Retiro. Serguéi Dovlátov
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—Nada, no tiene importancia.
—Lea a Gordin, Shchiógolev, Tsiavlóvskaya… Las memorias de Kern1… Y algún folleto divulgativo sobre los perniciosos efectos del alcohol.
—Verá usted, he leído muchísimo sobre los perniciosos efectos del alcohol… Así que he decidido dejarlo. Para siempre. Dejar de leer, quiero decir…
—No se puede hablar con usted.
El chófer miró en nuestra dirección. Los excursionistas ocuparon sus asientos.
Aurora acabó con el helado y se limpió los dedos.
—En verano —dijo ella— la paga es buena. Mitrofánov gana cerca de doscientos rublos.
—Que son doscientos rublos más de lo que se merece…
—¡Ah, encima es usted malo!
—Y cómo no serlo…
El chófer tocó el claxon dos veces.
—Vamos —dijo Aurora.
El autobús, un confortable modelo salido de las factorías de Lvov, estaba abarrotado. Los asientos de calicó abrasaban. Los visillos amarillentos hacían más intensa la sensación de bochorno.
Me dediqué a hojear los diarios de Alekséi Vulf2. Se hablaba de Pushkin en tono amistoso, a veces condescendiente. Siempre ocurre lo mismo: la excesiva cercanía impide valorar adecuadamente las cosas. A todos nos parece evidente que los genios deben tener amigos, pero ¿quién va a pensar que su amigo es un genio?
Me adormilé. En la duermevela me pareció oír algunos chismorreos sobre la madre de Ryléyev3…
Me despertaron al entrar en Pskov. Los muros recién estucados del kremlin solo me produjeron fastidio. Sobre el arco central los diseñadores habían colocado un emblema de forja, feo, de aspecto báltico. El kremlin parecía una maqueta de tamaño desproporcionado.
Había una agencia de viajes local en uno de los laterales. Aurora consiguió certificar algunos papeles y nos llevaron al Hera, el restaurante más elegante del pueblo.
Me encontraba dubitativo: ¿seguir dándole o parar? Si seguía, al día siguiente estaría deshecho. Tampoco tenía ganas de comer… Dirigí mis pasos hacia la avenida. Los tilos susurraban oscura y pesadamente. Hace tiempo que tengo esta convicción: no hay más que quedarse pensativo un instante para recordar algo triste. La última conversación con la mujer de uno, por ejemplo…
—Hasta tu amor por las palabras, ese amor loco, enfermizo, patológico, es falso. Es solo un intento de justificar la vida que llevas. Y llevas una vida de literato famoso sin reunir las más elementales condiciones para llevarla… Con tus vicios, tendrías que ser Hemingway por lo menos…
—¿Eso te parece un buen escritor? ¿No te parecerá Jack London también un buen escritor?
—¡Dios mío! ¡Qué pinta aquí Jack London! Las únicas botas que tengo están empeñadas… Puedo perdonarlo todo. La pobreza no me asusta… ¡Todo, menos la traición!…
—¿A qué te refieres?
—A tu perpetua borrachera, a tu… ni siquiera tengo ganas de decirlo… No se puede ser artista viviendo a costa de otra persona. ¡Es infame! ¡Hablas tanto de nobleza!… Y eres un hombre frío, cruel, astuto…
—No olvides que llevo veinte años escribiendo relatos.
—¿Quieres escribir un gran libro? De cien millones de autores que lo intentan, solo uno lo consigue.
—¿Y qué más da?… Espiritualmente, un intento fallido como ese equivale al más valioso de los libros. Y moralmente, para que te enteres, es incluso más elevado. Porque excluye la remuneración…
—Palabras… Bellas palabras, sin fin… Estoy harta. Tengo una hija de la que soy responsable.
—También yo tengo una hija.
—A la que llevas meses sin hacer caso. Solo somos unas extrañas para ti.
(Existe un momento doloroso en la conversación con una mujer. Estás aportando hechos, razones, exponiendo argumentos. Apelas a la lógica y al sentido común. Y súbitamente descubres que a ella le repugna hasta el sonido mismo de tu voz…).
—No lo hice a propósito… —dije.
Me dejé caer en un banco inclinado. Saqué el bolígrafo y el cuaderno. Al cabo de un rato apunté:
Querida, en los Cerros de Pushkin me hallo.
Sin ti, por aquí todo es fastidio y tristeza.
Vago por estos pagos como perra sin amo
y un miedo horrible el alma me atormenta…
Etcétera.
Mis versos se anticipaban un poco a la realidad. Hasta Púshinskie Gory faltaban todavía unos cien kilómetros.
Entré en una tienda de artículos domésticos. Adquirí un sobre con una efigie de Magallanes. No sé bien por qué, pregunté:
—¿Se puede saber qué ha hecho ahora ese Magallanes?
El vendedor respondió pensativo:
—Puede ser que se haya muerto… O que lo hayan condecorado… Vaya usted a saber.
Pegué el sello, cerré el sobre, lo eché al buzón…
A las seis llegamos a la oficina de turismo, situada en la zona residencial. Dejamos atrás unas colinas, un río, un horizonte vasto recortado por la irrupción del bosque. Resumiendo, un paisaje ruso sin complicaciones. Con esos rasgos peculiares que despiertan en el espectador un sentimiento de inexpresable amargura.
Ese tipo de sentimientos siempre me han resultado sospechosos. En general, la pasión por objetos inanimados me fastidia… (Abrí, mentalmente, mi cuaderno de notas). Hay algo morboso en los numismáticos, en los filatelistas, en los viajeros empedernidos, en los apasionados por los cactos y por los peces de acuario. Me resultan ajenas la infinita paciencia soñolienta del pescador, la infructuosa e infundada valentía del alpinista, la pretenciosa arrogancia del dueño de un caniche real…
Dicen que los judíos miran la naturaleza con indiferencia. En eso consiste uno de los reproches que suele hacerse al pueblo judío. Que carecen, se dice, de una naturaleza propia y que la de los demás les deja indiferentes. Podría ser. Por lo visto, en eso se manifiesta el componente judío que llevo en la sangre…
En resumen: que me gustan poco los contemplativos entusiastas. Y que no me fío mucho de sus raptos. Creo que el amor por los abedules está sustituyendo al amor por el ser humano. Y también que funciona como un sucedáneo del patriotismo…
A una madre que está enferma, paralizada, la compadeces y la quieres más, de acuerdo. Pero cantar sus sufrimientos, expresarlos estéticamente, es ruin…
Bueno,