a remover las tripas. Lo sabes, ¿verdad?
—Llevan años removidas.
—No es fácil vaciar armarios.
—No voy a hacerlo. Solo me voy a llevar unas cuantas cosas. El resto se lo dejo a la inmobiliaria. Que lo tiren ellos.
—Eso es esconder la cabeza, como hacen los avestruces.
—Soy experta en esa actitud.
—No deberías.
—No me importa.
—¿Seguro que no quieres un café?
—Un café es demasiado negro y amargo. Como lo que me espera ahí dentro —digo, señalando mi puerta con la cabeza.
—Como quieras.
—Gracias. Cuando me vaya te llamo.
Vuelvo a entrar en la casa. Me doy cuenta de que sigo con los pies mojados. No me he quitado las deportivas. Voy al que fue mi armario y busco unos calcetines secos y unas zapatillas. Siguen ahí las que me ponía cuando empezaron las enfermedades y me quedaba a dormir. Huelen mal. Las debí de guardar en el armario sin lavar. No obstante, me las pongo. Prefiero oler mal a coger un catarro si sigo con los pies mojados.
Vuelvo a la entrada a por el bolso. Como es un bolso grande, cabe hasta la pequeña botella de Veuve Clicquot que he traído. La saco, voy a la cocina y la meto en la nevera para que se refresque. Nunca bebo sola, pero hoy quiero brindar con mis fantasmas, con mi abuela, con mi madre, con mi padre. Hoy, uno de los últimos días en que voy a estar en su casa resulta que es el último día en que el dictador va a estar en la que ha sido su morada durante más de cuarenta años. Extraña coincidencia que exhumen a Franco justo en la misma semana en la que yo voy a «exhumar» mis recuerdos. No los voy a sacar de la tierra, pero sí de algún recóndito rincón de esta casa y de mi memoria.
12
—Vamos, niña, que parece que estás en Babia —me decía mi madre cuando me quedaba pensativa, mirando al infinito, pensando en todas las cosas que no entendía.
—Ya no soy una niña, mamá. Tengo trece años.
—Trece cerdos podía haber criado en ese tiempo.
Aquella era una frase que solía tener preparada cuando mencionaba mi edad. Yo quería creer que lo decía en broma, porque el comentario venía casi siempre enmarcado por risas y porque mi madre me quería y durante mucho tiempo lo único que hizo en la vida fue sufrir por mí. Tal vez por eso mencionaba lo de los cerdos y otras lindezas del tipo:
—Desde luego, si ahora fuera, no tendría hijos. Si no te hubiera tenido, tampoco te habría echado de menos.
Cuando mamá me decía esas cosas, me entraban muchas ganas de llorar. A veces me las aguantaba, a veces me encerraba en el baño y dejaba que salieran todas las lágrimas que se escondían detrás de mis ojos.
—Pues no creo que tengas mucha queja de mí —replicaba yo si no estaba llorando en el aseo.
—No he dicho que tenga queja. Pero si ahora fuera, no tendría hijos —repetía con un ligero cambio de matiz.
Y yo me quedaba sin saber qué decir. Ni qué pensar.
Era una niña dócil, como me habían enseñado. Obedecía sin rechistar todo lo que me decían mi madre, mi padre y mi abuela. Era cariñosa y querida en la familia. Pero a veces mi madre tenía aquellas salidas que me dejaban desarmada. Durante toda mi infancia, una de las cosas que más me importaba era que mi madre estuviera feliz. Por nada del mundo quería hacerla llorar. Ver las lágrimas de mi madre era la peor de las experiencias, sobre todo si la culpa la tenía yo. Esto ocurría sobre todo cuando papá me llevaba a visitar a escondidas a sus propios padres, a los que mi madre no podía ni ver por cosas que debieron de pasar antes de que yo naciera. Íbamos algún domingo por la mañana, le decíamos que habíamos estado viendo alguna exposición, y en cambio visitábamos a los abuelos. Yo después debía tener mucho cuidado de no meter la pata para que mi madre no se enterara, discutiera con mi padre y se echara a llorar. Las veces que se enteró, me hizo sentir tan culpable como cuando las monjas nos decían que éramos tan malas, tan malas, que por nuestra culpa se acabaría el mundo y se caerían las estrellas del cielo y nos aplastarían a nosotras y a nuestras madres cuando fuéramos al colegio. Así que mi culpa siempre estaba ligada a mi madre, bien fuera por el asunto de las estrellas caídas por mis pecados, bien por haber visitado a los abuelos a los que ella no quería ver ni en pintura.
Un día, mientras hacía los deberes de sexto de EGB que estaba cursando, el telediario anunció que el presidente del Gobierno había sido asesinado por ETA en Madrid. Su coche había volado por los aires a causa de una bomba que habían colocado en la calle, y había ido a parar a la terraza de un inmueble vecino. Mostraban las imágenes del coche y las fotos de los tres muertos: el presidente Carrero Blanco, su escolta y su chófer. Y decían que se iban a decretar varios días de luto nacional, y que cerrarían las escuelas y los institutos.
—Alabado sea Dios —dijo mi abuela—. Ya os digo que aquí va a venir otro 36. Esos terroristas la van a joder, como hicieron los anarquistas con la República.
—Hala,