La política de las emociones. Toni Aira

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generar listas de audiencias de gente que ha visitado una web con un patrón parecido, y modificarla a partir de lo que desea o demanda cada uno de esos usuarios. La gran evolución se extenderá en breve y algunas corporaciones ya experimentan sus avances gracias a la nube. Con Google Cloud, por ejemplo, se puede personalizar mensajes dependiendo del usuario, utilizando inteligencia artificial con motores de recomendación y mostrándole contenido relevante. Si estás suscrito, por ejemplo, en YouTube, el contenido que te ofrece la plataforma es diferente en función de cada persona. Igual con Spotify, gracias a la misma tecnología.

      El ajuste personal coincide con la necesidad de hacerlo en tiempo real. La tecnología y la ubicación del dato en el centro de todo —data driven marketing— son claves para impulsar acciones a gran velocidad. Aceleradamente, como casi todo en nuestro mundo, en nuestro día a día. El sociólogo y economista William Davies, codirector del Centro de Investigación de Economía de Goldsmiths, Universidad de Londres, advierte en su libro Estados de ánimo (2019) que, si bien las emociones nos ayudan a adaptarnos a nuestro entorno, a su vez la información que transmiten en el momento puede estar rigurosamente reñida con los hechos verificados a posteriori. Nos deja claro, por tanto, que la cualidad esencial de las emociones, su inmediatez, es precisamente lo que las vuelve potencialmente engañosas al generar una reacción desmesurada (y miedo). Y remarca, como si pensara en Trump pero no necesariamente solo en él: «Empresas y políticos sin escrúpulos han explotado largamente nuestros instintos y emociones para convencernos de creer o comprar cosas que, con una reflexión más atenta, no habríamos creído ni comprado. Los medios en tiempo real, disponibles a través de la tecnología móvil, exacerban este potencial».

      Este fenómeno lo explota una creciente industria de empresas de estudio de mercado que emplea la «inteligencia emocional artificial» para detectar signos de emoción en el cuerpo, la cara, los ojos y en nuestra actividad en internet. Es la ciencia de la emoción, que también sirve como herramienta de control político, al vincular nuestra vida «externa» y la «íntima». Porque, a diferencia de cuando apareció la importancia de los expertos allá en el siglo XVII, ahora existe la voluntad y la técnica que hacen posible detectar los estados de ánimo íntimos de la población. De testar su sentir. Ya a finales del siglo XIX, de hecho, se podían plantear científicamente interrogantes sobre qué quería la gente, con qué se identificaba y cómo se sentía. Para sondear primero el sentir popular respecto de la guerra, y luego respecto de lo que el mercado podía vender. Y finalmente, hoy para casi todo, incluida la política. ¿Hasta qué punto, en este sentido, nuestras elecciones no están más inducidas que respondidas por el mundo de la política o de la empresa? ¿Hasta qué punto lo que vemos en un político que cuaja, como por ejemplo Donald Trump, responde a su realidad o a una construcción comunicada con intención? ¿Y a partir de qué lo hacen?

      Bob Woodward escribió en 2018 Miedo. Trump en la Casa Blanca. El miedo a lo desconocido, a lo imprevisible: eso habría generado Donald Trump desde que, para sorpresa de muchos, accedió a la presidencia de los Estados Unidos. ¿Recuerdan cómo y por qué Mariano Rajoy a menudo se describía en sus discursos como un hombre «previsible»? Por lo mismo por lo que un imprevisible Trump se impuso, pero al revés. Me explico. En tiempos de crisis económica, financiera y de confianza en las instituciones, un perfil de liderazgo como el de Rajoy vivió una cierta primavera, o como mínimo supo aprovechar una ventana de oportunidad. No despertaba entusiasmo, pero sí confianza en la reordenación de un patio político, económico y social convulso, en general y por barrios. No demasiado después, y ya en remontada global de aquel escenario, Trump supo tirar de aquella máxima que George R.R. Martin pone en boca de su personaje Petyr Baelish cuando discute con otro de los consejeros áulicos con más protagonismo en la serie Juego de tronos, Lord Varys: «El caos no es un foso, es una escalera». Reivindicándose explícitamente en sus discursos como impredecible, Trump estimuló a una parte del electorado —con demasiados años de depresión a cuestas— para movilizarse y que el miedo cambiara de bando. Y lo consiguió. El antagonismo llevado al odio ya estaba ahí, en ese proyecto al alza.

      Existe un mítico spot de campaña política, conocido como el Daisy Spot, en el que el presidente y candidato Lyndon B. Johnson, en la carrera por las elecciones presidenciales estadounidenses de 1964, apelaba al miedo a la guerra nuclear para asestar un golpe definitivo contra su adversario Barry Goldwater, que se había mostrado dispuesto, casi sin dudarlo, a apretar el botón nuclear si como presidente consideraba que debía hacerlo. Aquel anuncio, con una niña de protagonista deshojando una margarita, se referencia en los libros de comunicación política, y yo mismo se lo proyecto cada año a mis alumnos de la facultad. Básicamente, porque consiguió su propósito al fulminar las opciones del republicano Goldwater. En las elecciones presidenciales de 2016, Hillary Clinton lo intentó replicar, rescatando a aquella niña del anuncio, ya como una mujer madura, y contraponiendo sus miedos a repetir aquel contexto del pasado con un Donald Trump que en pleno mitin alardeaba de ser impredecible. No funcionó. El mundo en general, y el de las emociones en particular, había cambiado demasiado como para que medio siglo después el recurso funcionara igual. Ese sentimiento de miedo, por sí solo, no movió lo suficiente a la acción. En cambio, los miedos mutados efectivamente en odio por el equipo de Trump, sí.

      Algunos autores defienden que este odio puede servir para ganar las elecciones pero no para gobernar. Coincido con ello, si se refieren a «gobernar» en clave de servicio y de trabajo constructivo para la ciudadanía, para una sociedad, para un país o para un conjunto de ellos. Difiero, en cambio, si por «gobernar» se entiende la ocupación del poder, porque eso, máxime en tiempos de campaña permanente, se puede hacer perfectamente y de forma efectiva con la generación calculada de odio y con una buena identificación de públicos a quienes dirigirlo. No en balde, para Steve Bannon, considerado el gran arquitecto ideológico de la victoria de Trump en 2016, la solución a los males actuales de la política pasa por acostumbrarse al campo de batalla. La política entendida como una contienda bélica. Los tiempos de la elección permanente.

      Victoria Camps, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UAB, publicó en 2011 una obra titulada El gobierno de las emociones donde avanzaba el panorama actual: gobiernos que no lo son y economías que avanzan gracias al contexto. Líderes institucionales abocados al paradigma de la campaña permanente, que viven a golpe de tuits utilizados como arma arrojadiza. El mismo proceder que mueve la dictadura de las audiencias, donde los medios se ven a menudo obligados a transitar por derroteros no siempre deseados. Trump encarna en gran parte la sublimación de este fenómeno, después de años de lluvia fina como estrella de mil shows televisivos. Lo describió crudamente Leslie Moonves, presidente de la cadena CBS, durante la competición electoral entre Hillary Clinton y el republicano: «¿Quién dijo que este circo llegaría a esta ciudad? Puede que no sea bueno para América, pero es fabuloso para la televisión». La dictadura

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