Retiro. Serguéi Dovlátov
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—Yo he oído que está en Riga, en casa de Krasílnikov…
Se sucedieron más y más versiones. El chequista estaba liquidando su pato estofado con enorme concentración. Luego levantó un poco la cabeza y dijo sucintamente:
—Nos consta que va a venir al parque Pushkin…
—Tengo prisa, me esperan —dijo de pronto Guriánov, como si fuese yo quien lo retenía…
Se dirigió a Galia:
—Te veo más guapa. Te has arreglado los dientes, ¿verdad?
Sus bolsillos parecían a punto de reventar.
—Gilipollas… —dijo Galina con displicencia. Y después:— Si Pushkin levantara la cabeza…
Tres establecimientos ocupaban la planta baja del hotel Amistad: una tienda de alimentación, una peluquería y un restaurante, el Ensenada. «Debería convidar a Galina para agradecerle sus atenciones», pensé. Pero apenas llevaba encima unos miserables rublos. El menor gesto podía desencadenar la peor catástrofe.
No dije nada.
Nos acercamos al mostrador, tras el que se agazapaba la gobernanta. Galia nos presentó. La mujer me alargó una llave maciza con el número 231.
—Mañana se buscará una habitación —dijo Galina—. Puede que en el pueblo, puede que en Vorónich, aunque es caro… Quizá en alguna de las aldeas cercanas, en Sávkino o Gayki…
—Gracias por su ayuda —dije.
—Bien, pues… me voy.
La frase terminaba con un signo de interrogación apenas perceptible, algo así como: «Bien, pues… ¿me voy?».
—¿La acompaño?
—Vivo en las afueras —respondió la mujer en tono enigmático.
Y luego —clara y persuasivamente, quizás demasiado clara y demasiado persuasivamente:
—No es necesario que me acompañe… Y que no se le pase por la cabeza que soy una de esas…
Se retiró, irguiendo la cabeza con orgullo ante la gobernanta. Subí a la primera planta y abrí la puerta. La cama estaba cuidadosamente arreglada. El altavoz emitía un murmullo entrecortado. Algunas perchas se balanceaban en la barra del armario.
En esa habitación, en esa estrecha barquilla, zarpaba yo hacia las ignotas costas de la independencia y de la soltería.
Me duché, quitándome de encima el sedimento embarazoso de los desvelos de Galia, el poso de la húmeda estrechez del autobús, las costras de un festín que se había prolongado demasiados días.
Mi humor mejoró sensiblemente. La ducha fría actuó como una llamada de alerta.
Me sequé, me puse los pantalones de gimnasia y comencé a fumar.
En el pasillo se podía sentir un ir y venir de pasos. De alguna parte llegaba una musiquilla. Bajo las ventanas se escuchaba un continuo circular de ciclomotores y camiones.
Me tendí sobre la manta y abrí un tomito gris de Víktor Lijonósov7. Determiné informarme de una vez para siempre acerca de la «prosa campesina», de la que tanto se hablaba entonces. Utilizar ese libro como una especie de guía…
Me quedé dormido leyendo, sin darme cuenta. Me desperté a las dos de la madrugada. La luz mortecina del anochecer veraniego inundaba la habitación. Todavía se podían contar las hojas del ficus en la ventana.
Decidí reflexionar con calma. Tratar de que se desvaneciera aquella sensación de catástrofe, de callejón sin salida.
La vida se extendía a mi alrededor como un inmenso campo minado. Y yo estaba en el centro. Había que parcelar ese campo y era hora ya de poner manos a la obra. Romper la cadena de circunstancias dramáticas. Analizar la sensación de fiasco. Estudiar cada factor… por separado.
Llevas veinte años escribiendo relatos. Estás convencido de que te has servido de la pluma con cierto fundamento. Personas en cuyo juicio confías están dispuestas a testimoniarlo.
Pero nunca te aceptan nada, no te publican. No te admiten en su compañía, en su partida de bandoleros. ¿No era eso con lo que soñabas cuando susurrabas tus primeros versos?
¿Estás pidiendo justicia? Ya puedes esperar sentado: esa fruta no crece por estas latitudes. Un puñado de deslumbrantes verdades deberían haber cambiado el mundo para mejor. ¿Y qué ha sucedido en realidad?…
Tienes una docena de lectores. Ojalá fueran menos…
Además, no te pagan: eso es lo malo. El dinero es libertad, espacio, son caprichos… Hasta la miseria se hace más llevadera cuando tienes dinero…
Aprende a ganarlo sin convertirte en un hipócrita. Trabaja de estibador, escribe por las noches. La gente conservará de ti lo que deba conservar, como decía Mandelshtam8. Así que ponte a ello…
Tienes facultades para eso, facultades de las que hubieras podido carecer. Escribe, crea una obra maestra. Provócale al lector una conmoción mental. Aunque solo sea a uno, con eso basta… Y es tarea para toda una vida.
¿Y si no lo lograses? Tú mismo has dicho que, en un sentido moral, un intento fracasado es mucho más noble que uno exitoso. Porque excluye la remuneración, creo que decías…
Escribe, ya que te has puesto a hacerlo, arrastra esa carga. Cuanto más pesada te parezca, más ligera acabará resultándote…
¿Te agobian las deudas? ¡¿Quién no las ha tenido?! No te amargues con eso. Es lo único que de verdad te vincula con la gente…
¿Al mirar atrás ves ruinas? Era lo esperable. El que vive en su mundo de palabras no se lleva bien con las cosas.
Envidias a todo aquel que se presenta como escritor. Al que puede justificarlo documentalmente exhibiendo un certificado.
Pero ¿qué escriben tus coetáneos? En Volin9 te has encontrado con frases como esta:
«… Se me hizo comprensiblemente claro…».
Y en la misma página: «… Con una incomprensible claridad, Kim sintió…».
La palabra está volcada patas arriba. El contenido se ha derramado. O, siendo más precisos, resulta que no había contenido alguno. Palabras intangibles, como sombras de botellas vacías…
¡Pero no es eso! ¡No es eso de lo que se trata!… ¡Me tienes harto con tus subterfugios!…
Vivir es imposible. O se vive, o se escribe. O la palabra, o la acción. Pero en tu caso la acción es la palabra. Y cada acción, cada Tarea con mayúscula te produce rechazo. A su alrededor hay una zona de espacio muerto. Allí se extravía todo lo que estorbe a la Tarea. Allí se pierden las esperanzas, las ilusiones, los recuerdos. Reina allí un ruin, indiscutible, inequívoco materialismo…
¡Una vez más: no es esto, no es esto!…
¿En