Retiro. Serguéi Dovlátov

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Retiro - Serguéi Dovlátov La principal

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a asombrarme la inagotable variedad de su léxico.

      Galia me presentó a la instructora de la oficina, Liudmila. Sería secreto admirador de sus tersas piernas hasta el final de la temporada. Liuda era sencilla y amable. Una posible explicación es que tenía novio. No le agriaba el gesto esa permanente disposición al rebufo ante cualquier insinuación, tan frecuente entre las otras. De momento, el novio estaba en la cárcel…

      Apareció después una mujer poco agraciada, de unos treinta años: la coordinadora. Se llamaba Mariana Petrovna. Mariana tenía una cara descuidada pero sin defectos apreciables y una figura indefiniblemente mal resuelta.

      Le expliqué el objeto de mi venida. Me invitó a su despacho particular con una sonrisa escéptica.

      —¿Ama usted a Pushkin?

      Sentí una sorda irritación.

      —Así es.

      «Pero como sigamos por este camino», pensé, «dejaré de amarlo en cualquier momento».

      —Permítame que le pregunte, ¿por qué?

      La pillé mirándome con ironía. Aparentemente, el amor por Pushkin era la divisa con mayor demanda en estos pagos. Y a saber qué podría pasar si me tomaran por un falsificador…

      —¿Cómo que por qué?

      —¡Sí, que por qué le gusta Pushkin!

      —Vamos a acabar con este examen ridículo —dije, ya sin poder contenerme—. Terminé el bachillerato. Y luego la universidad. (Aquí exageré un poco. Me expulsaron en tercero). He leído algo… En resumen, soy competente… Solo aspiro a un puesto de guía…

      Por fortuna, mi tono faltón pareció pasar desapercibido. Más tarde llegaría a la convicción de que aquí la grosería más primitiva era mejor tolerada que un fingido aplomo…

      —¿Y bien…? —Mariana esperaba la respuesta establecida de antemano y conocida por todos.

      —Muy bien, lo intentaré. Veamos… Pushkin es nuestro Renacimiento tardío. Como Goethe lo fue para Weimar. Uno y otro naturalizaron lo que Occidente había asimilado entre los siglos xv y xvii. Pushkin encontró la forma adecuada de expresar los motivos sociales en el género de la tragedia, característico del Renacimiento. Es como si Goethe y él hubiesen vivido en varias épocas a la vez. Werther es un tributo al sentimentalismo. El prisionero del Cáucaso, una obra típicamente byroniana. Pero en Fausto ya están los isabelinos, por decirlo así. Y Las pequeñas tragedias, desde luego, actualizan uno de los géneros más típicamente renacentista. Con la lírica de Pushkin sucede lo mismo. Y si en ocasiones nos resulta amarga, no lo es a la manera de Byron, sino, o a mí así me lo parece, a la manera de los sonetos shakespearianos… Se entiende lo que quiero decir, ¿no?

      —Pero… ¿qué tiene que ver Goethe con Pushkin? —preguntó Mariana—. ¿Y el Renacimiento?

      —¡Nada! —estallé—. ¡Goethe no tiene que ver absolutamente nada con Pushkin! ¡Renacimiento era el caballo de Don Quijote! ¡Que tampoco tiene que nada ver con Pushkin! ¡Ni yo, por lo visto, tengo nada que ver con nadie!…

      —¡Cálmese!… —murmuró Mariana—. ¡Qué genio tiene usted!… Solo le he preguntado que por qué amaba a Pushkin…

      —¡El amor en público es una bestialidad! —bramé—. ¡Hay un término específico en sexopatología!…

      Me tendió un vaso de agua con mano temblorosa. Lo aparté.

      —¿¡Y usted!? ¿¡Ha amado usted alguna vez a alguien, acaso!?

      No debí haber dicho eso. Ahora se me echará a llorar, gritando: «¡Tengo treinta y cuatro años y estoy soltera!…».

      —¡Pushkin es nuestro orgullo! —exclamó—. No fue solo un gran poeta. Fue también un ciudadano ejemplar…

      Por fin conocía la respuesta oficial a la pregunta de las narices.

      «¿Ya está? ¿Eso es todo?», pensé.

      —Estúdiese el manual. Aquí tiene la lista de libros. Están disponibles en la sala de lectura. Y hágale saber a Galina Aleksándrovna que la entrevista ha sido un éxito…

      Me sentí mal.

      —Gracias —dije—. Lamento haber sido tan impulsivo.

      Enrollé el manual y me lo metí en el bolsillo.

      —Tenga cuidado, solo tenemos tres ejemplares.

      Saqué el manual y traté de estirarlo.

      —Y una cosa más —Mariana bajó la voz—. Me ha preguntado usted por el amor…

      —Ha sido usted la que me ha preguntado por el amor.

      —No, ha sido usted quien me ha preguntado… Que yo me entere: ¿Le interesa saber si estoy casada? ¡Pues sí, estoy casada!

      —Acaba usted de privarme de mi última esperanza —le dije mientras salía.

      En el pasillo, Galina me presentó a la guía Natela. Y otra vez me pareció notar que mi presencia suscitaba un indiscutible interés.

      —¿Va a trabajar con nosotros?

      —Voy a intentarlo.

      —¿Tiene cigarrillos?

      Salimos al porche.

      Natela vino de Moscú movida por un ramalazo romántico o, mejor dicho, aventurero. Era licenciada en Ingeniería y trabajaba de maestra. Decidió pasar aquí sus tres meses de vacaciones. Ahora se arrepiente. La reserva es una cloaca. Los guías y los expertos están chiflados. Los turistas son unos ignorantes y se comportan como cerdos. Todos idolatran a Pushkin. Y su amor por él. Y el amor por su amor. La única persona decente aquí es Márkov…

      —¿Márkov?

      —Un fotógrafo. Un borracho sin remedio. Ya se lo presentaré. Me ha enseñado a beber agdam12, el brebaje azerí. ¡Es algo fantástico! A usted también le enseñará…

      —Se lo agradezco mucho, pero me temo que también soy un experto en el tema…

      —¿Y por qué no nos cogemos una curda un día de estos? Localizamos un buen rincón a la sombra…

      —Hecho.

      —Es usted realmente peligroso.

      —¿Cómo?

      —Me di cuenta enseguida. Es usted un hombre terriblemente peligroso.

      —¿En estado de embriaguez?

      —No, me refiero a otra cosa.

      —No la entiendo.

      —Es peligroso enamorarse de un tipo como usted. —Y dicho eso, me propinó, con aire cómplice, un doloroso rodillazo.

      Señor,

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