El hombre imperfecto. Jessica Hart
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Max se repitió mentalmente esa misma pregunta. Se sentía bien con Emma; se sentía cómodo y, por supuesto, quería que volviera con él. Pero solo si volvía a ser la que había sido antes de perder la cabeza y empezar a desear más de todo: más aventura, más pasión, más atención, más esfuerzo.
A pesar de ello, la echaba de menos. O, por lo menos, extrañaba la sensación de estar con alguien. Y estaba convencido de que no encontraría una mujer más adecuada para él.
–Sí, claro que sí.
Allegra sonrió, satisfecha.
–Pues algo me dice que Emma se sentirá realmente celosa cuando se entere de que estás saliendo con Darcy.
–No estaré saliendo con ella. No de verdad –le recordó.
–Pero Emma no lo sabrá. Y volverá contigo en un periquete.
Max suspiró.
–Yo no estaría tan seguro de eso. Solo sé que no tengo que vestirme de payaso y aprender a bailar el vals para estar con Emma. A ella no le importaban esas cosas.
–Bueno, también creías que no necesitaba más pasión y mira lo que ha pasado.
–Dicho así…
Allegra decidió que había llegado el momento de dejarse de argumentaciones y pasar a una estrategia más directa.
Lo tomó de la mano, lo miró a los ojos y dijo:
–¡Por favor, Max! ¡Por favor, por favor, por favor! ¡Di que me ayudarás, te lo ruego! Por fin tengo la oportunidad de impresionar a Stella, pero la perderé si te niegas a participar en el experimento. Todo el mundo dirá que soy un fracaso. Mi carrera habrá terminado antes de empezar, y no quiero ni imaginarme lo que dirá mi madre.
Max se quedó hechizado con los ojos de Allegra. Hasta entonces, no se había dado cuenta de lo bellos que eran, de lo grandes que eran, de lo verdes que eran, de lo profundos, mágicos y sensuales que eran.
Tuvo que hacer un esfuerzo para recuperar la cordura.
–Sé que Glitz no te parece una publicación seria, pero estamos hablando de mi vida profesional –insistió ella–. ¿Qué voy a hacer si fracaso como periodista?
–Ilustrar libros para niños. Siempre dijiste que era lo que querías hacer.
Ni Max ni el resto de su familia se habían extrañado mucho cuando Allegra les contó que iba a seguir los pasos de Flick y se iba a dedicar al periodismo; pero Max pensaba que su verdadero talento era la ilustración. Tenía la capacidad de crear una cara o un animal entero con solo un par de trazos.
–No podría vivir de ilustradora.
Max no se dejó engañar. Sabía que a Allegra no le preocupaba tanto ese detalle como el hecho de que a su madre no le gustaría. Flick quería que su hija fuera periodista de televisión o de algún periódico respetado. Los dibujos de Allegra le parecían tonterías, cosas sin interés. Y a Max le parecía una pena.
–Vamos, Max. Solo te llevará unas cuantas horas.
Max pensó que tenía razón. Allegra había sido una buena amiga para Libby y para él mismo. ¿Qué eran unas cuantas horas a cambio de su amistad? Especialmente, cuando sabía que necesitaba tener éxito para ganarse la aprobación de su madre. Le gustaba fingirse dura e independiente, pero solo era una jovencita de buen corazón que habría hecho cualquier cosa por agradar a Flick.
–Supongo que, si me niego, tú te negarás a hacerte pasar por mi prometida delante de Bob Laskovski.
Allegra se quedó súbitamente desconcertada y Max tuvo que hacer un esfuerzo para no sacudir la cabeza. Por increíble que fuera, no se le había ocurrido la posibilidad de extorsionarlo con el asunto de Bob. Y ahora lo miraba como si le pareciera increíble que dudara de ella hasta ese extremo.
Max estuvo a punto de poner fin a su sufrimiento y decirle que se prestaría al experimento, pero no dijo nada. Quería saber hasta dónde era capaz de llegar con tal de ganarse un aplauso de Flick.
–Sí, sí… exactamente –dijo Allegra al salir de su asombro–. Favor por favor. Si no me ayudas con la revista, yo no te ayudaré con tu jefe.
–Pero me lo habías prometido –protestó Max, a sabiendas de que Allegra no rompía nunca su palabra–. Si no vienes conmigo a esa cena, no conseguiré el trabajo de Shofrar. Y ya sabes lo mucho que significa para mí.
–Tanto como ese encargo para mí –observó ella, todavía incómoda–. Ese es el trato. Lo tomas o lo dejas.
–¡Me estás chantajeando!
–¿Y qué? –contraatacó.
A Max le faltó poco para soltar una carcajada. Pero se contuvo y frunció el ceño como si estuviera molesto.
–Está bien. No me dejas muchas opciones, ¿verdad? Participaré en tu precioso experimento. Pero será mejor que no te hayas inventado lo de Darcy King –le advirtió.
De repente, Allegra sonrió y se abalanzó sobre él. Max se quedó tumbado en el sofá, con ella encima.
–¡Te adoro, Max! ¡Gracias, gracias, gracias! –exclamó mientras lo cubría de besos–. Te prometo que no te arrepentirás. ¡Voy a cambiar tu vida! ¡Y todo será perfecto!
Allegra salió del ascensor tan deprisa como le permitían sus zapatos de talón abierto. Los zapatos eran un contrapunto divertido para el recatado traje de falda y chaqueta de tweed que se había puesto aquella mañana.
Estaba radiante de alegría. Exudaba elegancia y confianza en sí misma, como correspondía a una mujer a punto de conseguir un éxito profesional. Y justo entonces, se le hizo una carrera en las medias.
Si no se hubiera detenido a saludar a la señora Gosling, no habría ocurrido nada; pero no tenía corazón para pasar por delante de ella, ver el brillo de sus ojos ante la perspectiva de poder hablar con alguien y seguir su camino. Especialmente, cuando se había quedado enredada con la correa de su perro, un chucho al que, por algún motivo que Allegra no alcanzaba a comprender, había llamado Derek.
Se detuvo y la ayudó a desenredarse mientras la señora Gosling le contaba las últimas gamberradas del perro. Allegra la escuchó con atención porque a Molly, la hija de una amiga suya, le gustaba que le contara historias de Derek. De hecho, Allegra había adquirido la costumbre de escribirle las historias e ilustrarlas con dibujos de la pícara cara del animal. Y a Molly le encantaba.
–Deberías publicar un libro con esas historias –le había dicho Libby en cierta ocasión–. Las gloriosas aventuras del perro Derek. La señora Gosling se llevaría una alegría.
–Solo las escribo para Molly –replicó Allegra, restándole importancia–. No son para tanto.
Pero aquella mañana, Allegra estaba tan preocupada con sus propios problemas que no prestó la atención debida al perro y, cuando por fin liberó