La política de las emociones. Toni Aira

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La política de las emociones - Toni Aira

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enganchan y los sentimientos que estas generan. Un lenguaje que la mayoría de mortales utilizamos de forma más bien intuitiva, a menudo sin saber exactamente lo que estamos haciendo o lo que podríamos llegar a hacer. Los políticos y sus equipos de asesores, en cambio, son perfectamente conscientes de lo que hacen la mayor parte del tiempo. Esa consciencia implica, en el campo de las emociones, jugar con la generación de sentimientos con un objetivo a alcanzar. En este sentido, comunicar con intención, y hacerlo eficazmente, pasa cada vez más por el manejo de las emociones.

      Palabras, eslóganes, discursos, promesas. Todo ello nos retrata a los políticos, en paralelo a su imagen, a su actitud y a otros frentes más visuales. Fondo y forma son decisivos en un tándem ya indisociable, nos guste o no. Pero, ¿por qué? ¿Cómo hemos llegado a esto como sociedad y como individuos? ¿Tan escasa es nuestra capacidad de razonar? ¿Tan a flor de piel tenemos nuestras reacciones, que un gesto o un tono inspirador pueden reportar la confianza que no se gana con un discurso mediocre? ¿Tan poco la traspasamos? La respuesta a todas estas preguntas tiene mucho que ver con las emociones y los sentimientos que generan. Han estado ahí siempre, siempre han condicionado nuestra atención, nuestra memoria y nuestro razonamiento lógico, pero el salto clave que hemos dado como sociedad consiste en que ya no vivimos de espaldas a ello, ya no se niega. Y actuando en consecuencia, se está aprendiendo a marchas forzadas a gestionar esas emociones que generan los sentimientos que nos mueven, también al voto. ¿Esto hace la política contemporánea peor o mejor que sus precedentes? La respuesta es fácil si atendemos al global de lo que supone un razonamiento basado sobre todo en lo emocional. Como ha escrito el experto en libertad de expresión Greg Lukianoff y el psicólogo Jonathan Haidt en un libro revelador, La transformación de la mente moderna (2019), «el razonamiento emocional es una de las distorsiones más comunes de todas; la mayoría de la gente sería más feliz y eficiente si no lo empleara tanto». Aplicable a todo. Aplicable a la política. Aplicable siempre, especialmente ahora, pero con una ristra de precedentes.

      DISTRAÍDOS Y VULNERABLES

      En los análisis de lo contemporáneo no debería optarse nunca por el presentismo, por limitarse a las circunstancias del presente, aunque a menudo se cae en esa acotación. Poner en contexto histórico es importante, entre otras cosas para acertar en ciertas causas o antecedentes que también ayudan a explicar el presente y a especular con una mínima base sobre escenarios futuros. En este sentido, cuando alguien plantea la recurrente frase «Los líderes políticos de antes eran mejores, tenían más nivel que los de ahora» —así, sin más, como mucha gente lo verbaliza a menudo—, la necesidad de matiz y de contexto llaman imperiosamente a la puerta. Porque en absoluto puede juzgarse el nivel de los políticos, o medirlo, sin hacerlo a la vez con sus respectivas sociedades. Los políticos son parte y producto de ellas. Aunque nos pese, no son muy diferentes en cuanto a capacidades, a talantes y a comportamiento de la ciudadanía a la que representan en instituciones y partidos, y en la que también se integran. Alguien podría plantear que de los políticos, de los administradores del bien común, de los constructores de nuestras sociedades desde las instituciones de todos, debería esperarse un nivel mayor, y que deberían aplicárseles unos baremos de exigencia también superiores. Pero la discusión es otra, que no anula además la necesidad de analizar ecuánimemente si en efecto nuestros políticos son más o menos insustanciales, más o menos preparados, más o menos simplificadores de la realidad que el resto de sus contemporáneos. Aquí, como en tantas otras circunstancias, valdrá la pena escuchar a Hannah Arendt y algún tramo de su libro Verdad y mentira en la política (2017), como cuando defiende que «la opinión, y no la verdad, está entre los prerrequisitos esenciales de todo poder». Opinemos, pues, analíticamente. Pero a la vez no apartemos del todo las emociones en este análisis de la realidad, por mucho que queramos racionalizarla.

      La obsesión por tejer relatos —en las mentes del público—, para imponerlos como guion a menudo vacío, se ha comido la concepción más clásica de la política, que es la acción ligada a construir realidades —palpables, sobre el terreno—. La táctica que históricamente describía a los periodos electorales, al cronificarse la campaña electoral permanente, se come la verdadera estrategia, y lo hace cada vez de forma más acelerada y compulsiva. De ahí que la finalidad de la política, que tradicionalmente había sido enfocada a la gestión del poder, del bien común una vez superadas unas elecciones, pase a convertirse en una carrera electoral constante donde los debates y los juicios que se provocan sean cada vez más superficiales.

      Ganar elecciones, un paso tradicionalmente importante al servicio de otro objetivo último, gobernar, pasa a ser el principal objetivo la mayor parte del tiempo. Hemos perdido el miedo al cambio, todos, o al menos nos hemos acostumbrado a ello, a estar en permanente movimiento —también emocional—, y le hemos cogido más afición. Nos hemos acomodado a este contexto. A menudo, en vez de transaccionar, discutir, argumentar, contraargumentar, ceder o negociar, lo más fácil, lo más atractivo, es tirar de aquel consejo clásico que dan los informáticos: reiniciar. En política, reiniciar significa elecciones. Cada vez más seguidas, con menos periodo de entreguerras que distancien unos comicios de los otros. Con menos realidades construidas de por medio. Y, eso sí, con más luchas de relatos pensados en clave publicitaria, marketiniana, de campaña, en disputa por la atención y por el favor de un procrastinado público al que se debe impactar emocionalmente para que en él se creen sentimientos que muevan a la acción.

      Vivimos en un presente continuo, en una continua campaña cortoplacista, poco dada a conjugar el futuro, ni siquiera a pensar demasiado a fondo en él. Pasa en nuestras vidas, pasa en política. De ahí que las legislaturas en países sin mandatos de duración inmutable cada vez sean más cortas. Al igual que sus líderes, en competición abierta constante, más frecuentemente expuestos a unos focos de las cámaras que también los desgastan más aceleradamente, que muestran sus contradicciones, sus carencias, y que por supuesto también los queman. De ahí el peso creciente de la comunicación en la vida política, al igual que su papel preponderante en nuestras sociedades. De ahí que mucha parte de la política pase cada vez más por su vertiente comunicativa y por un lenguaje de autopromoción, comercial y audiovisual que impregna nuestro consumo de mensajes del barniz emocional que más triunfa en este formato. Mucha parte de la política pasa por el intento de control de este flanco, por la obsesión por imponer un relato favorable y contrarrestar el de los adversarios. Esa táctica deriva en excesos como la construcción de hiperrealidades que son realidades alternativas que no existen, o directamente mentiras que dan por hecho lo que se desea que suceda. De ahí la importancia, también disparada, de unos profesionales del ramo erigidos, más que en asesores o consejeros, en verdaderos gurús en los que se depositan demasiadas esperanzas y también a menudo demasiada responsabilidad y poder, e incluso leyenda.

      A los asesores, nadie más que el líder de turno los ha elegido. El electo por los ciudadanos —o por las bases de su partido— es el líder, y algunos de sus compañeros políticos. Pero a la vez, los liderazgos políticos, al depender más del factor comunicativo, necesitan constantemente del consejo y de las directrices de sus spin doctors. Yo siempre había defendido que la potencia de un liderazgo institucional es inversamente proporcional a la influencia de los asesores en sus decisiones políticas. Tenía claro que el ámbito de actuación del asesor debe circunscribirse a las vertientes estratégicas y comunicativas. Pero cuando estos dos frentes pasan a copar la mayor parte de la actividad política, entonces cabe llegar a replantearse la mayor, ya que difícilmente ningún político al máximo nivel puede abstraerse de esta realidad. Igual que los influencers digitales condicionan el estilo de vida de la generación Z, la de los centennials y la de los millennials —aunque del resto también, no nos engañemos—, propagando patrones de comportamiento y modos de vida ligados al aparente éxito en nuestra sociedad hiperemocional e hiperexpuesta, los asesores políticos dejan su huella en sus particulares beliebers, como se autodenominaban los incondicionales seguidores del cantante Justin Bieber, esos clientes que han pasado a convertirse en followers. Pero, a través de los beliebers, la huella se deja también en el terreno de la opinión pública.

      En

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