Tiempo para el amor. Anne Weale
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–En vez de pasarte otra noche escuchando los ronquidos de Beatrice, ¿por qué no te vienes conmigo? Yo no ronco y la habitación tiene una enorme cama doble y su propia terraza, que es donde he desayunado esta mañana.
Esa sugerencia le quitó la respiración a Sarah. Ya le habían hecho proposiciones anteriormente, pero nunca tan abiertamente. Los otros habían probado el terreno antes de ir al grano, y ninguno de ellos, con dos excepciones, habían logrado nada porque ella les había dejado claro que no estaba interesada.
Esta vez sí que estaba interesada. Pero era demasiado pronto. Algunas mujeres podían meterse en la cama con un hombre a las treinta y seis horas de conocerlo. Otras, incluso antes. Pero para ella, el sexo nunca podía ser algo trivial.
–Lo siento, no –dijo–. No habría venido si hubiera sospechado que era esto lo que esperabas.
Para su vergüenza, se sintió ruborizar.
–No lo esperaba. Sólo me pareció una buena idea. Si no quieres, de acuerdo. No estaba seguro de que fueras a aceptar. Normalmente, las chicas necesitáis más tiempo para decidiros a estas cosas. Tal vez incluso ya estás saliendo con alguien.
–Si así fuera, no estaría aquí, cenando contigo. Si esto te suena muy chapado a la antigua, es que yo vengo de un pueblo y ya sabes que allí la vida está a varios años luz por detrás de la de Londres.
–Un poco por detrás, no tanto. En las grandes ciudades no hay tanto cotilleo. La gente de los pueblos y ciudades pequeñas suelen ser más discretos, pero siguen siendo seres humanos. El refrán favorito de mi abuelo es: el amor, la lujuria y el dolor de corazón son parte de la condición humana. Siempre lo han sido y siempre lo serán.
–Pero ahora no es como cuando él era joven –dijo Sarah recordando las actitudes de su padre. Y eso que era mucho más joven que el abuelo de Neal.
–A mi abuelo le gusta la vida tal como es ahora. Hay menos hipocresía. Todo es menos rígido.
Ella se sintió tentada a decir que su padre pensaba que ya no había moral y que todos eran unos degenerados, pero no lo hizo.
En vez de café, ella se tomó un té de jazmín y Neal chocolate caliente.
Cuando le llevaron el té sonrió al camarero y le dio las gracias.
Neal le dijo:
–Me gusta la forma con que tratas a la gente, no como si fueran robots.
Antes de que ella pudiera responder, le preguntó:
–¿Qué vas a hacer mañana?
–Vamos a ir a ver un par de templos.
–¿Estás libre por la tarde? Podríamos cenar otra vez, pero en otro restaurante.
–He de quedarme con el grupo. Hay una reunión final antes de salir.
–Te divertirías más en Rumdoodles.
–¿Qué es eso?
Él levantó una ceja.
–¿No has estado allí? Es un bar con restaurante a donde los escaladores van a celebrar sus éxitos, el hogar del Club de los Conquistadores. El techo y las paredes están cubiertos de huellas de yeti de cartón firmadas por escaladores famosos. Entre ellos, Sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay.
–¿Tú lo has hecho? Me refiero a escalar el Everest.
De repente él se puso muy serio y, por un momento, pareció como si se fuera a enfadar.
–Yo no soy montañero. Hay demasiada gente por ahí pagando sumas enormes y poniendo en riesgo a otros para ir luego diciendo que fueron ellos los que subieron. La montaña está siendo degradada.
Ella fue muy consciente de que esa pregunta inocente había pinchado en hueso.
¿O es que le había molestado el que se negara a acostarse con él y ahora se viera sin la posibilidad de intentarlo de nuevo?
Neil le hizo una seña al camarero y le pidió la cuenta.
–Por favor, deja que pague mi parte –dijo Sarah antes de que el camarero llegara.
–De eso nada. Tú eres mi invitada –dijo él firmemente, pero sonriendo de nuevo.
Una vez fuera del restaurante, un esperanzado conductor de rickshaw estaba ansioso por ser contratado, pero Neal lo rechazó.
–Volveremos andando, si te parece bien –le dijo a Sarah.
–Me parece bien. Un poco de ejercicio me vendrá bien después de esta deliciosa cena.
Caminaron en silencio hasta cerca del hotel de ella, donde Neal le dijo:
–Ya estamos cerca de tu hotel. Te acompañaré a la puerta, pero nos despediremos aquí.
Y antes de que ella se diera cuenta de lo que quería decir, la besó.
Había pasado mucho tiempo desde su último beso y no se había parecido en nada a ése. El hombre en cuestión había sido sólo un poco más alto que ella y se había pasado la mayor parte de su vida sentado en una mesa de despacho o en un coche. Ella no se había sentido tan superada como se sentía ahora.
Ni la boca de ese otro hombre se había apoderado de la suya con tanta confianza. No había estado tan seguro de sí mismo como Neal. Molesta por su falta de confianza, ella se lo había quitado de encima.
Neal no le dio la opción de aceptar o rechazar ese beso. La sujetó firmemente, dejándole muy claro que quería hacer el amor con ella… Y sabiendo que ella también lo quería, pero que no estaba dispuesta a admitirlo.
Y era cierto, el deseo la recorría. Hacía tanto que eso no le pasaba que había pensando que ya no iba a sentir de nuevo esas ansias que había sentido una vez con resultados tan desastrosos. Pero ahora, dormidas, pero no muertas, esas ansias volvían a la vida.
–¿Estás segura de que no vas a cambiar de opinión? –susurró él.
–Déjame, Neal. Por favor…
Trató de empujarlo y, sorprendentemente, lo logró.
Él hizo lo que le pedía, retrocedió y bajó los brazos.
–Si insistes… Aunque no sé por qué lo haces. Esto no es lo que realmente quieres. Y, ciertamente, no es lo que quiero yo.
–No nos conocemos… Acabamos de conocernos. Puede que a ti eso no te importe, pero a mí sí. La atracción no es suficiente para mí. Necesito conocer a la gente, confiar en ella… antes de…
–La confianza es instintiva, como la atracción. Todas las reacciones importantes son instintivas. Pero si quieres posponer el placer, es cosa tuya.
–Los hombres pueden tomarse el placer tranquilamente. Las mujeres no –dijo ella recordando una relación que no había funcionado.
–No