En Sicilia con amor. Catherine Spencer
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–Haré honor a mis votos en la medida que tú quieras.
–En otras palabras; serás consciente de tus deberes, ¿no es así?
–Lo haré lo mejor que pueda. Y si quieres que firme un acuerdo prematrimonial, también estoy dispuesta a hacerlo –respondió ella.
–¿Por qué iría a pedirte una cosa así?
–Como muestra de mi buena fe. No soy tan materialista como para casarme contigo sólo por tu dinero y después divorciarme apresuradamente.
–Me alegra oír eso –dijo él–. Aunque para ser sincero debo señalar que, si hubieras planeado hacer algo así, seguramente fallarías. Yo no creo en el divorcio y mi opinión de la gente que sí que cree en él es que son unos peleles sin carácter que no son capaces de luchar por algo que una vez les resultó atractivo. Por eso te sugiero que lo pienses detenidamente antes de que te sacrifiques por el bien de tu hijo. Si te casas conmigo serás mi esposa durante el resto de tu vida.
–Comprendo –comentó Corinne–. Para ser sincera yo también debo decir que creo que debes conocer a mi hijo antes de que te comprometas conmigo.
–¿Está él en casa?
–Sí. Hemos tenido una… mañana un poco dura, así que le he dicho que durmiera un poco la siesta. Pero si no le despierto pronto, tendré problemas para que duerma esta noche.
–Entonces me gustaría mucho conocerlo.
Durante un momento ella lo miró a los ojos y Raffaello pudo ver la derrota que reflejaba la mirada de Corinne.
–Una vez lo hayas hecho, quizá te arrepientas durante el resto de tu vida de habernos pedido que compartamos nuestra vida contigo.
Raffaello se percató de que el muchacho estaba metido en problemas y que su madre ya no sabía cómo manejarlo. Sintió lástima ya que él conocía de primera mano las dificultades de ser padre y madre a la vez.
–Si estás tratando de hacer que me eche para atrás, Corinne, debes saber que jamás me he retirado de ningún reto.
–Todavía no has conocido a Matthew –contestó ella.
Capítulo 4
UNA VEZ que subió a la planta de arriba, Corinne se encerró en su habitación y, temblando, se echó sobre la cama. La impresión de haber encontrado a Raffaello Orsini en su puerta la había dejado sin facultades. ¿Cómo si no podría justificar haberle dicho que estaba dispuesta a casarse con él?
Haber accedido a aquella propuesta había sido una locura, pero haber solicitado un mensajero para que le llevara la respuesta había sido incluso peor. Pero durante todo ese tiempo había tenido la esperanza de que antes de darle la carta al mensajero entraría en razón. O que Raffaello Orsini recuperaría la cordura y retiraría su oferta antes de que nadie saliera herido.
Pero que él hubiera aparecido en su puerta y no le hubiera dejado ninguna opción más que decirle a la cara su respuesta era chantaje emocional. Como también lo era el hecho de que Raffaello era tan guapo como recordaba de su primera cita. No se podía esperar que ninguna mujer actuara racionalmente si se la enfrentaba con un espécimen de tanta belleza masculina.
Oyó cómo Matthew se revolvía en la cama en la habitación de al lado. Se levantó apresuradamente y se cambió de ropa. Se puso unos pantalones negros, una camisa blanca y unos zapatos planos del mismo color que los pantalones. Se quitó la coleta y se peinó hasta que logró un cierto estilo. Al mirarse en el espejo se percató de que tenía un aspecto muy triste, por lo que se puso unos pendientes de aro rojos, se aplicó brillo en los labios y colorete en sus pálidas mejillas.
Sintió cómo su hijo le daba una patada a la pared, señal de que se estaba inquietando ante su reclusión.
–Tenemos compañía, cariño –le dijo al pequeño al entrar en su dormitorio. Le puso unos pantalones vaqueros limpios–. Compórtate bien, ¿sí?
A continuación tomó de la mano a su hijo y ambos bajaron a la planta de abajo para que él conociera al hombre que quizá se iba a convertir en su padrastro.
Raffaello Orsini estaba leyendo el periódico que había en la cocina, pero lo dejó a un lado al verlos entrar.
–Éste es mi hijo –dijo Corinne–. Saluda al señor Orsini, Matthew.
Durante un momento ella pensó que el niño no iba a decir nada, pero finalmente Matthew se separó de sus piernas y habló.
–Hola –fue todo lo que dijo.
Raffaello se agachó y le estrechó la mano.
–Ciao, Matthew. Es un placer conocerte.
–¿Sabes qué? Tengo una colección de trenes –comentó el pequeño, a quien claramente le gustó aquella interacción masculina.
–¿De verdad? –contestó Raffaello–. ¿Me la enseñas?
–Está bien.
Apoyada en la mesa de la cocina, Corinne observó cómo sacaron la colección de trenes de la caja de juguetes y cómo comenzaron a hablar de cuál sería la mejor manera de construir la vía férrea. Se preguntó qué tendrían los trenes para cautivar a los hombres y a los niños pequeños. El traje que llevaba puesto Raffaello Orsini seguramente costaba más de lo que ella ganaba en seis meses, pero a él no pareció importarle echarse sobre su vieja alfombra para poder construir la vía férrea junto al pequeño.
–¿Cuántos años tienes, Matthew? –le preguntó al niño.
–Cuatro –contestó el pequeño, levantando cuatro dedos al aire–. ¿Y tú cuántos años tienes?
–Treinta y cinco –contestó Raffaello, ajustando una de las vías–. Soy muy mayor.
–¿Eres mi nuevo papi? –preguntó entonces Matthew.
–Todavía no –respondió el señor Orsini, dirigiéndole a Corinne una divertida mirada–. No.
Consternada, ella se percató de que debía haber previsto algo así. Frecuentemente Matthew preguntaba por qué él no tenía papi como los otros niños que veían en el parque y, aunque ella le había explicado que Joe había muerto cuando él todavía era un bebé, su hijo no había comprendido por qué ella no podía simplemente salir y comprarle uno nuevo.
–Me gustan los caballos –dijo Matthew, ignorando la tensión que se había creado.
–A mí también –respondió Raffaello–. ¿Cuáles te gustan más?
–Los marrones.
–Una elección muy buena.
–Y los negros.
–¿Grandes o pequeños?
–Grandes.