El hombre imperfecto. Jessica Hart
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–¿Qué tiene de malo?
–Que es un horror.
Él se encogió de hombros.
–Es cómodo. Además, la estética no me parece importante.
–No me digas –se burló ella.
A Allegra le parecía increíble que una mujer tan compleja como Libby tuviera un hermano como Max. No sabía nada de música; no sabía nada de ropa; no sabía nada de nada. Lo único que le importaba era su trabajo.
–Yo no usaría ese polo ni como trapo para limpiar el polvo.
–Tú no has limpiado el polvo en tu vida –observó Max–. Nunca haces nada en la casa.
–¡Eso no es cierto! –protestó ella.
–¿Ah, no? Dime, ¿dónde están el cepillo y el recogedor?
–¿Junto a la pila?
Él sacudió la cabeza.
–No. En el armario que está debajo de la escalera.
–¿Hay un armario debajo de la escalera?
–¿Lo ves? Ni siquiera sabías eso.
Max la dejó de mirar y volvió a clavar la vista en el televisor.
Allegra decidió levantarse y buscar algo que llevarse a la boca. Estaba verdaderamente hambrienta. Cuando llegó a la cocina, la descubrió tan limpia y ordenada que casi no la reconoció.
Max llevaba un par de semanas en la casa. Se había separado de la mujer con la que se iba a casar y, como Libby se había ido a París por motivos de trabajo, le había ofrecido su habitación hasta que volviera de Francia.
–¿Te importa? –le había preguntado a Allegra–. Aún faltan dos meses para que se marche al sultanato de Shofrar, y le costaría encontrar un domicilio por tan poco tiempo. Además, estoy preocupada por él. Ya sabes cómo es… Max no habla nunca de sus sentimientos, pero sé que está deprimido por lo de Emma.
–¿Sabes por qué lo abandonó?
Allegra se había quedado pasmada con la noticia. Solo había visto un par de veces a Emma, pero le había parecido perfecta para el hermano de Libby. Ingeniera como él, Emma era una mujer bonita, agradable y tan mortalmente aburrida como el propio Max. Jamás se habría imaginado que lo iba a abandonar cuando solo faltaban unos meses para la boda.
–No lo sé, Max no me lo ha dicho –contestó Libby, encogiéndose de hombros–. Él dice que es mejor así, pero me consta que estaba encantado con la perspectiva de marcharse a Shofrar con ella y que ahora… En fin, ya no tiene remedio. Estaré más tranquila si sé que está contigo. Siempre que no te moleste, desde luego.
–Por supuesto que no –dijo Allegra–. No te preocupes por nada. Cuidaré de él e intentaré que no eche de menos demasiado a Emma.
Allegra no se podía negar; era amiga de Libby desde la infancia y había pasado muchas vacaciones con su familia cuando Flick estaba trabajando y no se podía quedar con ella. Además, Max venía a ser el hermano que nunca había tenido.
Pero la experiencia no resultó tan difícil como se imaginaba. Casi no se veían. Max se iba al trabajo a primera hora de la mañana y ella estaba fuera casi todas las tardes. Si coincidían de noche, él se dedicaba a criticarla por descuidar la casa y ella se dedicaba a criticarlo a él por su mal gusto con la ropa. De vez en cuando, se peleaban por el mando a distancia de la televisión o pedían comida a algún restaurante cercano. Era una situación bastante cómoda.
¿Y por qué no lo iba a ser? Allegra se lo preguntó mientras abría el frigorífico y estudiaba su contenido sin mucho entusiasmo. Al fin y al cabo era Max, el hermano de Libby; un hombre al que tenía en gran aprecio cuando no la irritaba con su forma de vestir o la hacía sentirse idiota. No se podía decir que fuera feo, pero tampoco que fuera impresionante. Simplemente, no le gustaba en ese sentido.
O, más bien, no le gustaba casi nunca. Porque Allegra había sentido algo en cierta ocasión.
Suspiró y sacó un yogur bajo en calorías, maldiciéndose a sí misma por acordarse de un suceso que quería olvidar. ¿Por qué se empeñaba su inconsciente en recordárselo? No había pasado nada. Solo había sido un momento de debilidad, por así decirlo. Y había pasado tanto tiempo desde entonces que casi lo había olvidado.
Abrió el yogur y metió una cucharilla.
Definitivamente, prefería que su relación se mantuviera dentro de los límites de la amistad. De hecho, se alegraba de que Max no fuera sexy. Así era más fácil, más cómodo. Pero eso no justificaba su mal gusto en materia de estética. Se vestía como si la ropa no le importara nada en absoluto y, en su opinión, era una pena. Con un poco más de estilo y un poco más de atención a su apariencia, habría sido un hombre interesante.
Allegra se llevó la cucharilla a la boca y, de repente, se detuvo.
Max.
Era el candidato perfecto para el experimento de la revista. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta?
La idea se le había ocurrido la semana anterior, durante una de las reuniones de la redacción de Glitz. Era la primera vez que Stella apoyaba una de sus propuestas, y Allegra se sintió la mujer más feliz del mundo. Pero, tras varios días de búsqueda infructuosa, se empezaba a preguntar si encontraría al hombre adecuado.
Y lo había tenido todo el tiempo delante de sus narices, en su casa.
Allegra recuperó el entusiasmo que ya creía perdido. Escribiría el mejor artículo que se había escrito jamás. Sería divertido, sería interesante. Ganaría premios y aparecería en publicaciones de todo el mundo. Hasta Stella se quedaría boquiabierta. Hasta su propia madre se quedaría boquiabierta.
Se tomó el yogur a toda prisa y se acercó a la puerta de la cocina, desde la que podía ver a Max sin que él lo notara.
Seguía en el sofá y continuaba cambiando de canal en busca de algún programa de noticias o de deportes, lo único que le interesaba de la televisión. Allegra lo observó con detenimiento y pensó que no era precisamente de la clase de hombres que le habrían llamado la atención en un bar. Cabello castaño, rasgos comunes, ojos entre azules y grises. No tenía nada de malo, pero tampoco de especial.
Era justo lo que buscaba.
Allegra le arregló mentalmente el pelo y le quitó el polo, pero se asustó un poco al imaginárselo desnudo de cintura para arriba. Max jugaba al rugby y su estado físico era envidiable, aunque su forma de vestir lo disimulara.
Nerviosa, le volvió a poner el polo en su imaginación. Además, eso no tenía importancia. Era el mejor candidato en cualquier caso.
Solo tenía que convencerlo.
Se acercó al cubo de la basura para tirar el yogur vacío y echó los hombros hacia atrás. La semana anterior había leído un artículo sobre las ventajas del pensamiento positivo, y se dijo que había llegado el momento de ponerlo en práctica.