Tiempo para el amor. Anne Weale
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–No muchos, comparándome contigo, me imagino.
Él la tomó de la mano.
–¿Qué te hace pensar que yo soy un devorador de mujeres?
–Tu forma de actuar.
–El tiempo no está de nuestro lado, Sarah. Una aproximación lenta no es práctica bajo estas circunstancias. Tú te vas de aquí pasado mañana. Para cuando vuelvas, a mí no me quedará mucho tiempo. Entre ahora y cuando nos separemos, puede suceder cualquier cosa. Mi lema es vivir día a día.
–El mío es cuidado con tropezar. Sobre todo si tropiezas y te caes en la cama con alguien.
–¿Eres cauta por naturaleza o es que la vida te ha hecho así?
–La mayoría de la gente se hace más cauta cuando se hace mayor.
Entonces ella se preguntó qué edad pensaría él que tenía. Sabía que parecía más joven de lo que era, ya que mucha gente se sorprendía al saber su edad.
–¿Es que alguna vez no has sido cauta?
–Oh, sí. Con diecisiete años era todo lo loca que se podía ser. Estaba loca por ser libre. Locamente enamorada… Pero eso fue hace mucho tiempo.
Ya habían llegado a la puerta del jardín del hotel y, aún de la mano, entraron.
–Si mañana decides saltarte el programa oficial, ya sabes dónde encontrarme.
Delante del portero, Neal le levantó la mano y le dio un leve beso en los nudillos antes de añadir:
–Buenas noches, Sarah. Espero que nos volvamos a ver.
Luego se despidió en nepalí del portero, se volvió y se marchó, dejándola a ella mirándolo mientras se alejaba, sintiendo la tentación de llamarlo.
Pero no lo hizo y, momentos más tardes, Neal desapareció sin mirar atrás.
Sarah se pasó la mañana que tenía libre antes de que el grupo se marchara a Lukla paseando por la ciudad, luchando con el pensamiento de que realmente no quería ir. Quería ver a Neal de nuevo más de lo que quería ir a esa excursión. Tal vez hubiera pensado otra cosa si los demás del grupo hubieran sido más amigables, pero no lo eran y ya sabía que la situación no iba a mejorar.
Se sentó en una terraza y pidió un té de jazmín. Otra mujer sola se sentó no muy lejos de ella y se puso a escribir unas postales.
Un rato más tarde, la mujer se levantó y fue apresuradamente al lavabo, dejándose la mochila sobre la mesa. O era bastante descuidada con sus pertenencias o tenía una verdadera urgencia.
Sarah estuvo vigilando la mochila mientras la mujer no estuvo. De repente apareció, cubierta de sangre y andando de forma insegura. Se dejó caer en su silla como si se fuera a desmayar en cualquier momento.
En ese momento llegó el camarero, vio la sangre y dijo preocupado:
–¿Hay algún problema?
–Sí –respondió Sarah–. Esta mujer necesita atención médica. Por favor, llame urgentemente a un taxi.
Se acercó a la mujer tratando de ver si estaba seriamente herida y le preguntó:
–¿Qué ha pasado? ¿Me lo puede decir?
–Me he mareado… Me caí y me di con la cabeza contra algo…
–No se preocupe. Yo la cuidaré.
Por suerte tenía la dirección de una clínica que le habían recomendado.
–¿Cómo se llama? –le preguntó.
–Rose Jones –dijo la mujer echándose a llorar.
La sala de espera de la clínica estaba llena de gente cuando llegaron las dos, pero viendo el estado de Rose, la enfermera las hizo pasar inmediatamente a una habitación.
Les dijeron que el médico no tardaría y las dejaron allí, esperando.
Sarah sabía que esa clínica la llevaban médicos extranjeros y era famosa por sus investigaciones sobre las causas y el tratamiento de la enfermedad llamada humorísticamente Carreras de Kathmandú.
Momentos más tarde, se abrió la puerta y entró Neal.
–¿Qué haces tú aquí? –le preguntó a Sarah, sorprendido.
–¿Y tú? –preguntó ella más sorprendida todavía.
Pero él ya le estaba dedicando toda su atención a Rose.
–Hola… Soy el doctor Kennedy. Túmbese en la camilla y le echaré un vistazo mientras me cuenta qué le ha pasado.
Mientras él ayudaba a esa mujer a tumbarse en la camilla, Sarah lo miró anonadada. Le había dicho que era periodista y que trabajaba para el The Journal. No le había dicho nada de que fuera médico. ¿Lo habría hecho deliberadamente? Y si era así, ¿por qué?
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