Ravensong. La canción del cuervo. TJ Klune
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–No lo hiciste por Abel.
–¿De qué demonios estás hablando? –exclamé, entrecerrando los ojos.
Por fin se volvió y me miró. Aún tenía el chal sobre los hombros. En algún momento se había atado el cabello rubio en una coleta y algunos mechones le caían alrededor de la cara. Sus ojos eran azules, naranjas, azules de nuevo, y brillaban sin fuerza. Cualquiera que la mirase pensaría que en ese momento Elizabeth Bennett era débil y frágil, pero yo sabía que no. Estaba con la espalda contra la pared, el lugar más peligroso para un depredador.
–No fue por Abel.
Ah. Entonces ese era el juego que quería jugar.
–Era mi deber.
–Tu padre…
–Mi padre perdió el control cuando le quitaron su lazo. Mi padre se alió con…
–Todos teníamos un rol que cumplir –dijo Elizabeth–. Cada uno de nosotros. Cometimos errores. Éramos jóvenes y tontos, y estábamos llenos de una furia enorme y terrible por todo lo que nos habían quitado. Abel hizo lo que pensó que era lo correcto en su momento. Al igual que Thomas. Ahora, yo estoy haciendo lo mismo.
–Y, sin embargo, no te has enfrentado a tus hijos. No has hecho nada para impedirles cometer los mismos errores que cometimos nosotros. Te echaste panza arriba como un perro en esa habitación.
–¿Y tú no? –preguntó, sin morder el anzuelo.
Mierda.
–¿Por qué?
–¿Por qué qué, Gordo? Tendrás que ser más específico.
–¿Por qué les permites que vayan?
–Porque nosotros fuimos jóvenes e imprudentes alguna vez, y llenos de una rabia enorme y terrible. Y ahora ha pasado a ellos –suspiró–. Tú lo has vivido antes. Ya has pasado por esto. Pasó una vez. Y está pasando de nuevo. Confío en que tú evitarás que cometan los mismos errores que nosotros.
–No soy manada.
–No –confirmó, y no debería haberme dolido como me dolió–. Pero esa es una decisión tuya. Estamos aquí por las decisiones que tomamos. Quizás tengas razón. Quizás, si no hubiéramos venido aquí, Ox sería...
–¿Humano?
Un destello le atravesó la mirada de nuevo.
–¿Thomas…
Resoplé.
–No me contó una mierda. Pero no es difícil darse cuenta. ¿Qué ocurre con él?
–No lo sé –admitió–. Ni sé si Thomas lo sabía tampoco. No exactamente. Pero Ox es… especial. Distinto. Aún no se ha dado cuenta. Y quizás le lleve mucho tiempo hacerlo. No sé si es magia o algo más. No es como nosotros. No es como tú. Pero no es humano. No del todo. Es más que eso, creo. Que todos nosotros.
–Tienes que protegerlo. He fortalecido las guardas todo lo posible, pero tienes que…
–Es manada, Gordo. No hay nada que no haría por la manada. Me imagino que no te has olvidado de eso.
–Lo hice por Abel. Y luego por Thomas.
–Mentira –dijo, ladeando la cabeza–. Pero casi te lo crees.
–Tengo que… –murmuré, dando un paso atrás.
–¿Por qué no puedes decirlo?
–No hay nada que decir.
–Él te amaba –dijo, y nunca la odié más que en ese momento–. Con todo su ser. Así somos los lobos. Cantamos y cantamos y cantamos hasta que alguien oye nuestra canción. Y tú la oíste. La oíste. No lo hiciste por Abel o Thomas, Gordo. Ni siquiera entonces. Tenías doce años, pero lo sabías. Eras manada.
–Maldita seas –dije con la voz ronca.
–Sé que a veces… –replicó, no sin amabilidad–, las cosas que más necesitamos escuchar son las que menos queremos oír. Amé a mi esposo, Gordo. Lo amaré por siempre. Y él lo sabía. Incluso al final, incluso cuando Richard… –se quedó sin aliento. Sacudió la cabeza–. Incluso entonces. Él lo sabía. Y lo extrañaré cada día hasta que pueda volver estar a su lado, hasta que pueda mirar su cara, su cara hermosa, y decirle lo enojada que estoy. Lo estúpido que es. Lo bello que es verlo de nuevo y que, por favor, diga mi nombre –tenía lágrimas en los ojos, pero no las derramó–. Me duele, Gordo. No sé si este dolor me dejará en algún momento. Pero él lo sabía.
–No es lo mismo.
–Solo porque tú no lo permites. Él te amaba. Te dio su lobo. Y tú se lo devolviste.
–Tomó su decisión. Y yo tomé la mía. No lo quería. No quería tener nada que ver con ustedes. Con él.
–Tú. Mientes.
–¿Qué pretendes de mí? –pregunté, la voz me desbordaba de furia–. ¿Qué demonios quieres?
–Thomas lo sabía –repitió–. Incluso a punto de morir. Porque yo se lo dije. Porque yo se lo demostré una y otra vez. Me arrepiento de muchas cosas en mi vida. Pero nunca me arrepentiré de Thomas Bennett.
Se movió hacia mí, sus pasos lentos pero seguros. Me mantuve firme, incluso cuando me puso la mano sobre el hombro y me lo apretó fuerte.
–Te irás por la mañana. No te arrepientas de esto, Gordo. Porque si dejas palabras sin decir, te perseguirán hasta el fin de tus días.
Me rozó al pasar.
–Por favor, cuida de mis hijos –me dijo, antes de salir de la cocina–. Te los confío, Gordo. Si descubro que has traicionado mi confianza, o que te has hecho a un lado sin hacer nada mientras ellos se enfrentan a ese monstruo, no existe lugar en el que puedas esconderte en el que no vaya a encontrarte. Te haré mil pedazos y el remordimiento que sentiré será mínimo.
Luego se marchó.
Él estaba de pie en el porche, contemplando la nada con las manos detrás de la espalda. Alguna vez había sido un niño con bonitos ojos azules como el hielo, el hermano de un futuro rey. Ahora era un hombre, endurecido por las asperezas del mundo. Su hermano ya no estaba. Su Alfa se estaba por marchar. Había sangre en el aire, muerte en el viento.
–¿Está ella bien? –preguntó Mark Bennett.
Porque por supuesto sabía que yo estaba