El hombre imperfecto. Jessica Hart

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El hombre imperfecto - Jessica Hart Omnibus Jazmin

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tardó unos segundos en reaccionar.

      –Jamás me lo habría imaginado –le confesó–. No me parecía capaz de traicionarte.

      Max soltó un suspiro.

      –Y no me traicionó. Emma siempre fue sincera conmigo. Me dijo que había conocido a un tipo que le gustaba y que no se quería acostar con él sin hablar conmigo antes. Por lo visto, se dio cuenta de que nuestra relación carecía de pasión.

      –Oh…

      –Pasión –continuó él, sacudiendo la cabeza–. ¿Qué diablos significa eso?

      –Bueno, no sé… supongo que se refería a la atracción sexual –declaró Allegra, dubitativa–. ¿Qué tal os llevabais en la cama?

      –Bien. O, al menos, yo creía que bien –contestó Max–. Emma siempre estaba hablando de lo bien que nos llevábamos, de las muchas cosas que teníamos en común, de lo buenos amigos que éramos. De hecho, la idea de casarse fue suya. Y como llevábamos tres años juntos, pensé que sería el paso más lógico.

      –Comprendo.

      –Y entonces, conoce a otro hombre y lo tira todo por la borda. Le dije que la magia inicial no dura mucho, que hay cosas más importantes, pero no me hizo caso –se quejó–. Es increíble, ¿no crees? Era tan sensata… En mi opinión, esa sensatez era una de sus mejores virtudes. Emma no se parecía nada a…

      Max no terminó la frase, pero Allegra supo lo que había estado a punto de decir: que no se parecía nada a ella.

      Sin embargo, se intentó convencer de que su comentario no la había ofendido. Además, tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Empezando por la posibilidad de que Max se prestara a su experimento.

      –No deberías rendirte tan pronto, Max. Emma y tú os llevabais muy bien. Por lo que me cuentas, Emma se ha dejado llevar por un simple encaprichamiento.

      –Y eso lo dice la experta en relaciones –ironizó Max.

      –Lo dice una experta en fracasos amorosos –puntualizó Allegra–. No me sorprendería que Emma solo quiera llamar tu atención.

      –¿Llamar mi atención?

      –En efecto. Y creo que te puedo echar una mano –respondió Allegra con firmeza–. Si quieres que vuelva contigo, ponte en mis manos. Es lo mejor para los tres. Tú recuperarás a tu novia, yo escribiré el artículo que necesito y Emma tendrá el hombre perfecto.

      Capítulo 2

      SE HIZO un largo silencio. Allegra se dio cuenta de que Max se lo estaba pensando y se sintió inmensamente feliz, pero lo disimuló. Sabía que, si se sentía presionado, se echaría atrás. Tenía que ser paciente.

      –¿Qué tendría que hacer? –preguntó él con desconfianza.

      –Completar una serie de tareas. Sería… como una competición de caballeros.

      Max puso tan mala cara que Allegra decidió cambiar de táctica, dejarse de generalidades y darle ejemplos concretos.

      –En primer lugar, tendrías que ir de cócteles con…

      –Nunca me han gustado los cócteles –la interrumpió–. Sinceramente, no sé qué ve la gente en esos brebajes decorados con sombrillas de papel.

      –Tendrías que ir con Darcy King –continuó ella.

      Max se quedó helado.

      –¿Con quién?

      –Con Darcy King –repitió.

      Allegra se maldijo por no haberla mencionado antes. Darcy era el sueño de cualquier hombre heterosexual; una modelo de lencería de cara inmensamente atractiva y cuerpo inmensamente pecaminoso. Si la perspectiva de salir con ella no lo convencía de participar en su experimento, nada lo podría convencer.

      –Tú, Max Warriner, tienes la oportunidad de salir con Darcy King en persona. Imagínate lo que dirán tus compañeros de trabajo cuando se enteren.

      –Eso es absurdo. Darcy King no querría salir conmigo –alegó él.

      –No. Si llevaras puesto ese polo, no querría. Pero esa es precisamente la cuestión. ¿Podemos convertir a un ingeniero sin gusto y sin estilo en un hombre refinado y elegante con quien querría salir hasta la propia Darcy King?

      Max la miró como si no supiera si lo estaba halagando o burlándose de él.

      –No lo entiendo. ¿Salir conmigo? Estoy seguro de que una mujer tan bella estará saliendo con algún hombre.

      –Por lo visto, no. Dice que no encuentra a nadie que la quiera por lo que es y no por su aspecto –replicó Allegra–. Ianthe la entrevistó hace un par de meses para la revista. Darcy es como tú y como yo, ha tenido sus relaciones, pero aún no ha encontrado a la persona que busca.

      Max no salía de su asombro.

      –¿Insinúas que yo podría ser esa persona?

      –No, no estoy diciendo eso –Allegra carraspeó e intentó afrontar el asunto de otro modo–. Aunque os enamorarais apasionadamente, me cuesta creer que lo vuestro tuviera futuro. No creo que Darcy se quiera ir contigo a Shofrar.

      Max asintió.

      –No, supongo que no; en un sultanato no hay mucho trabajo para una modelo de lencería. Pero, si nos enamoramos, eso importará poco.

      Durante unos momentos, Allegra pensó que Max se lo estaba tomando demasiado en serio. ¿Realmente creía que Darcy King se podía enamorar de él? Luego, lo miró a los ojos y se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo.

      –Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Será divertido; pero Darcy se lo tiene que pasar bien y tú tienes que aprender algo nuevo sobre las mujeres. Incluso es posible que te ayude a recuperar a Emma –insistió–. No me digas que lo vas a rechazar porque no te gustan los cócteles con sombrilla.

      Max se lo pensó.

      –¿Eso es todo? ¿Solo se trata de tomar algo con Darcy?

      Ella sacudió la cabeza.

      –Antes, tendrás que cambiar un poco. Necesitarás ropa nueva y un corte nuevo de pelo, aunque nuestra estilista te puede ayudar en ese sentido.

      –¿Vuestra estilista? –preguntó, horrorizado.

      –Sí, eres un hombre muy afortunado. Dickie ha dicho que se encargaría en persona.

      –¿Quién diablos es Dickie?

      –Dickie Roland, por supuesto. Es el mejor estilista de Londres. ¡Una superestrella! –declaró ella con admiración–. Creo que su nombre real es George, pero en el mundo de la moda se le conoce como Dickie. Es un tipo muy particular. Lleva pajarita desde que llegó de París, me cuesta imaginármelo sin una.

      –No pretenderás

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