El brindis de Margarita. Ana Alcolea

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El brindis de Margarita - Ana Alcolea страница 7

Автор:
Серия:
Издательство:
El brindis de Margarita - Ana Alcolea Narrativa

Скачать книгу

      8

      La melodía del teléfono me devuelve al presente. No recuerdo dónde he dejado el bolso. La música me lleva hasta el aparador de la entrada, bajo el gran espejo con marco de madera dorada. Miro la pantalla. El rostro inmóvil de mi hijo me sonríe a todo color. Toco el icono de descolgar.

      —Hola, Roberto. ¿Pasa algo?

      Siempre que me llama alguien de la familia, creo que pasa algo malo que va a requerir mi tiempo y mi atención.

      —No pasa nada, mamá. Solo quería saber cómo estás.

      —Estoy bien. He venido a casa de los abuelos. A recoger. Llegué ayer por la tarde en el tren.

      —¿Estás sola?

      —Sí.

      —¿Y papá?

      —Papá está de viaje.

      —Ya.

      —Ambos tenéis la capacidad de dejarme sola en los momentos en los que más os necesito.

      —Eso suena a reproche.

      —Lo es.

      Me arrepiento inmediatamente de haber dicho esas dos palabras tan breves, pero tan llenas de significado. No debería reprocharle nada a mi hijo. No me debe nada. No me pidió que lo trajera a este mundo.

      —Pues vaya. Siento no estar ahí, mamá —me dice.

      —No te preocupes, Roberto, hijo. No quería decir lo que he dicho.

      —Ya. Habría estado bien que papá estuviera ahí contigo.

      —No pasa nada. Puedo hacerlo yo sola. Me llevaré unas cuantas cosas. Tiraré muchas y regalaré algunas otras. En menos de una semana termino con la faena. Tú y tu padre estaríais de más aquí. Así que no te preocupes. ¿Cómo va todo por ahí?

      «Ahí» es la ciudad de Génova, en Italia, donde mi hijo está cursando su año de Erasmus en la Facultad de Bellas Artes.

      —Bien, mamá. Tutto bene.

      Me río al escuchar su pronunciación de la lengua italiana, incapaz todavía de decir las consonantes dobles como se debe. Pienso que ya no aprenderá y que es tan torpe para las lenguas como su padre.

      —Estupendo. Pásalo bien.

      —Sí, mamá. Y tú no sufras demasiado en esa casa.

      —A la orden. Va bene. Un beso —le digo, y cuelgo.

      Dejo el móvil sobre el mármol del aparador de la entrada. Un mueble de madera color caoba, pretencioso y horrendo, que sustituyó a la consola de forja que formaba parte del conjunto que había estado en la familia desde que se casaron mis padres hasta que mi madre decidió cambiarlo por un mobiliario más moderno. Afortunadamente no regaló todas las piezas: quedaron la percha y una sillita que conseguí salvar y llevarme a mi casa. Porque mi madre regalaba todo. Y lo hacía sin preguntar. Regaló el espejo y la consola de la entrada, pero también la lámpara de techo de mi abuela, y el quinqué de mi mesilla, y mi primer coche…

      Veo que hay agujeros de carcoma en el mueble. Un signo más del paso del tiempo. Imagino los gusanos que entran y salen del aparador alimentándose solamente de la madera. Pienso en su vida triste. Si al menos estuvieran comiendo un mueble hermoso, de madera noble, de algún árbol cortado en algún bosque tropical… Pero no, lo que comen es un aglomerado indigesto de celulosas barnizadas con alguna sustancia que es imposible que sea agradable al paladar de ningún ser vivo. Me pregunto si esos insectos tendrán paladar y serán capaces de distinguir los sabores de los diferentes tipos de madera, ¿habrá sumilleres entre las carcomas? No tengo respuesta, pero imagino que son bichos demasiado simples como para tener tanta sensibilidad cerebral.

      9

      Me miro en el espejo que hay sobre el mueble. Me devuelve la mirada y tantas otras cosas. La madera tallada a máquina está recubierta por pan de oro, lo que regala a mi imagen una especie de aureola como la que rodea las cabezas de las santas en los cuadros y en los iconos religiosos. Vuelvo a acordarme de las estampas de la Virgen, cuya cabeza siempre estaba rodeada por una circunferencia dorada. Me miro y no reconozco casi nada de la adolescente que se miraba en él cada vez que salía de casa para comprobar que cada pelo estaba en su sitio, que la camisa lucía bien colocada, y que el rímel no se había corrido. Me pregunto adónde han ido a parar las sucesivas imágenes que el espejo ha ido recogiendo. El rostro de mi padre, el de mi madre, el de mi abuela, el mío. Los míos. Los suyos. Todos y cada uno de los suyos, que fueron muchos, centenares, miles, a lo largo de los años. ¿Habrá una «rostroteca» más allá del espejo, al otro lado del azogue? ¿Una especie de país de las maravillas que nunca fueron? Todas las miradas, las sonrisas dedicadas al espejo, ¿qué habrá sido de ellas? Ubi sunt? ¿Qué se hizo de las miradas de esperanza, de desencanto, de miedo, de estupor, de convicción, de dudas que recogió el espejo en aquellos años de cambio, de transición? De nuestras propias transiciones como humanos conducidos por las aguas del río que nos lleva hacia mares de aguas siempre inciertas y turbulentas. De la Transición, así, con mayúsculas, que estaba habiendo en el país y de la que todo el mundo hablaba sin saber qué depararía. Sí, todos esos rostros que se miraban en el espejo le dejaban sus temores y sus deseos, guardados para siempre en el reino insomne en el que habita el olvido. Los olvidos.

      Veo que se me ha corrido la máscara de pestañas, que es como se llama ahora el rímel de toda la vida. Alguna lágrima perdida ha formado un borrón en mi párpado. Me mojo un dedo con saliva y lo limpio. Pienso que el próximo que compre será waterproof. No es la primera vez que lo pienso, pero siempre desisto porque luego es mucho más difícil de desmaquillar y, por la noche, desmaquillarme durante más de dos minutos me despeja demasiado y me quita el sueño. Si uso rímel resistente a lágrimas, tengo que tomarme un Orfidal para dormir, y en estos momentos en los que he conseguido dejarlo no me compensa. Mejor un borrón de vez en cuando en el párpado que un ansiolítico. Cuando se aprende esa lección, la vida es mucho más fácil. ¡Pero cuesta tantos años y tantas pastillas aprenderla!

      10

      Mi abuela no tomó ni una sola pastilla para dormir en toda su vida. De hecho, apenas tomó medicinas, solo unas gotas para el riego durante más de treinta de los ciento tres que vivió. Había nacido en 1899 y pasado por todas las guerras. Cuando le preguntaba por la guerra, la nuestra, respondía en voz muy baja.

      —De todo aquello es mejor no hablar.

      —Pero ¿por qué, abuela? Yo quiero saber qué pasó.

      —Ya te irás enterando. De momento, cómete esa sopa y calla.

      Porque ella era muy de ordeno y mando. Había sacado adelante a mi madre a pesar del hambre y de los bombardeos. La envolvía en una mantita para bajar con ella al refugio en cuanto se oía la sirena. Una de las veces, cuando salieron a la superficie, su casa había sido destruida con la explosión del polvorín. Yo escuchaba siempre aquella narración en silencio y con lágrimas a punto de asomar a mis ojos. Imaginaba la angustia de aquella mujer con su niña en brazos, viendo que lo que había sido su hogar había quedado convertido en escombros. Solo el azucarero y la espumadera de aluminio quedaron de lo que había

Скачать книгу