Territorialidades del agua. José Esteban Castro

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algunos de los ríos no en términos de una fusión [con un mar único], sino más bien en términos de que los mismos comparten algo de sus cursos para después volver a separarse y alimentar otros lagos y mares diferentes? (Brennan y Lo, 2016: 24).

      Indudablemente, la metáfora alternativa que plantean Brennan y Lo contiene una fuerte advertencia sobre la necesidad de evitar súper generalizaciones y mantener la cautela en el tratamiento de la cuestión milenaria planteada en torno a la tensión existente en relación con la unidad y diversidad de la ciencia y del conocimiento más generalmente. En particular, introduce un inquietante llamado de atención sobre las territorialidades del conocimiento, instalando la noción de que, en lugar de tratarse de un legado común y convergente, consolidado en el vasto acerbo heredado por Occidente, el conocimiento humano acumulado se caracterizaría más bien por flujos históricos convergentes y divergentes, con bifurcaciones y acumulaciones dispersas en el espacio y en el tiempo. Manteniendo esta imagen, esta metáfora hídrica de gran diversidad en los flujos y acumulaciones del conocimiento humano como fondo, retomemos el tema de la relación entre las “partes” y el “todo” en la producción de conocimiento.

      A pesar de la imagen dicotómica y en gran medida rígida de esta diferenciación entre “el todo” y las “partes” que pareciera estar instalada en el debate sobre la unidad y diversidad de la ciencia, el reconocimiento de las fuertes “relaciones de dependencia entre las ciencias” ha sido un componente secular del debate, como lo ilustra el argumento de D’Alambert en el “Discurso preliminar a la Enciclopedia” (García, 2006: 25). Escribiendo a mediados del siglo XVIII, en plena emergencia de la “modernidad” occidental, D’Alambert planteaba que la producción de conocimiento se parecía a estar “metidos en un laberinto”, lo que requería un esfuerzo para no perder “la ruta verdadera” (D’Alembert, 2011: 17). De algún modo replanteando los postulados de los pensadores clásicos, D’Alambert reafirma en ese texto, por una parte, la unidad de las formas de conocimiento, ya que “las ciencias y las artes se prestan mutuamente ayuda y hay por consiguiente una cadena que las une” y, por otra parte, la enorme dificultad de “encerrar en un sistema unitario las ramas infinitamente variadas de la ciencia humana” (D’Alembert, 2011: 6). La reflexión de D’Alambert se localiza en el periodo histórico caracterizado por la “pre-disciplinariedad”, un término utilizado por algunos autores para describir el desarrollo del pensamiento científico occidental entre los siglos XVII y XIX, antes del avance del proceso de especialización y disciplinización de las ciencias, un periodo histórico que está siendo objeto de renovado interés en el marco de este debate (University of California y University of London, 2018). Vale la pena destacar aquí, entre otros ejemplos de “pre-disciplinariedad”, en realidad, de formas “holísticas” pre-disciplinarias, un ejemplo que proviene de las ciencias de la salud, por su relevancia para nuestro tema. Se trata de la contribución pionera de William Petty, controvertida figura a quien Karl Marx famosamente consideró uno de los padres fundadores de la “economía política clásica” (Marx, 1904: 56). Como señaló Patricia Rosenfield en sus propuestas para profundizar la “transdisciplinariedad” entre las ciencias de la salud y las ciencias sociales, Petty, quien escribió en el siglo XVII, fue posiblemente el primero en “analizar sistemáticamente las interacciones complejas entre la salud, la demografía y las condiciones sociales y económicas”, dando inicio a una tradición de “análisis holístico” que la autora argumenta debe ser retomada y profundizada para encarar los desafíos que confrontan la salud y el bienestar humanos (Rosenfield, 1992: 1343).

      La etapa “predisciplinaria” constituyó el preludio de las crecientes bifurcaciones que se producirían con la ramificación de las ciencias a partir de los procesos de especialización y disciplinización desde el siglo XIX, procesos que para fines del siglo XX habían producido un número estimado de aproximadamente 9.000 campos de conocimiento diferenciables (Weingart y Stehr, 2000). Como han señalado diversos autores, la emergencia de nuevos campos de conocimiento y de nuevas disciplinas no fue el resultado de procesos mecánicos de bifurcación y aislamiento, como podría malinterpretarse la imagen de la metáfora hídrica de Needham y sus críticos, sino que, más bien, tomando prestados los términos de D’Alambert, se dio por medio de procesos solidarios y de interdependencia entre los distintos campos. En palabras de Rolando García,

      Las nuevas disciplinas se fueron conformando a través de una alternancia de procesos de diferenciación e integración. Esto significa que las disciplinas se fueron desarrollando de manera articulada, y que las formas de articulación también evolucionaron, respondiendo a desarrollos propios dentro de cada disciplina (García, 2006: 26-27).

      Esta explicación del carácter histórico-genético de los procesos de “diferenciación e integración” que caracterizan al proceso de disciplinización es compartida por otros autores, como Jürgen Mittelstrass, quien plantea que “es recomendable recordarnos que las temáticas [subjects] y las disciplinas han crecido a través de la historia de la ciencia y que sus límites no son determinados ni por sus objetos ni por la teoría, sino más bien por su crecimiento histórico” (Mittelstrass, 2011: 330).

      Mittelstrass agrega que la identidad de las disciplinas ha sido con frecuencia determinada por objetos de investigación, teorías o métodos que trascienden a las disciplinas individuales, a la vez que los objetos de conocimiento a menudo no han encajado con nitidez dentro de los límites de las disciplinas que los estudian. Este autor da el ejemplo de lo que podríamos denominar, en los términos de este trabajo, la relación entre objetos “indisciplinados” y la formación histórica de las disciplinas, utilizando el caso de las teorías del “calor”. Desde la antigüedad, el “calor” había sido considerado un objeto de estudio de la física, pero el desarrollo teórico a partir de inicios del siglo XVIII lo convirtió en objeto de la química, mientras que avances posteriores lo transformaron nuevamente en objeto de la física. De este modo, “no son (solamente) los objetos los que definen a la disciplina, sino también nuestra forma de abordarlos en la teoría” (Mittelstrass, 2011: 330). La transferencia de estas consideraciones al caso del agua como objeto de conocimiento nos introduce en un espacio laberíntico y con múltiples bifurcaciones. ¿Cuál es el campo de conocimiento o la disciplina que puede reclamar la primacía teórica sobre los estudios del agua? ¿Serán estos acaso los campos clásicos de la física, la química, la biología, la hidrología o la ingeniería hidráulica? ¿Qué papel juegan las ciencias sociales, la historia, el derecho o las ciencias de la salud? Aquello solo para mencionar algunas entre tantas otras áreas disciplinarias y sus múltiples bifurcaciones dedicadas a diferentes aspectos de la investigación sobre “el agua”, que incluyen desde la arqueología espacial (Harrower, 2016) y la etnografía ambiental computacional (Entwistle y cols., 2013), hasta la astrobiología, la exobiología y la ingeniería química y molecular (Pohorille y Pratt, 2012).

      Un examen somero de la extensa literatura sobre la unidad y diversidad de las ciencias, relevante para este capítulo, despierta la sensación de estar en senderos con infinitas bifurcaciones laberínticas. Sin embargo, simultáneamente, tras proceder a una revisión histórica de esta literatura partiendo de inicios de la década de 1970, también se adquiere la sensación incómoda de que en ciertos aspectos los avances realizados desde entonces han sido limitados, al tiempo que aportaciones fundacionales parecen haber sido abandonadas o, peor aún, sus ideas centrales son presentadas vez tras vez como novedades en la literatura más reciente, quiero decir presentadas sin referencia a las fuentes previas, a pesar de constituir parte de un debate secular.

      Al respecto, una amplia literatura reciente, en particular desde la perspectiva de la ciencia occidental, ha retomado el debate sobre la unidad y diversidad de las ciencias. Esta literatura, que en cierto modo refleja un acuerdo creciente sobre la necesidad de trascender los límites disciplinarios en los procesos de construcción de conocimiento, hace referencia a la necesidad de enfoques interdisciplinarios o crosdisciplinarios, o multidisciplinarios, o polidisciplinarios,

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